La realidad a menudo es propensa al sarcasmo. Estos días estamos viendo a destacados representantes de la derecha y la ultraderecha, de cuyo nombre no quiero acordarme, hiperventilando entre aspavientos en defensa de la igualdad de los españoles. Y lo hacen, sarcásticamente, justo cuando conocemos que los ultramillonarios patrios han incrementado su riqueza un 37% en el último año y solo un centenar de ellos acumulan hoy una fortuna de 196.130 millones de euros. El venerado Amancio Ortega encabeza la lista, atesorando por sí solo más de 81.000 millones de euros, seguido de su hija Sandra Ortega; del presidente de Ferrovial, Rafael del Pino; el presidente de Abanca, Juan Carlos Escotet y el magnate de Mercadona, Juan Roig. Ellos cinco acaparan 102.700 millones de euros, lo mismo que los más de 10 millones de personas que en España cobran una pensión contributiva tardarían en ganar ocho años y medio.
En el fondo, lo que subyace es la idea interesada de que no todo el mundo puede permitirse el lujo de ser español
Vistas las cifras parecería de sentido común que la inmensa mayoría de ciudadanos se hiciera eco de sus consignas y se echaran a la calle en defensa de la igualdad de los españoles. Solo que esta no es la desigualdad que parece preocupar a la derecha y la ultraderecha carpetovetónica. De hecho, PP y VOX no han dudado en rasgarse las vestiduras ante cualquier tímida iniciativa que buscara corregirla. Así, con el mismo dramatismo con que Camarón se partía la camisa cuando iba de casamiento, populares y ultras han negado reiteradamente su apoyo a medidas como la revalorización de las pensiones, la subida del salario mínimo interprofesional, el impuesto a las grandes fortunas, la renta básica o la lucha contra la precariedad laboral promovida por Yolanda Díaz desde el ministerio de Trabajo.
Y lo han hecho —¡oh, de nuevo, ese caprichoso sarcasmo!— apelando a la igualdad. Porque, como afirmara el responsable económico del PP, Juan Bravo, a su juicio, esas medidas no hacen más que potenciar el enfrentamiento entre ricos y pobres. Ya se sabe, anticualla ideológica comunista para dividir a los españoles, envenenar sus inocentes mentes y hacerles olvidar la bucólica igualdad que disfrutan, ricos y pobres, en los pastoriles montes de la Covadonga de Don Pelayo. Una igualdad de altas miras, aunque, eso sí, de profundas rebajas ya que su receta para conservarla pasa por rebajar impuestos a unos y rebajar derechos y prestaciones a otros.
En el fondo, lo que subyace es la idea interesada de que no todo el mundo puede permitirse el lujo de ser español. Esta meritocracia patriótica explica, por ejemplo, el alarmismo con que conservadores y ultras presentan a los trabajadores migrantes como invasores mientras excluyen de sus diatribas a esos extranjeros que adquieren la residencia con inversiones inmobiliarias que disparan la especulación y gentifricación que expulsa a los vecinos de los barrios. En última instancia, solo puede ser español quien se tenga por heredero espiritual de Recaredo. O, sobre todo, quien se lo pueda pagar. El resto son bárbaros a combatir. Extranjeros de fuera y, lo que es peor, extranjeros de dentro: moros, negros, rojos, putas, gitanos, masones, okupas, maleantes, catalanes, vascos, maricones. Degenerados todos a los que es necesario expulsar, del país o de la Moncloa, para proteger las esencias inmaculadas y católicas de su España.
Este imaginario es el que palpita detrás de las movilizaciones contra la amnistía y las algaradas posfascistas de los últimos días contra los implicados en el procés. Para quienes han hecho del pensamiento reaccionario decimonónico el único armazón mental posible, resulta incomprensible que una amnistía sea un medio para tratar de encauzar democráticamente alguna de las múltiples contradicciones y conflictos que toda sociedad tiene. Desde su perspectiva no es más que una claudicación, una traición a la España eterna. La proyectan como una simple medida de gracia que, en consecuencia, solo podría justificarse si fuera dirigida a los “españoles de bien”, como esos empresarios defraudadores fiscales que pese a sus pecados son, en su opinión, los que levantan España. O la amnistía de facto que desde hace cinco años se aplica a los miembros el Consejo General del Poder Judicial. O la que benefició a esos asesinos y torturadores del franquismo que, a sus ojos, pudieron cometer algunos excesos, pero en última instancia salvaron a la patria de las garras de un comunismo espectral que solo está en sus cabezas.
Para el resto, para los “españoles de mal”, las amnistías son inadmisibles. De hecho, pese a las alabanzas al idealizado espíritu de la transición, la virulencia de algunos discursos parece cuestionar hasta la misma amnistía de 1977. Al menos en parte, esa que permitió liberar a los presos antifranquistas. Hoy, en esas protestas contra la amnistía, que según Alberto Núñez Feijóo encarnan la indignación de los españoles, se vuelve a gritar que el mejor sitio para los “rojos” es la cárcel. No sorprendería que cualquier día de estos intenten convencernos también de que el verdadero espíritu de la transición era esa pintada tan popular por aquellos años: Rojos al paredón.
_________________
José Manuel Rambla es periodista.
La realidad a menudo es propensa al sarcasmo. Estos días estamos viendo a destacados representantes de la derecha y la ultraderecha, de cuyo nombre no quiero acordarme, hiperventilando entre aspavientos en defensa de la igualdad de los españoles. Y lo hacen, sarcásticamente, justo cuando conocemos que los ultramillonarios patrios han incrementado su riqueza un 37% en el último año y solo un centenar de ellos acumulan hoy una fortuna de 196.130 millones de euros. El venerado Amancio Ortega encabeza la lista, atesorando por sí solo más de 81.000 millones de euros, seguido de su hija Sandra Ortega; del presidente de Ferrovial, Rafael del Pino; el presidente de Abanca, Juan Carlos Escotet y el magnate de Mercadona, Juan Roig. Ellos cinco acaparan 102.700 millones de euros, lo mismo que los más de 10 millones de personas que en España cobran una pensión contributiva tardarían en ganar ocho años y medio.