Neoliberalismo y secesión: las dos privatizaciones

Guillermo del Valle Alcalá

El gobierno de Isabel Díaz Ayuso continúa con su dogmático ataque contra la sanidad pública. No son nuevas las políticas ni despliegan sus efectos solo en sanidad, aunque esta sea una de sus manifestaciones más agresivas y lesivas para los más elementales derechos de ciudadanía. Responde a una concepción ideológica muy definida, la hegemónica desde los años ochenta del pasado siglo: una suerte de darwinismo social con cada vez menos matices, un fundamentalismo de mercado capaz de pasar por encima de los más básicos consensos civilizatorios. Porque el Estado social, resultante de ese pacto capital-trabajo de posguerra, propio del capitalismo socialdemócrata y keynesiano, previo al desarrollo del actual capitalismo global, posfordista y financiarizado, lleva amenazado décadas y su degradación sostenida es más notoria que nunca.

Contra él se esgrimen toda suerte de patrañas retóricas que moldean el imaginario colectivo y una miríada de políticas neoliberales que acompañan al manoseado relato. Se nos ofrece una definición sesgada de 'libertad' como una suerte de abstencionismo estatal imperativo (ausencia de interferencias), como si los propios derechos liberales no exigieran un complejo diseño institucional y un marco normativo que los garantice. Se lanzan constantes andanadas contra la redistribución y contra un sistema fiscal progresivo, como si no llevaran ambos deteriorándose décadas. Se nos advierte del exceso de intervencionismo del Estado, como si nos acechara un implacable comunismo que, por supuesto, solo existe en la calenturienta imaginación de estos talibanes del 'libre mercado'. Se defiende que el dinero ha de preservarse en el bolsillo de los ciudadanos, ocultándose torticeramente la realidad de la amplia mayoría de la población, esa misma cuyos bolsillos andan agujereados, entre salarios de miseria, paro estructural y condiciones laborales de explotación descarnada.

En la más acabada forma de hipocresía, se oculta del debate público que llevamos décadas de concentración de capital en unas pocas manos y de desguace del Estado en sectores estratégicos. A la vista están los nefastos resultados. En el dietario que prescribe el adelgazamiento de Papá-Estado, el chamán neoliberal no receta, por razones obvias, privatizar Endesa, Repsol, Telefónica o Argentaria. ¿Por qué entre tan obsesivas andanadas contra los funcionarios o la ineficiencia (presunta) de nuestro sector público no se encuentra un pequeño espacio para criticar el dogmatismo de los diagnósticos y tratamientos que agredieron, por puro fundamentalismo ideológico, la exitosa participación del Estado en sectores estratégicos? ¿Para cuándo una reflexión sobre el lastre presente de aquellas políticas?

Los partidos de izquierdas y los sindicatos salen (salimos) a la calle a enfrentar el desmantelamiento de la sanidad pública que está llevando a cabo el gobierno Ayuso. Resulta imprescindible. Si algo nos ha enseñado la pandemia es lo obsceno que resulta dejar la salud en manos del mercado o la rentabilidad privada. En EEUU, ejemplo paradigmático de toda suerte de barbaridades generadas por la inexistencia de cualquier atisbo de protección social, no pocos enfermos de Covid-19 han visto hipotecadas sus economías familiares para pagarse un tratamiento. En buena parte de Iberoamérica, durante tanto tiempo condenada a ser el patio trasero de EEUU y banco de ensayos de las devastadoras políticas ortodoxas y antisociales, hemos visto imágenes dantescas: incluso especulación con bombonas de oxígeno. Un salvaje sálvese quien pueda.

En buena parte de Iberoamérica, durante tanto tiempo condenada a ser el patio trasero de EEUU y banco de ensayos de las devastadoras políticas ortodoxas y antisociales, hemos visto imágenes dantescas: incluso especulación con bombonas de oxígeno

Suele darse la paradoja de que, en nuestro país, quienes se llenan la boca de patria y patriotismo suelen acompasar esa presunta defensa de una suerte de 'minarquismo' cerril. Según el relato oficial de estos patriotas, hay dos causas que defender por encima de otras: España y la libertad. Huelga decir que por libertad entienden la desregulación económica y la ausencia de interferencias, esto es, el liberalismo económico, que es precisamente la autopista más directa para conculcar la libertad real de millones de personas, desprovistas de unas condiciones de vida mínimamente dignas y condenadas a vivir sometidas al poder arbitrario de la necesidad. La segunda causa de las derechas en España es precisamente la defensa de la nación. Una defensa que algunos venimos cuestionando un tiempo por su flagrante incoherencia. No se entiende muy bien que esa nación que dice defenderse pueda levantarse sobre un Estado menguante, en constante desguace material.

Al hablar de vivienda, prescriben liberalización del suelo (¡aún más!) y libertad para la especulación, pasando por alto que la libertad real de las personas se asienta sobre unas condiciones materiales dignas, aquellas que no se cubren cuando millones de ciudadanos ven que el acceso a una vivienda se convierte en una completa quimera. Al referirse a la sanidad o a la educación, buscan atajos para degradar los servicios públicos como los célebres mantras de la colaboración público-privada, la moderación salarial o la libertad de elección. España, lastrada en la división internacional del trabajo con un tejido productivo desindustrializado, lleva décadas practicando devaluaciones internas, con condiciones salariales paupérrimas y una inserción laboral en el marco de las economías abiertas y la uberización. Una nación, en suma, cada vez más débil en lo material, en la que los españoles que malviven como parados de larga duración o trabajadores precarios y pobres observan cómo la promesa de ciudadanía se pierde en un horizonte difuso e inalcanzable.

Cuando saltó a los medios de comunicación la decisión del Gobierno de derogar el delito de sedición, las voces hegemónicas en nuestra izquierda advirtieron de la necesidad de no caer en la trampa de la derecha. Se trataba, sostenían, de una reforma imprescindible para converger con Europa y para democratizar un tipo penal obsoleto. Lo que pone en peligro España es la derecha y su neoliberalismo, no lo que ocurrió en Cataluña en 2017. Esa es una cuestión pasada, solucionada y, en todo caso, susceptible de ser resuelta políticamente, se nos dice.

Sorprende la miopía de la izquierda oficial en este asunto. ¿Acaso una frontal crítica al sálvese quien pueda 'ayusista', neoliberalismo entremezclado con una fragmentación autonómica que le permite desplegar políticas que socavan al propio Estado, implica callarnos ante lo que significa la secesión? ¿Dónde está escrito que ésta no sea también una amenaza para la causa social? Es más, la secesión no es sino la culminación de un proyecto de privatización total, antesala o justificación de todas las demás privatizaciones, aquellas que atañen a los servicios sociales, toda vez que se asienta en una fragmentación del territorio político, lo más común que tenemos. ¿Qué más hace falta para darse cuenta de que la desintegración de la comunidad política con base en el supremacismo identitario y en la insolidaridad fiscal es una política genuinamente reaccionaria que nada tiene de izquierdas?

Las amenazas contra lo público no vienen dadas únicamente por los que agreden el carácter social del Estado. También por aquellos que quieren disgregar la unidad de justicia y redistribución en que debe concretarse el perímetro de la comunidad política democrática. Blanquear a los que agredieron la integridad de la ciudadanía y trataron de levantar una nueva frontera, basada en criterios étnicos e identitarios, constituye un auténtico dislate.

No es buena idea adecuar nuestras leyes a los chantajes de los nacionalistas, que han demostrado con creces estar más interesados en trazar una nueva línea divisoria dentro de la comunidad política con arreglo al código postal que en redistribuir la riqueza con el conjunto de los trabajadores del Estado, más allá de identidades, esencias y golpes de pecho patrióticos. La 'izquierda' servil ante el nacionalismo pierde su credibilidad cuando combate al neoliberalismo. Pierde su razón de ser internacionalista, su vocación universalista y, por el camino, deja de ser izquierda.

Ambas fuerzas insolidarias convergen en su afán contra lo público: unos a través de privatizaciones en derechos sociales que vacían de contenido y sepultan el ideal de ciudadanía; otros a través de una segregación tribal de la comunidad política que rompe la caja única de la Seguridad Social, convierte en extranjeros en su país a los trabajadores de las regiones más pobres y malbarata cualquier horizonte de emancipación colectiva. Son dos caras de una misma moneda reaccionaria.

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Guillermo del Valle Alcalá es abogado y director de 'El Jacobino'.

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