Nunca en mi vida he visto la comparecencia televisiva del rey en Nochebuena. Nunca es nunca. Ni una sola vez. Igual en alguna ocasión aguanté unos minutos. Pero ya no lo recuerdo. No hace ninguna falta perder ese tiempo porque al día siguiente —incluso esa misma noche— ya puedes repetir de carrerilla lo que ha dicho. Y sobre todo, lo que no ha dicho. Y siempre me sorprendo cuando leo lo que más se repite en los medios de los que me fío. El discurso del rey se ha quedado en lo más superficial y no ha entrado al trapo de la realidad que más pesa en el ánimo y la vida de un país que necesita mogollón de vitaminas para no caerse muerto en medio de la desolación. Por eso lo más importante de ese discurso navideño es lo que calla el monarca y no lo que dice. Ya sabemos que dice tonterías. Que nos habla como si fuéramos aquellos críos que en la escuela del maestro sordo en Gestalgar nos tragábamos sin pestañear que Franco, José Antonio, la Virgen y los falangistas nos habían salvado heroicamente del demonio. Que no somos tontos, señor rey, ¿vale? Aunque a veces pienso que sí. Pero no lo digo en voz alta para que no me tomen por aún más tonto de lo que soy.
Esta vez no dijo nada de que el fascismo es mala cosa, como más o menos le dijo a la fascista Meloni en Italia hace unos días. Es que este chico tiene una vocación enfermiza por hablar fuera de España de lo que tenía que hablar alto y claro en nuestro país. Como cuando habló hace tiempo con la alcaldesa de París de los republicanos españoles que ayudaron —no tanto como se dice, por cierto— a liberar París en agosto de 1944. Pero aquí le hablas de la República y da un golpe de Estado como el que ahora dicen que montó su padre para librarnos de la democracia. Lo mismo dicen que no dijo en la última Nochebuena: qué pasa con quienes llegan a las costas españolas y son recibidos a tiros porque tienen la piel negra, como Mbappé más o menos, pero en pobres. Y que le falta a la política española más correa para entenderse unos con otros, como si fuera un gurú de los del Tibet y los partidos tuvieran que acudir a sus fumeteos, como los Beatles y Leonard Cohen, a ver cómo aplacan sus truenos interiores y también los que los embrutecen cada día en una batalla destemplada a campo abierto. Tampoco dijo nada de la Justicia que tenemos. O mejor: de la que no tenemos. Lo que más me ha irritado, bueno, algo de lo que más me ha irritado, es que cuando habló de la dana y de quienes fueron máximos responsables del desastre —aparte del cambio climático que niegan precisamente esos máximos responsables— se limitó al empate entre las administraciones central y autonómica. Digo que me irritó, pero la verdad es que simplemente torcí la boca como un perdonavidas a lo Humphrey Bogart en La reina de África y me dije a mí mismo que se fuera a la mierda. Tengan ustedes en cuenta que el rey sólo ha vivido la mortífera barrancada como el héroe que resistió la embestida de las fuerzas del mal y por eso regresó hace unos días para hacerse unos selfis en Catarroja y arrearse una paella en El Palmar en olor de multitudes, como cuando en Helena de Troya la flecha del príncipe Paris impacta en el talón de Aquiles, lo deja en el sitio y el público que llenaba las graderías del estadio se mata a aplaudir como si en esos aplausos les fuera la vida.
Un año más se repite en el discurso del rey la ocultación de los verdaderos problemas que sufre la sociedad española más desfavorecida
Así que ya tenemos parejita heroica: el padre cuando el 23-F de 1981 y el hijo cuando la Dana valenciana de 2024. ¡Viva el rey, y Sánchez al paredón!, gritan las derechas. Y saben bien de lo que hablan porque del paredón saben lo que no está escrito pero que ellos aprendieron de primera mano en el apasionado ejemplo de sus antecesores. ¿Y de Palestina o Ucrania? ¿Dijo el rey algo de Palestina y Ucrania? Mudo se quedó el hombre. Cada cual tiene sus mapas sentimentales y al chico le falla la brújula según a qué sitios la encara cuando las cámaras lo clavan de cuerpo presente en nuestras casas la víspera de Navidad. Porque eso es lo que el rey parece esa noche: un cuerpo sin vida dentro, como el de un ventrílocuo que sin ninguna emoción lee el cartelito que le ponen delante y suelta como un papagayo lo que le han preparado sus asesores, eso sí, claro está que desde el más absoluto de los consentimientos.
Un año más se repite en el discurso del rey la ocultación de los verdaderos problemas que sufre la sociedad española más desfavorecida, la que sigue sujeta a la precariedad, a los desahucios, a la exclusión definitiva porque es imposible vivir en un mundo donde el bien común ha desaparecido entre la oscura trama y los privilegios de quienes lo tienen todo: el poder político, el económico, el mediático, el judicial… todo. Una vez más me repito y les repito a ustedes la pregunta de todos los años en fechas como estas: ¿pero de verdad aún no nos hemos enterado de que Felipe VI es de derechas, que es muy de derechas, muy muy muy de derechas? Por eso no vale la pena perder un minuto de nuestro tiempo delante de la tele en Nochebuena para ver cómo se ríe en nuestra cara y piensa que somos tontos del culo porque, si no lo fuésemos, ya lo habríamos mandado con su bisabuelo Alfonso XIII a tomar por el saco. En fin. Que el año que está a punto de empezar nos trate bien. No digo yo que tan bien como a Juan Roig, Amancio Ortega o Ana Patricia Botín, claro que no. Pero bien a secas, sí, ¿vale? Sólo bien a secas. Pues eso.
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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es 'El boxeador', editado por Piel de Zapa.
Nunca en mi vida he visto la comparecencia televisiva del rey en Nochebuena. Nunca es nunca. Ni una sola vez. Igual en alguna ocasión aguanté unos minutos. Pero ya no lo recuerdo. No hace ninguna falta perder ese tiempo porque al día siguiente —incluso esa misma noche— ya puedes repetir de carrerilla lo que ha dicho. Y sobre todo, lo que no ha dicho. Y siempre me sorprendo cuando leo lo que más se repite en los medios de los que me fío. El discurso del rey se ha quedado en lo más superficial y no ha entrado al trapo de la realidad que más pesa en el ánimo y la vida de un país que necesita mogollón de vitaminas para no caerse muerto en medio de la desolación. Por eso lo más importante de ese discurso navideño es lo que calla el monarca y no lo que dice. Ya sabemos que dice tonterías. Que nos habla como si fuéramos aquellos críos que en la escuela del maestro sordo en Gestalgar nos tragábamos sin pestañear que Franco, José Antonio, la Virgen y los falangistas nos habían salvado heroicamente del demonio. Que no somos tontos, señor rey, ¿vale? Aunque a veces pienso que sí. Pero no lo digo en voz alta para que no me tomen por aún más tonto de lo que soy.