La memoria y la democracia no temen a Francisco Franco

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Miguel Ángel del Arco Blanco

Cuando se acerca el 85 aniversario del fin de la guerra civil y casi medio siglo del comienzo de la dictadura franquista, por fin parece percibirse un debate sobre como lidiar con la conmemoración de nuestro pasado más traumático. Aunque deben reconocerse las sucesivas normas que, desde 1977, rehabilitaron económicamente a quienes lucharon por la República o sufrieron condenas durante la dictadura, hasta bien entrado el siglo actual el Estado prácticamente se inhibió de desarrollar unas políticas públicas de memoria. A partir del año 2000 el movimiento de recuperación de la memoria histórica reclamó la dignificación de las víctimas de la guerra y de la dictadura, desarrollándose en España la "guerra de memorias". Por fin se conversó sobre el pasado más violento y, a pesar del temor de algunos con el miedo a "abrir viejas heridas", España no sufrió merma en la calidad de su democracia. Es más, ésta se vio fortalecida por el impulso de una serie de leyes de memoria del gobierno central (de 2007 y 2022) y de gobiernos autonómicos, estas últimas ahora en cuestión por su derogación en autonomías por el impulso de Vox y Partido Popular.

Una de las cuestiones sobre las que se debate recientemente es qué hacer con el legado monumental del franquismo. Daniel Rico ha realizado una contribución valiosa en su libro ¿Quién teme a Francisco Franco? Memoria, patrimonio y democracia, con notable eco en medios progresistas y conservadores. Rico, historiador del arte especializado en la época medieval, sostiene que no es solución retirar los monumentos del franquismo porque hacerlo supone borrar el pasado y perder una oportunidad para aprender de él y enseñar la historia. Propone para ello perpetuarlos, si bien con una intervención estudiada en cada caso que contribuya a explicar el pasado. 

La tesis de Rico no es nueva. Fue ya vertida por importantes teóricos de la memoria e historiadores, e incluso está incluida en la citada ley de 2022 cuando se prescribe la resignificación del Valle de los Caídos (ahora de Cuelgamuros). Es una propuesta de interés: no podemos eliminar todo rastro del pasado y, en el caso de cada monumento, como sociedad democrática tenemos que valorar qué hacer, someterlo a un debate público y social. 

Sin embargo, la propuesta de Rico adolece de falta de concreción. ¿A qué se refiere con los monumentos o patrimonio del pasado? No es lo mismo el citado conjunto monumental de Cuelgamuros que el enorme monumento a los caídos de Pamplona, o que una imagen o estatua de Franco, o que una placa o un monumento sólo por los "caídos por Dios y por España", o que el nombre de una calle o un símbolo de exaltación del triunfo franquista. Las ideas para la gestión y la conmemoración del pasado lógicamente pueden debatirse, pero parece imprescindible plantearlas de modo que se vinculen a la sociedad y a la realidad del presente. En concreto, ¿basta con que codo permanezca igual, solo que añadiéndole una adecuada señalización o texto explicativo mínimo?

Es decidir democráticamente cómo construimos una memoria de nuestro pasado más difícil y más positivo. Ello implica destruir, conservar y levantar nuevos monumentos, como ha sucedido siempre a lo largo de la historia. Hacerlo no implica temer a Francisco Franco, sino construir una memoria democrática.

Otro problema es que el debate sobre los monumentos no puede circunscribirse a ellos, a su estética, fisonomía o emplazamiento. No: son monumentos levantados por el poder para ser vistos, vividos y recordados por la población que los habita. La respuesta a qué hacer con ellos debe surgir de la sociedad que los contempla en cada momento, en este caso una España democrática, cada vez más multicultural, con los retos de un siglo XXI global. Es esta sociedad la que debe decidir qué conmemora, que modelos humanos o acontecimientos pasados se quieren valorar como referentes para un futuro de mayor justicia y convivencia. ¿Preferimos tener una España poblada de monumentos a los caídos, cuando todavía nos cuesta encontrar monumentos, por ejemplo, a la constitución española de 1978, garante de nuestras libertades?

Los monumentos del pasado que han llegado hasta nosotros no explican la historia. Son instrumentos de memoria cincelados por el poder en un momento y unas intenciones determinadas. Destruirlos o trasladarlos no supone un "borrado de la historia". Cuando en mayo de 2020 a partir del asesinato de George Floyd comenzó un proceso global de vandalización y destrucción de estatuas, aquellos conflictos no fueron un ataque al pasado que se quería cambiar. Fueron movimientos sociales anclados en el presente, cuyos actores consideraban que en el hoy persistían ciertas injusticias y desigualdades que identificaban en aquellos símbolos. Evidentemente, una estatua del Cristóbal Colón no explica por sí sola la historia de su navegación a América y la conquista posterior. Tampoco una estatua de Franco nos da a conocer la brutalidad, complejidad y capacidad de transformación de su dictadura. ¿Por qué no? Porque los monumentos son artefactos de memoria, no de historia.

La memoria es, entre otras cosas, la interpretación que desde el presente hacemos de pasado. Es algo profundamente humano: todos los hombres y mujeres tenemos memoria, tenemos memorias. Aunque no sepamos historia, aunque no hayamos presenciado el Holocausto o hayamos estado en un campo de concentración franquista. Y el poder siempre juega con la memoria, con la gestión del pasado para condicionar qué futuro esperamos y queremos alcanzar.

La gestión de la memoria es algo consustancial al poder. Todo régimen, todo Estado, tiene unas políticas de memoria, por inhibición o acción. Las democracias también. La República Federal Alemana también las tuvo sobre el nazismo, aunque le costase unas décadas hacerlo, y nadie se las cuestiona. Es lógico y saludable que un Estado democrático como España reflexione sobre cómo conmemorar su pasado y desarrolle políticas de memoria democráticas. El resto de las fuerzas políticas y de la sociedad puede participar de ellas, discutirlas o ayudar a configurarlas. Hacerlo no es reescribir la historia, algo que hacemos con mucho esfuerzo los historiadores. Es decidir democráticamente cómo construimos una memoria de nuestro pasado más difícil y más positivo. Ello implica destruir, conservar y levantar nuevos monumentos, como ha sucedido siempre a lo largo de la historia. Hacerlo no implica temer a Francisco Franco, sino construir una memoria democrática. Es una oportunidad de forjar una memoria global, plural e integradora, cimentada en la defensa de los derechos humanos, la democracia y la igualdad entre todos los hombres y mujeres.

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Miguel Ángel del Arco Blanco es catedrático de historia contemporánea en la Universidad de Granada y autor de Cruces de Memoria y Olvido. Los monumentos a los caídos de la guerra civil (1936-2021) (Editorial Crítica, 2021).

Cuando se acerca el 85 aniversario del fin de la guerra civil y casi medio siglo del comienzo de la dictadura franquista, por fin parece percibirse un debate sobre como lidiar con la conmemoración de nuestro pasado más traumático. Aunque deben reconocerse las sucesivas normas que, desde 1977, rehabilitaron económicamente a quienes lucharon por la República o sufrieron condenas durante la dictadura, hasta bien entrado el siglo actual el Estado prácticamente se inhibió de desarrollar unas políticas públicas de memoria. A partir del año 2000 el movimiento de recuperación de la memoria histórica reclamó la dignificación de las víctimas de la guerra y de la dictadura, desarrollándose en España la "guerra de memorias". Por fin se conversó sobre el pasado más violento y, a pesar del temor de algunos con el miedo a "abrir viejas heridas", España no sufrió merma en la calidad de su democracia. Es más, ésta se vio fortalecida por el impulso de una serie de leyes de memoria del gobierno central (de 2007 y 2022) y de gobiernos autonómicos, estas últimas ahora en cuestión por su derogación en autonomías por el impulso de Vox y Partido Popular.

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