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La objeción de conciencia en la Constitución del 78

Juan-Ramón Capella

En la Constitución de 1978 se pone de manifiesto un derecho básico al que no se reconoció claramente como fundamental. Se trata del derecho a la objeción de conciencia. Eso dio lugar a una interesante jurisprudencia constitucional y al primer giro a la derecha, restrictivo, de la doctrina del Tribunal Constitucional en materia de derechos fundamentales.

En la sentencia del 11 de abril de 1985, el Tribunal Constitucional había incluido la objeción de conciencia entre los derechos fundamentales: «La objeción de conciencia forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa contenido en el artículo 16.1 de la Constitución», y añadía: «La Constitución es directamente aplicable, especialmente en materia de derechos fundamentales». Eso significaba considerar vigente un derecho fundamental a objetar que se podía ejercer con independencia de que estuviera o no regulado por normas infraconstitucionales.

Con anterioridad, una sentencia del 23 de abril 1982 había ido en el mismo sentido: «La objeción de conciencia constituye una especificación de la libertad de conciencia, la cual supone no sólo el derecho a formar libremente la conciencia, sino también a obrar de modo conforme con los imperativos de la misma».

Quizá convenga señalar —al objeto de comprender el trasfondo del posterior giro doctrinal del TC— que los objetores recurrentes de 1985 eran antiabortistas opuestos a las nuevas regulaciones del Código Penal de 1982; objetar no tuvo para ellos coste alguno.

Hasta aquí tenemos a un Tribunal Constitucional claramente abierto a considerar la objeción de conciencia como un derecho fundamental. Eso significaba un intento de integrarla pacíficamente en el sistema de libertades. Se tenía ante los ojos a objetores al servicio militar pertenecientes principalmente a grupos religiosos (como los Testigos de Jehova), a quienes la dictadura militar había impuesto condenas sucesivas hasta que cumplían 38 años de edad; solo a principios de los 70 una alteración de la normativa había mitigado las penas.

La Constitución —el nuevo régimen— pretendía simplemente una regulación de la objeción de conciencia al servicio militar. En 1971 había surgido ya un primer objetor por razones de rechazo de la guerra y de la preparación para la guerra. Preciso es recordar que la Constitución de 1978, a diferencia de la republicana, ni siquiera contenía una renuncia a la guerra.

El gobierno de la transición se limitó a decretar en diciembre de 1976 una prórroga a la incorporación a filas de los objetores por razones religiosas que permitía sustituir la mili por un servicio cívico. Ahora, sin embargo, la mayoría de los objetores eran ya laicos y antibelicistas. E iniciaron un primer movimiento de desobediencia civil contra aquel decreto. Con resultados tan amplios y liantes para el ejecutivo que éste acabaría acordando su no incorporación a filas, a la espera de una regulación infraconstitucional. Los objetores de esta primera oleada no tuvieron que hacer la mili ni cosa subsidiaria ninguna.

Como decía Dylan, los tiempos estaban cambiando: los años ochenta fueron tiempos de intensificada guerra fría, con armas nucleares, químicas y bacteriológicas; con proyectiles intercontinentales y de alcance medio; con bombas atómicas “tácticas”; con estrategas que proyectaban “guerras de teatro”, no generalizadas, en el teatro europeo entre otros. El rechazo a la guerra y su preparación se convirtió en una obligación moral para muchas personas, religiosas o no. En 1981 la revista mientras tanto había publicado la versión castellana del panfleto de E. P. Thompson y otros Protesta y sobrevive, un imperativo extendido entre las gentes a ambos lados del “telón de acero”.

Sin embargo el nuevo Gobierno del PSOE, en la inopia, en diciembre de 1984 hizo aprobar una ley reguladora de la objeción de conciencia y de la prestación social sustitutoria. El Defensor del Pueblo y la Audiencia Nacional, a instancias de los objetores, recurrieron esa ley ante el Tribunal Constitucional. La ley contenía varias disposiciones inaceptables para los objetores: no se podía objetar una vez cumplida la incorporación al Ejército; había que obtener la aprobación de la objeción por parte de un organismo administrativo estatal ante el que declarar sobre las propias convicciones y creencias; y se preveía un servicio social sustitutorio penalizador, de mayor duración que el servicio militar. El Tribunal Constitucional mutó su doctrina para alinearse con el Gobierno: en su sentencia de 27 de octubre de 1987 la objeción de conciencia pasa a ser «un derecho constitucional autónomo, de naturaleza excepcional», pero no fundamental.

Sin embargo no hubo forma de vencer al Movimiento de Objeción de Conciencia, una de las más importantes aportaciones sociales a la democratización y moralización del sistema político, que hoy pocos conocen ya (lo describe muy bien Sainz de Rozas en Las sombras del sistema constitucional español). Pese a las reiteradas “amnistías” a los objetores, el impulso de la desobediencia civil a la ley —rechazar la prestación sustitutoria, el examen de conciencia administrativo, etcétera— fue masivo; las penas previstas para los desobedientes no pudieron aplicarse fácilmente gracias a jueces y fiscales comprensivos. Finalmente un nuevo gobierno entonó el requiem al servicio militar obligatorio.

Las patas cojas del régimen constitucional

Hoy, jurídicamente, se mantiene una objeción de conciencia descafeinada. Que ha sido invocada con más o menos éxito por jueces opuestos al divorcio, por médicos opuestos al aborto, por farmacéuticos contrarios a la píldora del día después. No ha corrido la misma suerte la objeción de conciencia fiscal de personas contrarias a sufragar gastos militares, que han visto sus cuentas corrientes embargadas por la Hacienda pública.

Tal es la calidad del régimen político.

Por eso, porque el derecho fundamental a objetar en conciencia ha quedado en agua de borrajas, porque es preciso poder objetar en conciencia los gastos militares, sin penalización, y por anticipar previsibles nuevas objeciones de jueces o funcionarios cuando se impongan las normas internacionales sobre genocidio —y sea posible investigar causas civiles y penales por hechos de la guerra civil—, es necesario dar carta de naturaleza constitucional al derecho fundamental de objeción de conciencia, y, sobre todo, delimitar con precisión su alcance entre los servidores públicos para que ninguno pueda ignorar la ley sin consecuencias amparándose en la objeción. ______________Juan-Ramón Capella es catedrático emérito de Filosofía del Derecho, Moral y Política de la Universitat de Barcelona.

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