¿Nos ponemos ya a salvar la Semana Santa?

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Hace tiempo que las ventanas ya no dan a las calles. Es como si se hubieran quedado a oscuras la tarde en que dejamos en algún sitio escondido los aplausos. Como un testigo fiel de aquellos días, el corazón verde, que era la imagen al exterior de la sanidad pública, sigue colgado donde aquellos días para que no se nos haga trizas la memoria. Otra gente, en vez de ese corazón, colgaba en su balcón una bandera –y la sigue colgando– para dejar claro que morirse en nombre de la patria era morirse menos o con más dignidad y menos pamplinas solidarias, que es lo que siempre defienden, según los patriotas, esos desarrapados de la antiespaña.

Ya va para un año que la vida, eso tan serio que decía Gil de Biedma, se volvió del revés y nos sacó la lengua de su peor caricatura. Todo empezaba a ser otra cosa, aunque para alguna gente la vida siguiera siendo lo de siempre: ese inhóspito lugar donde vivir es abrirle la puerta cada día a la tristeza. O a la rabia, que es una de las maneras más legítimas de enfrentarte a la desesperación.

Decían que el bicho no entendía de clases sociales, como si hubiera algo que no tenga que ver con los ricos y los pobres. En cuatro días el dolor lo inundaría todo. Cerramos las casas para dejar afuera la amenaza, como en Los pájaros, la inquietante película de Alfred Hitchcock basada en una novela de Daphne du Maurier. De repente nos dábamos cuenta de que la vida que llevábamos viviendo hacía años era una maldita distopía, la cueva del minotauro, el cruce de caminos en que cualquier dirección –fuera la que fuera– te llevaría al abismo.

Muy pronto fuimos una rareza en el planeta entero: mientras el daño se hacía insoportable, la oposición política prefería olvidarse del sufrimiento social para volcarse en la irrevocable vocación de acabar con el gobierno de coalición. Era difícil de entender porque hay que tener el corazón como una piedra para convertir el miedo y el dolor colectivos en arma arrojadiza contra el enemigo. Luchar por lo común era el mensaje de todos los días desde los balcones. Repensar las políticas públicas, demasiadas veces hasta entonces volcadas a favor de lo privado, se convertía en un clamor sobre todo a partir de las ocho de la tarde. La mejor manera de solventar los fallos en la difícil gestión de la pandemia no tendría que haber sido buscar el KO del gobierno, con sus errores y sus aciertos, sino arrimar el hombro juntos para que la resistencia común, como escribía René Char, se convirtiera en esperanza.

Al mismo tiempo que el dolor aumentaba, crecían en su desprecio las mentiras. Las derechas y los fascistas empezaron con sus bulos y ahí siguen instalados, como el incansable conejito de las pilas que se anuncian en la televisión. El 8 de marzo fue el origen de todos los males y otra vez serían señaladas las mujeres con la letra escarlata del castigo bíblico, al que tan aficionados son esos de la pública virtud y los vicios a escondidas.

Un día llegó esa palabra que nunca hasta entonces había tenido una dimensión planetaria, a lo mejor sí en 1918, cuando la mal llamada gripe española: confinamiento. También fue entonces cuando otra palabra se asumía en una extensión inabarcable: soledad. Las residencias de mayores se convertían en su paradigma: morirse a solas, enfermar a solas, mirar desde las ventanas con la mirada perdida en el vacío. Y lo peor: esa presidenta Díaz Ayuso que casi decretó (o sin el casi) que era mejor dejar que se murieran solos, en un aislamiento infinito. Tuvimos que vivir en esa inmensa quietud de la gente sola. “La soledad no se encuentra, se hace”, escribía Marguerite Duras en un libro precioso de título maravillosamente sencillo: Escribir. Fuimos construyéndonos en esa soledad, convirtiendo la casa –quien la tuviera– en el sitio seguro, en el sitio donde cultivar cada cual su manera íntima de no claudicar ante el miedo y el desasosiego: “La casa, esta casa, se convirtió en la casa de la escritura. Mis libros salen de esta casa”, afirma la escritora que tardó veinte años –dice– en poder escribir sobre la soledad convertida en casa propia.

No faltaron, entre tanto dolor y tanta incertidumbre, quienes se apuntaron al negacionismo. El virus es un invento para robarnos la libertad, gritaban. La perversión de las palabras, la inquietud que provoca esa perversión en la boca de los canallas: como si tanta enfermedad y tanta muerte fueran mentira. Lo mismo que esos trileros que se han saltado la dignidad y la decencia para ponerse los primeros en la fila de las vacunaciones antes de que les llegara el turno. Pero lo de los trileros vino mucho después. Antes, en cuanto se abrieron las puertas a la desescalada (otra palabra novedosa), llegó la influencia del dinero para achantar con su poderío las estrategias contra el coronavirus. Llegaron los sálvame para dejar claro que la economía era lo más importante, según algunos lo único importante. La consigna impulsada por los dueños del dinero, ampliada por gente influyente de todos los ámbitos: salvemos el verano. El turismo no era negociable. La vida y la muerte sí que lo eran. El verano no se salvó porque sin turistas no hay turismo que valga. Y aún tendría que venir una nueva edición de esa consigna: salvemos la Navidad. Rienda suelta a las celebraciones familiares y a esa nueva definición de la amistad: allegados. Unas fiestas que siempre fueron controvertidas se volvían unánimemente imprescindibles: que nadie nos robe la felicidad familiar. Luego llegó lo mismo que después del verano: España sería –como ahora mismo– el país con más contagios de Europa y uno de los primeros del mundo en infecciones. Y ahí seguimos. La política de confrontación impulsada por las derechas y los fascistas no ha dejado sitio a la decencia democrática. No valen tanto la enfermedad y la muerte como un voto. Noquear al gobierno sigue siendo su objetivo. Un objetivo legítimo si se consiguiera o intentara conseguir con las herramientas que nos ofrece la misma democracia. Pero eso no va con ellos. La democracia les molesta. Vienen de una gallardía autoritaria que los llena de ese orgullo rancio de los vencedores que no se resignan a perder la guerra que ganaron sus padres y sus abuelos. De ahí vienen.

Ahora hace un año que empezó la zozobra impuesta por el bicho llamado covid-19. La situación no es mejor que la de aquel marzo que parece instalado ya en la prehistoria. Hay quien demanda otro confinamiento para atajar el virus y quien defiende lo contrario: es mejor aprovechar las medidas que, en el marco del estado de alarma instaurado por el gobierno, desarrollan las autonomías. Otra vez Díaz Ayuso insiste en cuidar el dinero por encima de la vida: cerrarlo todo es fácil, ha dicho para enfrentarse casi en solitario a las restricciones a que obliga la expansión descontrolada de la pandemia. La libertad, en su boca, suena a insulto, a burla, a esa manera torticera que tiene el fascismo de trucar la gracia enriquecedora del lenguaje. Hace unos días, la ministra de Industria, Comercio y Turismo, Reyes Maroto, confesaba: “El horizonte es difícil de prever. Para nosotros, Semana Santa puede ser el reinicio de los viajes nacionales si se dan las condiciones de seguridad”. Leo lo de Semana Santa y me viene a la cabeza lo de salvar el verano y salvar la Navidad. Ojalá me equivoque, pero mucho me temo que ésa será la próxima campaña al ordeno y mando del dinero: salvar la Semana Santa. Ojalá me equivoque.

Hace tiempo que las ventanas ya no dan a las calles. Con confinamiento oficial o no, mucha gente ha decidido que es mejor no convocar la presencia del bicho hasta que las condiciones a las que se refería la ministra sean de verdad más seguras. Claro que sigue habiendo mucho descerebrado suelto. Pero no son la mayoría. En muchas casas seguimos colgando los corazones verdes que defienden el bien común, la insobornable vocación por lo público que nunca nos ha abandonado. Cada cual se organiza como puede en estos tiempos de pandemia, tan difíciles. Hay quien ya ha escrito sus experiencias vividas en medio del dolor y la rabia apenas contenidos. A mí me gusta leer, escribir, intercambiar correos y mensajes con los amigos. A más ya no llego. Ni Facebook, ni Twitter, ni Instagram, ni nada de esos avances tecnológicos me quitan el sueño. No sé ni cómo funcionan. Voy a pedales por la galaxia de las nuevas tecnologías. Sé que hay mucha gente que lo tiene más difícil que otras. Pensar en el futuro es jodido cuando lo que vivimos hoy da para pocas florituras. No es lo mismo la soledad en las casas que en las noches de frío vividas a la intemperie. Claro que el virus es clasista, digan lo que digan quienes siempre encuentran explicaciones interesadas a lo que nos pasa.

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La soledad, la mía, tan privilegiada y cercana a la que contaba Marguerite Duras, la celebro casi siempre con libros. Leo sobre todo los que escriben las amigas y los amigos. Por eso quiero abrir esta ventana de infoLibre a sus calles, a las de ustedes, con un libro imperceptible, por su pequeñez, por su invisibilidad lejos de ese canon literario que es como un negocio compartido con las multinacionales del asco. Es una de aquellas viejas novelitas que se vendían en los quioscos hace un millón de años. Aprendí a leer con ellas, a amar la literatura con ellas porque hay casas donde no hubo nunca libros, sólo esos, como fue la mía. Las novelitas del Oeste, las de Ciencia-Ficción, las de espías… Un día conocí a Silver Kane y supe también que su nombre auténtico de inmenso novelista era Francisco González Ledesma, padre, para darles más detalles, de ese gran periodista que es Enric González. Conocerlo fue lo mismo que si hubiera conocido a William Faulkner o a Raymond Chandler, a quien tanto se parecía a la hora de escribir lo que escribía. Un día me regaló varias de sus novelas del Oeste. De la estantería donde guardo cientos de esas novelitas, saco una de ellas: Yo soy el verdugo. En la primera página, Silver Kane había escrito: “Con cariño, Alfons, te dedico esta novela del tiempo de las ilusiones”. El tiempo de las ilusiones, sí, el de las iluminadas ventanas abiertas a la calle tanto tiempo después de aquella dedicatoria, cuando pensábamos que la vida no tenía sentido si no la vivíamos en el territorio común de las grandes esperanzas. Llegarán un día los abrazos, claro que sí. Pero ojo con las consignas salvadoras. Mucho ojo, ¿vale? Mucho ojo.

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Alfons Cervera es escritor. Su última novela es 'Claudio, mira', editada por Piel de Zapa.

Hace tiempo que las ventanas ya no dan a las calles. Es como si se hubieran quedado a oscuras la tarde en que dejamos en algún sitio escondido los aplausos. Como un testigo fiel de aquellos días, el corazón verde, que era la imagen al exterior de la sanidad pública, sigue colgado donde aquellos días para que no se nos haga trizas la memoria. Otra gente, en vez de ese corazón, colgaba en su balcón una bandera –y la sigue colgando– para dejar claro que morirse en nombre de la patria era morirse menos o con más dignidad y menos pamplinas solidarias, que es lo que siempre defienden, según los patriotas, esos desarrapados de la antiespaña.

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