Carta de amor a la promoción de bachilleres 2025 Verónica López Sabater

Hace unos días me dio por pensar —que no siempre es buena idea, pero a veces ayuda— en las dos palancas que tenemos para ponernos en marcha como especie, para colaborar, empujar todos en la misma dirección y alcanzar un objetivo común. El miedo y la esperanza. El primero es sencillo: gritas, amenazas o siembras alarma y algo se mueve. La esperanza, en cambio, tiene sus reglas, y no son fáciles de seguir.
Seguro que a todos se nos vienen a la cabeza personas que, en su día, lideraron movimientos capaces de generar esa chispa, esa energía que nos saca del sofá, del móvil, de la recompensa rápida, y nos empuja hacia algo más grande, algo que no cabe en uno solo. Sí, digo bien. No quiero ni imaginar lo que sería la esperanza si alguien decidiera usarla para el mal.
En este intento de entender qué lo cambia todo, uno va quitando capas, como quien pela una alcachofa —con manos cuidadosas, que pincha— hasta llegar al corazón. Y allí está siempre lo mismo: un nombre propio. Una persona. Un líder. De esos que no gritan ni señalan con el dedo, sino que convencen, empujan, despiertan. Y no desde el miedo, sino desde esa parte vieja del alma que nos lleva a sobrevivir incluso cuando todo parece perdido.
He tenido la suerte de cruzarme con algunos de esos líderes. En carne y hueso. Y si algo los define es que no dejan a nadie en la indiferencia. O los admiras o los rechazas. Y, a veces, ambas cosas al mismo tiempo. Lo curioso es que, si te acercas —de esos acercamientos sin cita previa—, el rechazo suele ir bajando el volumen. A veces incluso se convierte en simpatía. Como mínimo.
Un líder escucha. A todos. Y garantiza que, mientras no se perjudique a la mayoría, la minoría será escuchada. Sabe que no puede agradar a todos, pero tiene una brújula, una visión. Algo que va más allá del corto plazo. No le tiembla la mano para tomar partido, meter la pata, y luego rectificar sin drama. No busca culpables, busca soluciones. Los grandes retos no los esconde: los pone arriba de todo.
No olvida la injusticia ajena, aunque los directamente afectados hayan aprendido a convivir con ella. Y es capaz de cargar con golpes que no le tocan, con silencios que duelen. Porque entiende que cada historia tiene su versión, y cada versión su dolor.
No busca el cargo, pero acepta el papel cuando no hay nadie más que pueda llevar al grupo hacia ese lugar donde parece que hay algo mejor. Apunta alto, más allá del cielo. Y si no lo consigue, no se amarga. Porque sabe que, en el intento, ya estamos un poco mejor que antes.
Y cuando alguien traiciona la visión que lo mueve, no duda en hacer lo que toca. Aunque duela.
Siempre pensé que en este país tenemos una relación complicada con el reconocimiento. Aquí hay que esperar a que pasen años, o a que te mueras, para que te den las gracias. Pero eso sí, cuando por fin llega el aplauso, somos capaces de perdonarlo todo. Todo es todo: haber dejado las instituciones clave en manos de los de siempre, haber creado monstruos para acabar con monstruos, habernos metido en guerras que no eran nuestras, haber tejido redes de corrupción que harían palidecer a cualquier guionista de serie negra.
Sería una frivolidad dejar que los rumores, los cuchicheos y los golpes bajos echen por tierra a alguien que nos ha sacado de unas cuantas crisis bastante feas, y además, nos ha dejado bastante mejor de lo que encontró
Para que la democracia funcione, hace falta un líder, sí. Pero no basta. Hace falta también que el ciudadano corriente —el que madruga, el que paga el pan, el que discute en el bar— entienda que esto va con él. Que no puede quedarse esperando. Que hay que mojarse, leer, equivocarse también. Que un líder que rectifica no es débil, sino valiente. Que hablar está bien, pero convencer es mejor. Sin pelea, con paciencia y tranquilidad. Generar una duda es más trascendente que poner un ojo a la virulé. Que lo colectivo tiene más futuro que lo individual. Y que hay que aprender a ceder, a sacrificarse un poco. Por los demás. Porque merece la pena.
Un líder de esos de manual —y de póster— dijo que no hay que preguntarse qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por tu país. Sí, era guapo, no hay que negarlo. El nuestro tampoco está mal. Para frenarlo, tuvieron que matarlo. Así de fuerte era la cosa.
El poder de la esperanza es así: crece solo, contagia. Tanto, que los que vinieron después de Jack vivieron un tiempo del aire que él dejó. Por eso, sería una frivolidad dejar que los rumores, los cuchicheos y los golpes bajos echen por tierra a alguien que nos ha sacado de unas cuantas crisis bastante feas y, además, nos ha dejado en bastante 3mejor situación de la que encontró. Seamos parte del movimiento.
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José Manuel Nevado es director de Comunicación Institucional de la Secretaría de Estado de Comunicación.
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