Pensaba que ya no cabían más despropósitos insultantes en la boca de las derechas. A estas alturas de la corrida (como diría Vicente Barrera, el torero de Vox y vicepresidente del gobierno valenciano), pensaba que nada me iba a sorprender al escuchar los exabruptos de esa gente que se ha vuelto loca al ver que no puede gobernar en un país que apuesta, con toda la gama de grises que queramos, por la democracia. Por esa democracia que tanto está costando sacar adelante después de cuarenta años de fascismo y más de otros cuarenta desde que se murió el dictador.
Les provoca sarpullidos comprobar que no sólo las izquierdas, sino también algunas derechas, son antifascistas. Antifascistas, digo. Porque ni el PP ni Vox lo son, para nada son antifascistas. Al revés. Ya no esconden su procedencia facha, su obscena vocación por el autoritarismo, su despiadada inclinación a destruir como sea las raíces de nuestra convivencia. El diálogo para esa gente es un imposible. Lo suyo no es hablar. No saben hablar. Sólo insultan. Sólo vociferan. Lo suyo no es mirar a los demás desde la posibilidad de llegar a un entendimiento aunque sea discrepante, sino alargar la mano y golpear a quien tienen enfrente porque para eso vienen de aquella vieja y violenta tradición de los puños y las pistolas. Esa bestia parda de Ortega Smith, bravucón de saloon al que sólo le faltan las cartucheras y los pistolones de John Wayne para dejar hecha unos zorros aquella mínima posibilidad de ponerse en el lugar del otro.
El legionario Abascal, que empuja a defender aguerridamente España de las hordas comunistas mientras se caga de miedo sólo con que la pobre cabra lo mire con el ojo torcido a la cabeza del desfile. Y qué escribir aquí de Isabel Díaz Ayuso, subiéndose a la parra de la cantata ultra: “Pedro Sánchez es un comunista apoyado por independentistas catalanes y vascos que llevan a sus espaldas los más graves delitos: contra la vida, la libertad y la unidad de España”. Contra la vida, dice la mujer, contra la vida. ¿Le dicen algo las más de siete mil víctimas que sus decretos dejaron en las residencias madrileñas en los peores momentos de la pandemia? ¿Le dicen algo esas muertes a esta mujer que siempre parece vivir sin vivir en ella? La palabra libertad en su vocabulario es una burla a quienes se dejaron la vida luchando de verdad por la libertad y la democracia mientras los suyos, los de la presidenta madrileña, vivían de lujo cargándose sin miramientos de ninguna clase esa libertad y esa democracia y a quienes luchaban por ellas.
Ya sé que es duro decirlo. Que es una palabra que suena a un derrumbe de palabras y no a una palabra sola. Pero siento algo parecido al asco cuando los veo. Cuando los escucho. Cuando los leo. Sus mentiras. Su cinismo. Las veces en que el PP pactó con EH Bildu en el País Vasco. Aquella vez, en 1998, en que el mismo Aznar decía ante las cámaras: “Yo he querido que los ciudadanos españoles supieran y tengan muy claro que el Gobierno y yo personalmente he autorizado contactos con el entorno del Movimiento Vasco de Liberación. Lo he autorizado personalmente y quiero que los españoles lo sepan”. Lo sabemos. Quienes parecen haberlo olvidado son él mismo, su partido y esa brunete mediática que ensucia el oficio periodístico y lo convierte impunemente en un tramposo oficio de tahúres. Porque, aparte la ideología y su manera torticera de hacer política, hay algo que los junta, que junta esa política y a quienes desde los medios la jalean con un entusiasmo que aterra: son mala gente, esa mala gente que camina, como decía Antonio Machado, nuestro poeta inmortal de cuya muerte tan triste y solitaria en Colliure se cumplirán de aquí a nada ochenta y cinco años.
La palabra libertad en su vocabulario es una burla a quienes se dejaron la vida luchando de verdad por la libertad y la democracia mientras los suyos, los de la presidenta madrileña, vivían de lujo
Pronto regresaré a rendir una nueva visita a su tumba, mi querido poeta. A finales de este mes de enero, para participar en un encuentro literario en la Universidad de Perpinyà. El homenaje a mi amiga y profesora en la Universidad de Nanterre Marie-Claude Chaput, que murió hace unos meses y nos dejó un vacío más grande que la luna en los poemas inmortales. Lo primero que hago en todos mis regresos a Colliure es subir a la estación de tren y bajar luego hasta la pensión de madame Quintana, donde sería acogido con su familia y donde usted y su madre morirían un mes escaso después en medio de un invierno de frío insoportable, como lo fue la derrota a manos del fascismo de nuestra añorada República aquel desgraciado año de 1939. Los versos que escribió mucho antes de que llegara la algarada fascista y a la postre tan premonitorios: “Mala gente que camina / y va apestando la tierra”. No conoce usted lo que hoy está pasando en esta democracia, que seguramente —a pesar de lo que diga el ministro Bolaños— no es la que usted y tanta gente de su tiempo defendían, pero que es mejor, infinitamente mejor, que la dictadura que llegó después de que media España saliera al exilio tras la victoria de ese ejército franquista al que aún hoy se le sigue llamando “nacional”, incluso muchas veces desde la propia izquierda. Han regresado, si es que alguna vez se fueron, los mismos que a usted lo trasterraron, como decía de sí mismo Max Aub cuando hablaba del exilio. Quieren volver a aquel fascismo, como si el tiempo hubiera pasado en balde, como si viviésemos en el mismo tiempo de entonces. Usted no conoce la política que vino luego de la derrota republicana. Y tampoco la que ahora vivimos. Y aunque quisiera, aunque yo quisiera, no podría explicarle aquí, por su largura, esta experiencia. Usted no sabe nada de UPN, ni de EH Bildu, ni del PP, ni de Vox, ni de ETA, ni de otras siglas que tampoco existían entonces y que hoy ocupan casi todo el espectro político y mediático en nuestro país, un país que, en buena parte, tampoco conoce nada de lo que fueron las siglas y la vida política de aquellos años, los suyos, los de usted, mi admirado poeta, en que un golpe de Estado fascista desencadenaba una guerra política, ideológica, cultural y de clase que la dictadura y la democracia que vendrían luego llamarían y siguen llamando con el triste y endulzado eufemismo de “guerra fratricida”. Me gusta resaltar lo de guerra de clase, don Antonio. Aunque sólo sea para contarle lo último que hace referencia a la condición obscena de aquel enfrentamiento engañosamente, como dije antes, llamado “entre hermanos”. Sucedió en Pamplona, con motivo de la moción de censura que, presentada por los partidos de la oposición, descabalgó de la alcaldía de la ciudad a Cristina Ibarrola, del partido de derechas UPN, las siglas de Unión del Pueblo Navarro. Qué tristeza, don Antonio, ver cómo la palabra “pueblo” siempre ha servido para un roto y para un descosido. Entonces, ahora, siempre. Qué tristeza.
De esto que hoy le cuento han pasado escasamente dos semanas y es como si hubieran pasado dos siglos. Las noticias se queman a velocidad de vértigo. De ayer sólo quedan rescoldos. Casi no existe el hoy en la prensa. Lo de hoy ya se queda viejo a los pocos minutos. Usted tampoco sabe lo que son las redes. Casi mejor que no lo sepa, mi querido poeta. Le cuento lo de Pamplona para que la memoria se alargue un poco más y eso de las clases sociales no sea flor de un día, como dirían los poetas cursis. Pues bien, el día en que la señora Ibarrola tuvo que ceder la vara de mando a su sucesor, Joseba Asiron, de EH Bildu, no se le ocurrió otra cosa que decir en su declaración institucional y a la prensa: "Nunca sería alcaldesa con los votos de EH Bildu. Jamás, pase lo que pase. Nunca apoyaría a EH Bildu a cambio de nada. Pase lo que pase. Prefiero fregar escaleras". La derecha y la extrema derecha —el falangismo de su tiempo, ¿recuerda?— consideran que EH Bildu es un partido terrorista, aunque tenga todas las credenciales que el Estado de Derecho exige a los partidos insertados plenamente en la España democrática. Fíjese usted, don Antonio, en lo de fregar escaleras y dígame si no hay ahí, en esa tan solemne como terrible afirmación, una clarísima identificación con lo que desde hace muchos años ha desaparecido del mapa político e ideológico: la lucha de clases. Para la señora Ibarrola, ahora ya exalcaldesa, fregar escaleras es una indignidad, un trabajo para las mujeres que no valen nada, una condición de baja estofa que mujeres como ella desprecian porque la suya, su condición de clase, no tiene nada que ver con la que representan las mujeres que se dedican a fregar escaleras, a limpiar casas u hoteles, a llevar a cabo un trabajo por el que tendrían que cobrar sueldos dignos que siempre se les niegan. Esa es la indignidad y no otra. Un trabajo que no tiene el reconocimiento social y económico que se merece. Y llega la señora Ibarrola y demuestra una vez más que las clases sociales siguen vivas y enfrentadas, aunque afirmemos rotundamente que en la España de ahora todo es clase media, hasta un señor gallego llamado Amancio Ortega que goza de una fortuna que pasa de los cien mil millones de dólares. Una pasta gansa, si me permite el lenguaje vulgar de quien a su lado, al de usted, digo, no pasa de ser un simple y más que modesto juntaletras. La historia, mi inolvidable poeta de los días azules y el sol de la infancia, se convierte una vez más en una timba en que la apuesta principal la hacen algunos con las cartas marcadas. Así actúan, en nuestra política actual, chulos bravucones del far west que, como dos políticos llamados Ortega Smith y Santiago Abascal, a quienes usted no conoce y no se pierde nada por eso, son la fiera encarnación de aquella Falange y sus grupos afines violentos que hacían trizas las urnas democráticas cuando la República, nuestra querida República, don Antonio, luchaba por sobrevivir con casi todo en contra.
No sé en qué casa vive la señora Cristina Ibarrola. Un piso. Un chalet. Una vivienda adosada a otras como la suya. Seguramente alguien las limpiará, alguien fregará las escaleras, alguien las dejará bien aseadas para que no se las coma la mugre. Pero me imagino la cara de desprecio de la exalcaldesa de Pamplona cuando se cruce en la escalera, o en su propia casa, con esas mujeres que saben de la dignidad mucho más, infinitamente más, que ella y quienes son como ella. Este tiempo en que el PP y Vox no gobiernan arrecian sus insultos, ya no contra el Gobierno elegido democráticamente y democráticamente legitimado para ejercer su compromiso institucional, sino lo que es peor: son insultos que a veces rozan lo criminal contra la propia democracia. Eso son esos insultos, eso son. Sepa usted que la última hazaña que han llevado a cabo esos energúmenos ha sido colgar en la calle un muñeco que supuestamente es la imagen del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y liarse a golpes con él hasta hacerlo trizas. Y gritaban, los de esa horda fanática, que esa simulación tendría que convertirse en real. Por eso al principio de esto que escribo hablaba del asco. Y con esa palabra acabo, mi querido poeta. Con esa palabra acabo y le pido perdón a usted por el exabrupto. A usted digo, no a ellos. Asco.
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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Maquis (Edición 25 aniversario en Piel de Zapa).
Pensaba que ya no cabían más despropósitos insultantes en la boca de las derechas. A estas alturas de la corrida (como diría Vicente Barrera, el torero de Vox y vicepresidente del gobierno valenciano), pensaba que nada me iba a sorprender al escuchar los exabruptos de esa gente que se ha vuelto loca al ver que no puede gobernar en un país que apuesta, con toda la gama de grises que queramos, por la democracia. Por esa democracia que tanto está costando sacar adelante después de cuarenta años de fascismo y más de otros cuarenta desde que se murió el dictador.