Odesa no está para bromas
En cierto sentido, Odesa no es ni Ucrania ni Rusia. Odesa es Odesa. Ser odesita parece con frecuencia una nacionalidad por sí misma. Pushkin decía que era “la más europea de las ciudades rusas”. Era un tiempo, el siglo XIX, en el que decir “ruso” tenía más significado que “ucraniano”, porque la ciudad, la joya de la corona entre las 200 que Catalina la Grande ordenó fundar, formaba parte del imperio ruso y fue colonizada sobre todo por rusos que impusieron su idioma de forma natural. Muchos de sus más de un millón de habitantes (ya no la mayoría) aún la consideran su lengua materna.
Lo antedicho no pretende sugerir que Odesa pueda considerarse en la actualidad una ciudad rusa (ha llovido demasiado desde entonces), y mucho menos que Putin tenga derecho a conquistarla a sangre y fuego, ni siquiera sin sangre ni fuego como en Crimea. De hecho, y sobre todo de derecho, es a todos los efectos una ciudad ucraniana, según la legalidad internacional, la que debería haber primado antes de que Putin desatase este horror. No puede haber justificación para lo injustificable, aunque los culpables no se encuentren tan solo en Moscú, sino también en Washington y en las capitales de los países miembros de la OTAN. Porque esta guerra, más allá de los delirios imperiales de Putin, podría haberse evitado de no mediar el cerco a una Rusia que, tras ser humillada con la explosión de la URSS, vio cómo sus potenciales enemigos se desplegaban justo en sus fronteras europeas.
Odesa, diseñada y construida a finales el siglo XVIII por José de Ribas, un aventurero español hoy con avenida y monumento propios, es noticia porque encarna la que se presume próxima gran batalla, la que cerraría el acceso de Ucrania al mar Negro y reforzaría los planes de estrangulamiento de Putin para provocar el cambio de régimen.
Después de que Kíev perdiera en 2014 la mayor parte de la flota, con base como la rusa en el puerto crimeano de Sebastópol, lo poco que quedó de ella, obsoleta en buena medida, se refugió en Odesa. No está clara la capacidad de resistencia, no ya del ejército y la armada, sino sobre todo de la población, lejos de ser unánime en sus sentimientos nacionalistas, ante lo que promete ser una ofensiva sin tregua, pero no es descabellado pensar que pueda convertirse en un símbolo de la lucha desigual contra el invasor a la altura de Járkov o Kíev.
La revolución o golpe de Estado del Maidán, un efecto retardado de las heridas abiertas por la explosión de la URSS en 1991, con origen en la apuesta del presidente Yanukóvich en contra de la UE y en favor de Rusia, la absorción de Crimea por Moscú y la secesión de parte de la región de Donbás, germen de una guerra que se ha cobrado ya 15.000 vidas, afectaron gravemente a la convivencia en Odesa donde, hasta entonces, la coexistencia y la tolerancia eran la norma.
Está claro que Odesa no es una ciudad más, de las muchas que Putin está machacando en esta guerra absurda e injustificable. Hoy vive su hora más oscura desde el asedio nazi de 1941
El 2 de mayo de 2014, las manifestaciones inicialmente pacíficas entre partidarios y contrarios al cambio de régimen, defensores y opuestos a que el ruso fuese idioma oficial e incluso entre federalistas, nacionalistas e independentistas derivaron en choques violentos y el encierro de un grupo asediado de prorrusos en la Casa de los Sindicatos, atacada a tiros y con cócteles molotov hasta que fue incendiada. Murieron 32 personas. Otras 14 perecieron en el exterior, 46 en total, según las cifras oficiales, muchas más (con el añadido de más de 100 desaparecidos) según el bando perdedor, el prorruso, que concentró casi todas las víctimas y que no ha dejado de denunciar que lo ocurrido fue una masacre con actos terribles de barbarie contra manifestantes pacíficos.
Ni la represión ni la investigación subsiguientes han despejado todas las incógnitas de aquellos sucesos que supusieron un antes y un después. Nada ha vuelto a ser lo mismo. Lo que entonces se quebró será muy difícil de recomponer, si no imposible. Está por ver hasta qué punto la división entre los odesitas que se puso entonces trágicamente de manifiesto influye en la reacción cuando la fuerza de choque de Putin llegue a las puertas de la ciudad. Pero es muy improbable que los medios convencionales recojan alguna muestra de disidencia.
Pero aquí se trata ante todo de explicar, con un tono de nostalgia tal vez incongruente en medio de la retórica bélica, una singularidad imposible de encontrar en todo el inmenso espacio exsoviético y que ahora está amenazada, si no agonizante.
Una víctima colateral de la guerra será sin duda su mundialmente famoso festival Humorina, reflejo de que, incluso en épocas difíciles, los odesitas siempre han sabido tomarse las cosas a broma. Hasta ahora.
Desde 1973, en plena época soviética y como reacción a la censura de un concurso televisivo de humor, se organizó, al margen de las autoridades un festival anual que llegaría a convertirse en una seña de identidad de Odesa. Como acto central, el 1 de abril se celebra (quizás habría que hablar ya en pasado) un variopinto desfile por la calle principal de la ciudad, que lleva el nombre de José de Ribas y que, por cierto, termina en un parque en el que hay un monumento que consiste en una silla de metal en medio de un círculo. Se trata de un guiño a Las doce sillas, novela satírica de los odesitas Ilf y Petrov, superpopular en la URSS y llevada al cine en Occidente por Gene Wilder. Recomiendo su lectura. La trama consiste en la búsqueda de un tesoro oculto en una silla de un lote desperdigado de 12, por parte de un pícaro llamado Ostap Bender, en la Unión Soviética del experimento de la Nueva Política Económica de los años veinte.
Ilf y Petrov son glorias nacionales en todo el espacio rusófono, pero constituyen un especial timbre de orgullo en su patria chica, Odesa. Como lo es un judío de ficción, Rabinóvich, que también cuenta con su propio monumento. Es el protagonista de centenares de chistes y chascarrillos, tan famoso como atestigua éste: un odesita viaja a Roma, pasea por la plaza de San Pedro, y ve a Rabinóvich agarrado al brazo del Papa. Sorprendido, pregunta: “¿Quién será ese viejecito que está con Rabinóvich?”
Ilf, Petrov e Isak Bábel (autor de Caballería roja ejecutado por Stalin) fueron judíos en una ciudad (con un populoso barrio específico, la Moldavanka) donde llegaron a suponer el 40% de la población, que en 1989 aún eran unos 200.000, pero que hoy difícilmente ascenderán a 30.000, por la emigración masiva a Israel tras la explosión de la URSS. Hubo un tiempo en el que se decía, sin demasiada exageración, que Odesa era la segunda ciudad de Israel. Eran una importante minoría que, aunque no inmune a un antisemitismo siempre latente, convivió en tolerante coexistencia con la mayoría eslava. Contar chistes de judíos no es políticamente incorrecto en Odesa.
Ilf, Petrof y Bábel escribían en ruso, lingua franca del imperio, como lo hacían otros dos ilustres ucranianos: Nikolái Gógol (Las almas muertas) y Mijaíl Bulgákov (El maestro y Margarita). Uno de los monumentos más conocidos de una ciudad en la que proliferan como hongos muestra a Bábel y Gógol, junto a Pushkin, alrededor de un huevo. Y se cuenta que, si se congregan varias mujeres alrededor y lo hacen girar, aquella ante la que se detenga dará a luz un genio nueve meses más tarde.
Hay algo prioritario para los cinéfilos que visitan Odesa: la escalinata en la que Serguéi Eisenstein rodó la que quizá sea la escena más famosa de la historia del séptimo arte: la caída escalón tras escalón del carrito de un bebé mientras las tropas zaristas masacran a los sublevados tras el motín que ilustra El acorazado Potemkin. Arriba, domina una estatua del cardenal Richelieu, primer gobernador de la ciudad, pariente del cardenal que hizo la vida imposible a los Cuatro Mosqueteros.
Está claro que Odesa no es una ciudad más, de las muchas que Putin está machacando en esta guerra absurda e injustificable. Hoy vive su hora más oscura desde el asedio nazi de 1941. Está en juego un modelo de convivencia y tolerancia único (aunque ya quebrantado por los sucesos del 2 de mayo de 2014), un acervo cultural y un sentimiento genuinos que ojalá no puedan quebrar las bombas. Aunque las bombas no suelen ser clementes ni siquiera con las tradiciones más arraigadas.
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Luis Matías López fue redactor jefe y corresponsal de 'El País' en Moscú, así como columnista y miembro del Consejo Editorial de Público