Cantar al Cristo de los Gitanos Luis Arroyo

Últimamente no dejan de venirme imágenes de la saga de La Guerra de las Galaxias a la cabeza. Es quizás porque los últimos acontecimientos me resultan tan distópicos que parecen ciencia ficción. Cuando asistimos a la elección de Trump en los comicios del pasado otoño y veía a la masa enfervorecida aplaudiendo y sólo me faltaba la senadora Padmé Amidala susurrándome al oído “Y así es como muere la Libertad”, o lo que es lo mismo, la democracia.
Como en todo buen entretenimiento, cuando las sagas se alargan, hay que estar atentos a los giros de guión. Y desgraciadamente, nuestra distopía sigue las mismas reglas. En la ficción, en el Nuevo Imperio se dividían el poder entre los religiosos seguidores del lado oscuro y los militares tecnólogos que ambicionan el poder. Lo mismo en Juego de Tronos entre los Gorriones y los Lannister.
¿Qué ha sucedido en nuestra realidad?
El trumpismo se ha partido en dos. Como una bala que rebota en el cráneo y cambia de trayectoria. En un rincón está Deep MAGA: los que visten traje, cenan con banqueros y miden los aranceles en votos y dividendos. En el otro está Dark MAGA, los que visten sudadera con el logo de QAnon y sueñan con un nuevo 6 de enero, pero esta vez con resultados.
Deep MAGA quiere el poder. Dark MAGA quiere la venganza.
Uno sueña con Reagan reencarnado en versión reality show.
El otro quiere ver al Estado arder mientras lo retransmite en Twitch.
Y en medio de ambos, está Trump, jugando a ser Moisés con peluca de Teletubby, separando las aguas del Partido Republicano con tuits en mayúsculas y tarifas que suben como si fueran castigos bíblicos.
El trumpismo se ha partido en dos. Como una bala que rebota en el cráneo y cambia de trayectoria. En un rincón está Deep MAGA: los que visten traje, cenan con banqueros y miden los aranceles en votos y dividendos
El muro de los aranceles.
Trump ya no construye muros con cemento, sino con impuestos. Su muro arancelario no está en la frontera, sino en el puerto de Long Beach, donde contenedores de iPhones y componentes chinos acumulan polvo mientras sube el precio del Big Mac y de la democracia.
Su política comercial es de western sin final feliz:
—Tú me cobras, yo te doblo.
—Y si respondes, te triplico.
—Y si te quejas, eres un traidor a América.
Deep MAGA le aplaude en la CNBC: “¡Vamos a repatriar la industria!”. Mientras, Apple traslada fábricas a India, y los mismos obreros que votaron a Trump ahora pagan más por un microondas hecho en Milwaukee con piezas taiwanesas importadas a precio de oro.
Dark MAGA no entiende de economía, pero le gusta el caos. Ve en cada arancel una patada al “orden global de las élites”, como si subirle el precio a las PlayStation fuese un acto revolucionario.
¿Cambio de orden mundial o ataque de cuernos geopolítico?
Trump no quiere reformar el orden mundial. Quiere vengarse de él.
Quiere una ONU que se arrodille, una OTAN que le dé las gracias y un FMI que funcione con su tarjeta de crédito.
Y los aranceles son solo la primera piedra. Luego vendrá la purga burocrática, la deserción diplomática, y el intento de convertir a Estados Unidos en una isla fortaleza rodeada de drones y banderas.
Deep MAGA le sigue porque ve negocio en el desorden. Dark MAGA le sigue porque quiere ver colapsar las instituciones como si fueran el escenario final de una película de Zack Snyder.
Pero cuidado. Una cosa es usar el caos como palanca. Otra es convertirlo en religión.
Y ahí está el verdadero peligro: que en su segunda venida, Trump ya no quiera mandar. Solo quiera ajustar cuentas.
El mundo tiembla. Wall Street también.
Porque los mercados entienden muchas cosas. Menos la incertidumbre con cara naranja y sonrisa de "te lo dije". Y esta vez, el orden mundial no se lo quiere jugar a los dados con un hombre que cree que el Apocalipsis debe ir en horario estelar.
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José Manuel Nevado es director de Comunicación Institucional de la Secretaría de Estado de Comunicación.
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