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Cultiva un estilo comedido y discreto, ajustado a los límites de la buena educación y de eso que, a veces despectivamente, llamamos buenos modales, tan en desuso en estos tiempos en los que se aplaude más al que más grita, más insulta y más descaro exhibe. Este tono vocinglero y belicoso que se ha impuesto en tertulias y realities televisivos, contamina las intervenciones parlamentarias y los discursos políticos, especialmente, aunque no solo, el discurso de una derecha cada vez más indistinguible de su vertiente extrema.
La ministra sin embargo va a contracorriente de esta moda; evita el aspaviento, las frases grandilocuentes y hasta las proclamas supuestamente revolucionarias, diría que tanto por conciencia de la realidad que no es precisamente “pre-revolucionaria” como por una especie de pudor que es, el pudor digo, una de las manifestaciones del sentido estético, y la estética, creo que eso lo dijo Luckas, no es sino la otra cara de la ética. La contención de la ministra no es mera cuestión de formas sino de fondo. Es una postura ética. Y una opción política que parte, creo, de un análisis de la sociedad en que vivimos que calificaría de marxista o al menos de raíz marxista en la medida en que se basa en “el principio de realidad” y en mi opinión la gran aportación del marxismo a la historia del pensamiento es precisamente esa: situar el conocimiento de los datos de la realidad en el centro de la teoría y de la praxis política. El realismo, o si se quiere el pragmatismo, con el que la ministra actúa proviene, creo, de esa conciencia-consciencia de lo real que nada tiene que ver con el conformismo del “así son las cosas” y menos aún con la muy acomodaticia afirmación de que vivimos en el mejor de los mundos posibles y de que esa idea tan marxista de “la lucha de clases” es ya una antigualla carente de sentido.
Con el concepto de lucha de clases pasa como con el de “yihad” o guerra santa del mundo islámico, que prevalecen las interpretaciones más reduccionistas cuando no simplemente ramplonas del término: las de combate armado y violento. Pero yihad en el Islam significa prioritariamente posicionamiento moral del lado de la justicia, y lucha de clases en el marxismo no es un llamamiento a la guerra o a la insurrección armada sino la constatación de un dato de la realidad: que los intereses de las clases acomodadas y los desfavorecidos son contrapuestos. Creo que la ministra tiene muy presente la realidad de la lucha de clases y también cuál es la clase cuyos intereses debe defender. Y que por eso está en política.
A mí, que no la conozco personalmente, me parece didáctica y muy necesaria su manera de no entrar al trapo de la provocación, de responder con datos al exabrupto, con educación al insulto, con firmeza al chascarrillo machista. Y creo que acierta al apostar por el diálogo y la negociación entre los agentes sociales, léase representantes de intereses contrapuestos, como método más eficaz para defender los intereses que quiere defender, que son intereses de clase, de clase trabajadora se entiende.
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Hay ideas que a fuerza de repetirlas se convierten en una especie de axiomas incuestionables y, entre las que cuentan con mayor favor del público, están las que descalifican y desprestigian la política hasta el punto de presentarla como “el gran problema del país”. Son frases muy socorridas y casi siempre reaccionarias del tipo: “los políticos no dan palo al agua y se lo llevan crudo” o “todos los políticos son iguales” o “sin políticos nos iría mejor…” Es cierto que hay políticos, demasiados, corruptos, aprovechados, vagos, pero no creo que el porcentaje de indeseables sea mucho mayor en la política que en el periodismo, los negocios, el mundo empresarial o el académico.
En realidad el desprestigio generalizado de la política no es inocente, actúa a favor de quienes no necesitan cambios sociales ni intervención del Estado ni intentos de mejorar la vida de la mayoría. No necesitan políticos como Yolanda Díaz, ministra de Trabajo del Gobierno de España.
Teresa Aranguren es periodista y escritora.
Cultiva un estilo comedido y discreto, ajustado a los límites de la buena educación y de eso que, a veces despectivamente, llamamos buenos modales, tan en desuso en estos tiempos en los que se aplaude más al que más grita, más insulta y más descaro exhibe. Este tono vocinglero y belicoso que se ha impuesto en tertulias y realities televisivos, contamina las intervenciones parlamentarias y los discursos políticos, especialmente, aunque no solo, el discurso de una derecha cada vez más indistinguible de su vertiente extrema.
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