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Antoni Cisteró

Placebo, palabra que según la RAE significa “sustancia que, careciendo por sí misma de acción terapéutica, produce algún efecto favorable en el enfermo, si este la recibe convencido de que esa sustancia posee realmente tal acción”.

A veces puede dar la impresión de que el placebo cura. La autosugestión, la fe, si no mueve montañas, al menos las hace más visibles y con ello falsamente más cercanas. Pero no esperemos que a base de placebos se erradique una pandemia por mucho que individuos como Trump o Bolsonaro insistan en su poder terapéutico.

Ya que hemos empezado a hablar de política, sigamos: ¿qué papel juegan los placebos en el juego político de hoy? Las redes sociales han potenciado su relevancia: si pongo un “me gusta” a una página de Podemos ¿ya soy de izquierdas? Si sigo una cuenta de Twitter de La Razón ¿ya soy de derechas? Vayamos por el primer capítulo, esa izquierda que no puede permitirse el lujo de basarse en la fe o en la superstición para alcanzar sus objetivos.

Desde las batallas a campo abierto, físicas y multitudinarias, de la primera mitad del siglo XX, se pasó a una guerra de trincheras, desde la que apenas se vislumbra el enemigo (sí, enemigo), escondido tras los lobbies, las SICAVs y los fondos de inversión

Desde las batallas a campo abierto, físicas y multitudinarias, de la primera mitad del siglo XX, se pasó a una guerra de trincheras, desde las que apenas se vislumbra el enemigo (sí, enemigo, seamos claros), escondido como está tras los difusos lobbies, las SICAVs y los fondos de inversión. Ahora parece que cada trinchera libra su batalla (¿la libra realmente o es puro postureo?) convirtiéndose en un reino de taifas, con lo que los reductos acaban convertidos en unas catacumbas, donde mediante el consumo de placebos se tiene la sensación de seguir luchando, perpetuando la falta de avance hacia unos objetivos que (como declaran) deberían ser los de todos (justicia, solidaridad, empatía con el débil…).

El placebo tiene un efecto aparentemente positivo en el ámbito personal. Un ejemplo serían los “fieles” que desde hace dos años cortan diariamente la Meridiana de Barcelona, en pos de la independencia de su territorio. Vuelven a casa con un calorcillo amable, con el corazón rebosante, con la sensación de estar en el lado de los buenos, de la verdad. Una señal de su bondad es que se están perpetuando en el tiempo. Pero ¿ha influido ello en el objetivo declarado? En absoluto, al contrario: ¿cuántos conductores enrabietados han cambiado de opinión sobre un movimiento que necesitaría de la empatía popular, hoy corroída por tanto gesto banal?

Y ello en todas partes. ¿Cuántos de los que, subidos en una estatua de la Sorbona, embadurnada de grafitis, manifestaban su indignación por el acceso de Le Pen a la segunda vuelta presidencial en Francia, habían ido a votar opciones viables de izquierda unos días antes?, ¿cuántos pertenecían al 26% de abstención? Seguro que, desde lo alto del mármol, sentían un calorcillo, una autosatisfacción por ser tan atrevidos, tan “de izquierdas” que arriesgaban el romperse la crisma si resbalaban. Placebo. Hilando fino, el mismo efecto que habrían sentido los votantes de instancias muy minoritarias en el momento de depositar el sobre en la urna, incluidos también muchos de los 270.000 votos nulos.

Volvamos a las catacumbas, donde habitan aquellos próceres de la ortodoxia, sentados alrededor de una mesa horas y horas, pergeñando manifiestos que solo ellos, y aún, leerán. Casi todos percibirán el confort de haber trabajado para la causa, desde su cargo en un colectivo esclerótico. En lo individual es comprensible, digno de respeto, pero la legítima autosatisfacción por un supuesto deber cumplido no puede esconder que la causa no ha progresado un milímetro. A nivel colectivo también debería plantearse si aquellas horas, aquel local, aquellos fondos, se están empleando en acercarse a su objetivo fundacional o se está enmoheciendo puertas adentro, en un proceso agradable y cómodo pero que lleva a la extinción.

Lamento ser pájaro de mal agüero, pero incluso en el campo de los placebos se está perdiendo el pulso. Y no puede ser de otra forma, ya que son la columna vertebral del populismo de derechas más extendido.

¿O no lo son las sopas con onda mediática que al engullirse dan una sensación (solo sensación) de libertad, variante Ayuso-Trump?. Porque sí, placebos los hay por todas partes, pero sus consecuencias son diametralmente opuestas. Dar mandobles con un palo de golf a un semáforo da un calorcillo interno al saberse parte de un todo, de estar del lado correcto de la historia, aquel que concluye su reflexión con un “y al que le vaya mal, que apechugue”. Bastan para convencerse a sí mismos de que pertenecen a un colectivo dado, aquel en el que, llegado el momento, acudirán a las urnas al toque de corneta de quién les ha hecho, o eso creen, libres. El placebo populista en sí no aporta nada, pero su efecto engrosa las filas del seguimiento sectario sin más compromisos ni esfuerzos, dando una pátina “guay” a la peña. Sí, se trata de una emulsión edulcorada y fácil de engullir.

En cambio, el calorcillo interior aportado por el placebo de izquierdas no homogeneiza sino que individualiza. Como declaraba W. Buffett, ellos van ganando, así que no podemos permitirnos el lujo de ir tomando mejunjes de autosatisfacción. Camus dijo: "en España los hombres aprendieron que es posible tener razón y, aun así, sufrir la derrota; que la fuerza puede vencer al espíritu, y que hay momentos en que el coraje no tiene recompensa". Y en esta lucha desigual, no se puede desaprovechar ni un ápice de energía, que es mucha pero dispersa y a menudo malgastada en salvas.

¿Cómo distinguirlo? Cuentan que Sócrates, quince días antes de su aceptado suicidio, dijo a un discípulo: me estoy planteando empezar a estudiar la flauta. Y el otro preguntó estupefacto: ¿Pero, por qué? A lo que el filósofo respondió: ¿Y por qué no? Placebo puro y legítimo. Pero si su objetivo no hubiera sido pasar distraído los últimos días de vida, sino colaborar para que una orquesta tocara correctamente una sinfonía, su esfuerzo hubiera sido baldío y en perjuicio del conjunto musical.

Recordemos la frase lapidaria de Max Aub: digo mintiendo: hice lo que pude. Creo que daría para un libro. Analicémosla al menos en este artículo. En la base de tal afirmación, subyace la necesidad de hacer todo lo que se pueda en función de un objetivo, teniendo presentes los activos de que se dispone. Y este todo incluye aquello que se dilapida en placebos y debería dedicarse a aumentar la eficacia en el avance hacia lo deseado. En su caso, lo definió con claridad: mi generación buscó desesperadamente el puerto de la libertad por el camino siempre áspero de la justicia. Nos quedamos en el camino, pero este es el camino.

¡Qué distinta la libertad a la que se refiere Aub de la variante de Ayuso o Puigdemont! Áspera, requiere de un cierto sacrificio para engullirla. La batalla es desigual: chuches contra amargos jarabes. Y así, requerirá de todo nuestro aporte, todo el tiempo, toda la ilusión y todo el activo disponible, tanto a nivel del individuo que pone el hombro, como del colectivo que lo acoge y canaliza el esfuerzo.  

Se vislumbra un futuro cargado de elecciones. Para ello, ya desde ahora, los esfuerzos y decisiones de los colectivos que buscan un mundo más justo y solidario debieran tener presente adónde lleva su trabajo diario, sopesando si el siempre escaso bagaje se emplea en satisfacer el ego, individual o grupal, en detrimento del conjunto de la sociedad, o en objetivos comunes de justicia y solidaridad. Porque están para esto, ¿no?

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Antoni Cisteró es sociólogo y escritor. También es miembro de la Sociedad de Amigos de infoLibre.

Placebo, palabra que según la RAE significa “sustancia que, careciendo por sí misma de acción terapéutica, produce algún efecto favorable en el enfermo, si este la recibe convencido de que esa sustancia posee realmente tal acción”.

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