Los cinco meses de adelanto electoral oficializados por Alfonso Rueda confirman el estado de depresión política en el que malvive Núñez Feijóo. En esa su escalada negacionista, que lo tiene apoleirado y sin otro rumbo que el de someter a Sánchez a un acuciante viacrucis presidencial, perder lo que para él sigue siendo su feudo territorial tendría un efecto desestabilizador en el PP difícil de soportar. Y si la polvareda que levantaron por lo de la amnistía y las alianzas con separatistas y filoetarras (todos terroristas que aplauden al comunista de la Moncloa, en palabras de la histriónica Ayuso) les está dando votos del Ebro para abajo, nada como aprovechar esa algarada para que gallegos y gallegas la revaliden a su favor el próximo 18-F. Contando, además, con el desglose de las izquierdas minoritarias con calzador español (Sumar, Podemos e Izquierda Unida) que pone cuesta arriba el objetivo de que nacionalistas y socialistas alcancen los 38 escaños del cambio.
Esa traslación de la crispación (ahora se dice polarización) madrileña a Galicia es una acometida desnaturalizadora del acto democrático por excelencia en el que la ciudadanía gallega decide qué quiere que sea su país en los próximos cuatro años
Es, pues, en clave españolista como hay que interpretar la decisión de quien, ahora sí, muestra abiertamente su condición de presidente accidental. Porque Rueda no tiene otro sex appeal político que le singularice como gobernante que no sea lo de formar parte del clan gallego con el que Feijóo, que desconfía hasta de su sombra, desembarcó en la calle Génova revestido de autoridad delegada. Desde que recibió gratis et amore la jefatura del gobierno, su papel público se redujo a ser un aplicado ventrílocuo del feijoísmo. Estaba en el guión que su mentor escrituró antes de atravesar el Padornelo, todo él repleto de soflamas propagandísticas tipo “estabilidad”, “autonomismo constitucional”, “rigor en las cuentas públicas” o “defensa de los servicios públicos”. Ha vuelto a repetirlas cuando los periodistas madrileños, que saben de la misa gallega a medias, le pidieron opinión sobre esa convocatoria anticipada de elecciones.
Como quiera que ese forzado diferencial se contradice con la realidad y con la más elemental de las teorías políticas (eso que llama autonomismo constitucional es una tautología de manual), a uno solo se le ocurren dos interpretaciones: que Feijóo demuestra por enésima vez sus carencias en cultura política o que es, también por enésima vez, el cínico más grande que ha parido la política. Aunque, pensándolo bien, uno llega a la conclusión de que es en este su periodo de justiciero, sometido a la presión ultra de propios (ayusismo) y ajenos (Abascal y sus noirs kaleborrocas) cuando esas dos interpretaciones se mezclan y se evidencian a través de sus repetitivos y contradictorios discursos.
Hay que reconocer que mantener como objetivo difundir a diario una ración antisanchista y pretender tener a la vez originalidad y capacidad de impacto público no es cosa fácil. De entrada, precisaría para conseguirlo dotes intelectuales de las que en buena medida carece. Y su ánimo tampoco es el más indicado para ese doble y enrevesado cometido. Herido por los resultados del 23-J donde más le duele, en ese su fabricado pedigrí de ser el designado para consubstanciar en unión mística España y partido, cayó en lo que más se parece a un permanente estado de revancha. Es por lo que acabó convertido en rehén del manual de guerra que los aznarianos de la FAES montaron contra lo que consideran un gobierno okupa y traidor (aquello del insultante lema “que te vote Txapote” elevado a categoría política). Con todo eso por delante, aquel objetivo crítico/propositivo se hace imposible.
Si durante los primeros meses de la nueva legislatura, con la anunciada ley de amnistía y los pactos políticos con las minorías nacionalistas en el debate público, la estrategia de fuego cruzado para demonizar los acuerdos con los que “quieren romper España” y “humillar a los españoles” tuvo su tirón entre una buena parte de la ciudadanía española, seguir utilizándola ahora, en hora y a deshora, sin otra letra con la que aportar contenido político alternativo, es la manera más segura de que quede desactivada, convertida en un mero y reiterativo conjuro de ritual. Un candidato del PPdG que no se limitara, como hace Rueda, a servir de ventrílocuo de quien encabeza esa cruzada negacionista tendría margen para pensar y estructurar la campaña del 18-F pensando en el país que pretende dirigir. Sería lo más inteligente. Porque uno tiene la sensación de que esa cruzada llegó a su punto de saturación y comienza a no ser eficaz. Y porque esa traslación de la crispación (ahora se dice polarización) madrileña a Galicia es una acometida desnaturalizadora del acto democrático por excelencia en el que la ciudadanía gallega decide qué quiere que sea su país en los próximos cuatro años.
Pues no será así. Vean si no el correlato de ventriloquía entre Feijóo y Rueda a propósito de las próximas elecciones gallegas. Para Feijóo, en declaraciones a los medios madrileños: “Galicia puede ser otra de las sucursales radicales del gobierno de Sánchez”. Para Rueda, a toda plana en la portada de El Mundo: “Sin el PP, Galicia sería una sucursal independentista”. Ambos: “todas las candidaturas que se presentan en la izquierda tienen un único candidato, Sánchez”. Y en medio de la Navidad personalizó un vídeo de precampaña en el que refrendó el insulto (“hijo de puta”) que Ayuso le propinó al presidente del Gobierno enmascarándolo después con el eufemismo “me gusta la fruta”, que Feijóo disfruta con la cesta llena en las manos.
Y de las políticas que dirigió en estos 19 últimos meses desde la Xunta no es posible deducir otra cosa que no sea confirmar que Rueda, además de ventrílocuo de Feijóo en declaraciones y discursos públicos, también ejerció sus competencias no para desandar los efectos destructivos de los gobiernos de los que él mismo formó parte (la desaparición de nuestro sistema financiero y de algunas de las empresas estratégicas, la deuda pública que cuadruplicó en vano, un Estatuto hibernado que se negó a desarrollar, una sanidad degradada y en buena parte privatizada, unos medios de comunicación públicos secuestrados, un decreto de plurilingüismo que mata gallegohablantes a centenares…), sino para apuntalarlos. Basta para sopesarlo con dar cuenta de tres áreas extremadamente sensibles que puso en manos de empresas privadas: la de la energía eólica, la de las residencias de mayores y la del derecho al aborto.
Neoliberalismo puro y duro. Que, por cierto, choca en esta ocasión electoral con los intereses de la flota gallega que faena en aguas argentinas. La vorágine ultraliberal y autoritaria de Milei, que tuvo en Mariano Rajoy a uno de los avales internacionales de su candidatura, conlleva también la concesión de licencias de pesca mediante subasta pública. Están en peligro, dicen en el sector, cerca de 500 millones de euros. Por mucha afinidad ideológica que haya entre empresarios y PP, pasear a Rajoy, como pretenden, haciendo de avalista de Rueda en Vigo no deja de ser, cuando menos, temerario.
En todo caso, con esos antecedentes, mejor que Dios nos pille… vacunados.
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Luis Álvarez Pousa es director de la revista mensual Tempos Novos.
Los cinco meses de adelanto electoral oficializados por Alfonso Rueda confirman el estado de depresión política en el que malvive Núñez Feijóo. En esa su escalada negacionista, que lo tiene apoleirado y sin otro rumbo que el de someter a Sánchez a un acuciante viacrucis presidencial, perder lo que para él sigue siendo su feudo territorial tendría un efecto desestabilizador en el PP difícil de soportar. Y si la polvareda que levantaron por lo de la amnistía y las alianzas con separatistas y filoetarras (todos terroristas que aplauden al comunista de la Moncloa, en palabras de la histriónica Ayuso) les está dando votos del Ebro para abajo, nada como aprovechar esa algarada para que gallegos y gallegas la revaliden a su favor el próximo 18-F. Contando, además, con el desglose de las izquierdas minoritarias con calzador español (Sumar, Podemos e Izquierda Unida) que pone cuesta arriba el objetivo de que nacionalistas y socialistas alcancen los 38 escaños del cambio.