La imagen sale en todos los medios de información. No resulta fácil conciliar el sueño cuando esos medios repiten incesantemente, con una machaconería que aterra, las crónicas inagotables de la desesperanza. Las derechas se arriman al calor de sus soflamas patrióticas mientras la gente —otra, no la suya— saca de los armarios desvencijados las mantas del invierno porque la calefacción es un lujo que, a pesar de lo que dice la Constitución, no puede permitirse; mientras la gente —otra, no la suya— se parapeta en sus alquileres siniestrados para que no se la lleve por delante esa sospechosa complicidad entre algunos jueces del Tribunal Supremo y los bancos; mientras la gente —otra, no la suya— escarba en los contenedores cuando acaba su trabajo precario porque el contrato que ha conseguido es un insulto a la dignidad humana de cualquier supervivencia; mientras la gente —toda, menos la suya— asiste, desde la rabia, la tristeza y cada vez menos desde la perplejidad, a la descomposición de una democracia que sólo parece proteger a quienes lo tienen todo, aunque esos que lo tienen todo hayan acumulado lo que tienen esquilmando sin contemplaciones la sagrada tesorería del bien común.
Y en esas estábamos cuando la imagen de Rodrigo Rato aparece en todos los medios de información con una bolsa de ruedas y otra colgada al hombro a las puertas de la cárcel madrileña de Soto del Real.
Y en esas estábamos cuando Rodrigo Rato deja en el suelo sus dos bolsas de viaje carcelario, se pone delante de las cámaras y con aplomo de artista consagrado dice, como si estuviera declamando unos versos del rey emérito: "Acepto mis obligaciones con la sociedad y asumo los errores que haya cometido. Pido perdón a la sociedad y a aquellas personas que se hayan podido sentir decepcionadas".
Lo que ignora aposta Rodrigo Rato es que esa sociedad a la que le pide perdón ya no puede más con lo que le está cayendo encima. Lo que ignora su ensayado perdón es que sus historias —la de Rato y las de quienes son como Rato— no se saldan socialmente entonando el mea culpa como si estuvieran interpretando la letra de un bolero.
Sin embargo, no han tardado en salir las voces complacientes de siempre con esa declaración de amante arrepentido para afirmar que la justicia es igual para todo el mundo, que la justicia acaba llegando aunque algunas veces lo haga con más retraso que los trenes españoles que no pasan por Madrid, que la justicia, incluso, puede llegar a convertir a un depredador múltiple de lo público en un melódico Lucho Gatica del sentimiento que también encoge a veces el atribulado corazoncito del mundo financiero.
La frase de Rodrigo Rato a las puertas de la cárcel es demasiado corta para enmendar tanta desgracia provocada por sus más que supuestas fechorías. Ahora entra en prisión por el mal uso de la tarjeta black de Bankia. Pero le quedan todavía, en su historial, varios posibles delitos para ser juzgados. Este país no se habría arruinado económica y moralmente si no hubiera sido porque Rodrigo Rato y otros como él se llevaron del cofre de La isla del tesoro precisamente el tesoro más preciado: el de la decencia.
Ver másEl deber de una buena memoria
Y ahora hemos de sufrir esa imagen repetida hasta la saciedad. La del Rato que se arrepiente, la del Rato que implora compasión, la del Rato que parece andar hacia la cárcel como un viajero más por las carreteras de la desolación. Pero al bolero de su perdón —y él bien que lo sabe— le falta un verso. El de que va a devolver a la sociedad hasta el último céntimo de lo robado. "Canta más claro, o calla para siempre jamás", escribe Stevenson a su Musa. Pues eso mismo habría que exigirle a Rodrigo Rato: completa el bolero de tu arrepentimiento con el lugar exacto donde permanece escondido el botín y devuélvelo a quienes son sus legítimos propietarios.
Pero claro, el perdón solicitado por Rodrigo Rato a las puertas de la cárcel no se parece en nada a la letra de un bolero. En nada se parece. En nada. ___________
Alfons Cervera es escritor. Su último libro publicado es La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona (Piel de Zapa, 2018)La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona
La imagen sale en todos los medios de información. No resulta fácil conciliar el sueño cuando esos medios repiten incesantemente, con una machaconería que aterra, las crónicas inagotables de la desesperanza. Las derechas se arriman al calor de sus soflamas patrióticas mientras la gente —otra, no la suya— saca de los armarios desvencijados las mantas del invierno porque la calefacción es un lujo que, a pesar de lo que dice la Constitución, no puede permitirse; mientras la gente —otra, no la suya— se parapeta en sus alquileres siniestrados para que no se la lleve por delante esa sospechosa complicidad entre algunos jueces del Tribunal Supremo y los bancos; mientras la gente —otra, no la suya— escarba en los contenedores cuando acaba su trabajo precario porque el contrato que ha conseguido es un insulto a la dignidad humana de cualquier supervivencia; mientras la gente —toda, menos la suya— asiste, desde la rabia, la tristeza y cada vez menos desde la perplejidad, a la descomposición de una democracia que sólo parece proteger a quienes lo tienen todo, aunque esos que lo tienen todo hayan acumulado lo que tienen esquilmando sin contemplaciones la sagrada tesorería del bien común.