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El pasado que vuelve, el futuro que no llega

José Enrique de Ayala

Aunque no parece que esa fuera su intención, podemos atribuirle a Vladímir Vladimirovich Putin y a su círculo de poder —probablemente bastante más amplio de lo que se piensa en occidente— el dudoso mérito de haber conseguido revitalizar la OTAN que, antes del ataque de Rusia a Ucrania que comenzó el 24 de febrero, se encontraba tal vez en sus horas más bajas desde su creación. No obstante, es también evidente que esa reactivación responde a intereses objetivos y permanentes de Estados Unidos en Europa, no solo de seguridad sino políticos y económicos, y además que —incluso en los peores momentos de la relación— siempre ha habido europeos que han querido que EEUU volviera a ser preeminente en nuestro continente, y han seguido apostando por la OTAN. Sobre todo, las élites políticas y económicas que se sienten muy felices con sus negocios o su pequeña parcela de poder protegida por el gigante americano. Ahora también con el apoyo de una mayoría de los ciudadanos europeos, influidos por una campaña mediática sin precedentes, y ante la realidad incontrovertible de que es la única organización defensiva a la que pueden acogerse, ya que la Unión Europea no tiene ninguna.

El primer efecto de este regreso al pasado es que vamos a hacer despliegues masivos, nuevas compras de armamento, gastos militares crecientes. Para defendernos... ¿de quién? ¿De una Rusia que no puede con Ucrania, cuyo gasto militar es la cuarta parte del agregado de los 27 países de la Unión Europea, y cuyo Producto Interior Bruto es poco mayor que el de España? ¿Alguien cree seriamente que el régimen ruso está en condiciones, por muy criminal y brutal que haya sido su agresión a Ucrania, de atacar a la Alianza Atlántica y arriesgarse a una tercera guerra mundial que sería muy probablemente su fin? Y si eso no es verosímil, ¿a qué responde este espíritu bélico occidental, este entusiasmo atlantista, que ha hecho decir a alguno de nuestros dirigentes que esta cumbre es el hito más importante después del fin de la guerra fría, o tal vez desde el fin de la Segunda Guerra Mundial? ¿Realmente la situación lo requiere? O tal vez solamente es que se está usando el estado de la opinión pública, asustada por la guerra, para relanzar un orden mundial que pretende —tal vez sin muchas perspectivas de éxito a largo plazo— consolidar el dominio de los poderosos sobre los débiles, tanto a nivel global entre naciones, como internamente en cada país, y —por supuesto— en el seno de la OTAN, siempre con el hermoso vestido de la libertad y la democracia por bandera, para que luzca bonito, por más que la propia alianza tenga en su pasado ciertas manchas que ahora es preferible no recordar.

La glorificación de la OTAN a la que estamos asistiendo con motivo de la cumbre, en realidad desde que empezó la guerra de Ucrania, no puede hacernos olvidar que hace solo cuatro años (mayo de 2018), a raíz de la retirada unilateral del acuerdo nuclear con Irán por el presidente Donald Trump, la canciller alemana, Ángela Merkel —a la que difícilmente podríamos situar en la izquierda radical—, dijo públicamente que “Europa ya no puede confiar en EEUU y debe tomar su destino en sus propias manos. No podemos dejar que otros decidan por nosotros”. Un año y medio después (noviembre de 2019), cuando EEUU se retiró de Siria sin consultar con los aliados, el presidente francés, Emmanuel Macron, declaró que “la falta de liderazgo estadounidense está causando la muerte cerebral de la OTAN, y Europa debe comenzar a actuar como una potencia mundial estratégica”. Y, en la misma línea de Merkel, concluyó: “Existe un riesgo considerable de que a la larga desaparezcamos geopolíticamente, o al menos que ya no tengamos control sobre nuestro destino”. Hace diez meses —ya con Joe Biden en la presidencia— se produjo la retirada caótica de Afganistán, decidida unilateralmente por Washington a pesar de que se trataba de una misión OTAN, a la que los europeos tuvieron que adaptarse sobre la marcha —sujetos a las disposiciones de los militares estadounidenses—, con un nivel de riesgo importante. Y menos de un mes después, EEUU suscribió una alianza militar con Reino Unido y Australia (AUKUS), sin contar tampoco con sus aliados de la OTAN, a los que ahora quiere involucrar en la contención de China.

Como vemos, hay una constante en todos estos episodios —más acusada con Donald Trump, pero que se ha dado en mayor o menor grado con todos los presidentes de EEUU, también con Joe Biden— que consiste en que Washington toma en cada caso las decisiones que considera más acordes con sus intereses, y los aliados europeos se ven obligados a seguirlas, porque hasta ahora han sido incapaces de convertirse en una potencia global y alcanzar la autonomía estratégica que se viene preconizando desde 2016. Es lógico si se considera que el gasto militar de EEUU en 2021 fue, según el Instituto de Estocolmo de Investigaciones para la Paz, mucho más del doble que el de los otros 29 aliados juntos, y más de 12 veces el del segundo que más gastó, Reino Unido. Pero no todo es el gasto. Se trata, sobre todo, de que los aliados europeos actúan en la OTAN individualmente, y así ninguno puede hacer frente a las decisiones de Washington. Si la alianza fuera entre EEUU y la UE —sin excluir a otros como Canadá o Reino Unido—, con un esquema que ahora sería lógico dado el grado de integración política alcanzado en la Unión, la relación entre ambas partes sería muy diferente.

Cuando los intereses coinciden, como era el caso en la contención de la Unión Soviética en su día y ahora de Rusia, no hay problema, pero en el momento en el que difieran, Washington impondrá los suyos propios, como ha sucedido en el pasado

La OTAN actual es una alianza desequilibrada, en la que hay un líder hegemónico, que es el que realmente toma las decisiones, aunque en teoría se hable de consenso. Cuando los intereses coinciden, como era el caso en la contención de la Unión Soviética en su día y ahora de Rusia, no hay problema, pero en el momento en el que difieran, Washington impondrá los suyos propios, como ha sucedido en el pasado, porque puede y quiere hacerlo. Y también intentará utilizar la OTAN para promoverlos y reforzar su posición geoestratégica. El Concepto Estratégico de Madrid consagrará el posicionamiento de la OTAN contra el acceso de China al primer nivel de potencia mundial, lo que afecta muy poco —por no decir nada— a la UE en términos de seguridad, mientras que, probablemente, solo ofrecerá una mención a la región del norte de África y el Sahel que no tendrá ninguna consecuencia práctica.

Si la UE tuviera su propia capacidad de defensa autónoma, suficiente y creíble, la cuestión del continente africano sería responsabilidad suya, por proximidad geográfica y porque Europa está en condiciones de combinar acciones netamente de seguridad con otras dirigidas a la cooperación, el adiestramiento o la ayuda al desarrollo, que intenten corregir las causas de los problemas de ese continente y no solo defenderse de las consecuencias. EEUU se ocuparía de China, que es su rival estratégico. Y en Europa, ante una amenaza rusa o de cualquier otro tipo, si la UE no tuviera suficientes recursos o estuviera en peligro existencial, EEUU la auxiliaría porque la relación trasatlántica no desaparecería y, además, ese auxilio coincidiría sin duda con su propio interés.

En lugar de eso, lo que la cumbre de Madrid dibuja es, de nuevo, un mundo bipolar: en un lado EEUU, Europa y los países “europeos” de Asia (Australia, Nueva Zelanda, Japón, Corea del sur), y en el otro China más Rusia, a la que se habría forzado a echarse en brazos de Pekín, y tal vez todo o buena parte del sur global: India, África, Latinoamérica, que nunca han condenado la agresión a Ucrania. Ese esquema no interesa a la UE, que seguiría siendo un apéndice de EEUU, sujeta a sus decisiones e intereses. La UE necesita convertirse en un actor geopolítico independiente, que pueda servir de equilibrio entre las otras potencias globales y plantear un modelo más cooperativo y pacífico, que rehúya la confrontación.

No se trata de mejorar el diálogo entre la OTAN y la UE como si fueran dos organizaciones ajenas entre sí, tienen 21 (pronto 23) países en común. No nos interesa un esquema en el que Europa asume los costes económicos y políticos y EEUU pone el poder militar, y de paso vende sus plataformas y equipos militares. Eso no sirve para defender nuestros intereses y nuestros valores. Se trata de que los europeos se decidan de una vez por todas a asumir su responsabilidad y a construir la Unión Europea de la Defensa que les permita tener una política exterior y de seguridad propia, y que la Alianza Atlántica se adapte a esa realidad cuando esa realidad exista. La guerra desencadenada por Rusia va a suponer un retraso en este desarrollo, pero antes o después habrá que hacerlo. Porque si no se hace, seguiremos por tiempo indefinido (¿para siempre?) dependiendo de las decisiones que tomen instituciones o personas ajenas a nuestro continente, que los europeos ni elegimos ni controlamos. Y ese es un riesgo que no debemos asumir. No olvidemos que esas personas se pueden llamar Joe Biden, pero también se pueden llamar Donald Trump.

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José Enrique de Ayala es analista de la Fundación Alternativas.

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