¿Sáhara libre?
En 1946, con dos millones de dólares, empleados una buena parte en sobornos a políticos y funcionarios, el mafioso Benjamin Siegel ‘Bugsy’ inauguró en pleno desierto de Nevada un oasis y el primer casino de lo que hoy es la mayor ciudad del juego del mundo, Las Vegas.
En cinco décadas los dirigentes del Frente Polisario –y el gobierno argelino– han convertido en nada los cientos de millones de euros –cantidad difícil de cuantificar– que en forma de ayuda humanitaria la Cooperación Española y otros organismos de ayuda al desarrollo europeo han donado para atender las necesidades de la parte de la población saharaui refugiada en el desierto argelino, en Tinduf.
Es más que obvio que los saharauis son víctimas, en primer lugar, de la invasión realizada a su territorio por parte de Marruecos, y, en segundo lugar, de los líderes del Polisario que han estado más preocupados en usar a los refugiados de los campamentos de Tinduf como rehenes de su causa que en proporcionarle una vida mejor que la propuesta de seguir viviendo en campamentos de refugiados casi cincuenta años después de la salida de su territorio. Una mayoría de los asentados en Tinduf han nacido en los campamentos y no vislumbran otra perspectiva vital. El gobierno argelino también ha utilizado la problemática saharaui para asegurarse desde una posición ideológica unas alianzas geoestratégicas. En última instancia, la ONU, como supervisor desde su Comité de Descolonización, ha actuado con su particular laxitud de laissez faire sobre el Territorio No Autónomo.
Pero más allá de las razones históricas, ¿qué ha provocado que este conflicto se haya cronificado?; y por otro lado, ¿qué razones, medio siglo después, mantienen a día de hoy cada una de las partes del conflicto?
Es verdad que España, como último administrador colonial, tiene una responsabilidad histórica sobre el conflicto. Y más aún, el hecho de que los saharauis sean las víctimas les otorga simpatías entre la gente con sensibilidad progresista. Pero no es menos cierto que otra buena parte de estas simpatías, en los sectores más reaccionarios de la sociedad española, también tienen que ver con un relato nacionalista español en el que los saharauis son parte de nuestro antiguo sueño imperial y un discurso racista en el que los marroquíes son atrasados y ‘moros’.
Es verdad que el Estado marroquí es el principal responsable de la situación en cuanto a fuerza ocupante, pero no deberíamos obviar que se enmarca dentro de un conflicto más amplio argelino-marroquí, que en su momento atendió a los alineamientos regionales de la guerra fría y que, tras todo este tiempo, con una realidad ya muy diferente, los acontecimientos de los últimos meses nos vuelven a señalar una vez más cómo la correlación de fuerzas global afecta a la posición de cada actor del conflicto.
No se puede entender la evolución del conflicto saharaui sin comprender que el mismo se inició en plena guerra fría, en el papel de influencia de Libia en la formación del Frente Polisario, y el papel de Argelia en su competición histórica con Marruecos en la hegemonía del Magreb. El fin de la Guerra Fría y la militarización del régimen de Argelia, lejos de resolver el conflicto entre ambas potencias, lo ha enquistado.
Tampoco deberíamos dejar de lado el proceso de las Primaveras Árabes y su evolución. Estas tuvieron como colofón tres escenarios: el revolucionario, el guerra-civilista y el reformista.
En los dos primeros países donde se llevaron adelante las revueltas ciudadanas, Túnez y Egipto, la falta de anticipación de los regímenes autocráticos impidió contener las demandas de cambio popular y se llevaron por delante regímenes autocráticos de larga trayectoria en un claro proceso revolucionario; aunque posteriormente se reorganizaran las élites y se abrieran procesos contrarrevolucionarios en ambos países.
Libia fue un punto de inflexión. La imagen de la ejecución en directo y por televisión de Muamar El Gadafi, puso en alerta a otros tiranos dispuestos a parar a sangre y fuego cualquier atisbo de revuelta, abocando a sus países a largas y sangrientas guerra civiles. Este es el caso de Siria y Yemen.
Por último, durante el episodio surgió una tercera vía, la reformista, por parte de regímenes que, ante la presión social, iniciaron un proceso tímido de apertura y modernización. En este tercer escenario está Marruecos. Lejos aún de ser una sociedad democrática y moderna, en los últimos años ha transformado su economía, ha reorientado sus alianzas, hasta el punto de ser un aliado clave para EUA e Israel, y es de los pocos países de la región libre del fenómeno fundamentalista islamista, con un partido en el gobierno de carácter liberal y laico. Seguir manteniendo la imagen de Marruecos como una monarquía absolutista y feudal es un error de enfoque que no se corresponde con la realidad.
Los gobiernos en el exilio desconectan de la realidad, no son conscientes de los cambios que se van produciendo en la realidad humana, social y cultural de los que sobreviven en el territorio ocupado
De la historia sacamos ejemplos de cómo un país y sus dirigentes políticos se enfrentan a un conflicto y cómo esto acaba condicionando el futuro de sus pueblos. Cuando un país es invadido existen dos actitudes de sus líderes. Como en su día Churchill, o más recientemente Zelenski, existen líderes que ligan su futuro al de su pueblo y a pesar de la situación dramática rehúsan las múltiples invitaciones a abandonar el territorio, convirtiendo el liderazgo político en un liderazgo moral que cohesiona al pueblo alrededor de una construcción nacional que sobrevive a la ocupación.
Otros, como los del Frente Polisario, decidieron salir del país y asegurarse una más cómoda situación en el exilio. La primera consecuencia de esta desterritorialización gubernamental supone la pérdida del contacto con sus compatriotas del interior. Los gobiernos en el exilio desconectan de la realidad, no son conscientes de los cambios que se van produciendo en la realidad humana, social y cultural de los que sobreviven en el territorio ocupado, y en última instancia, cuando pasa tanto tiempo, como en este caso, existe una distorsión total sobre la realidad nacional y sus intereses.
La segunda consecuencia es la aparición de la corrupción política y económica de los líderes de la resistencia. Que durante casi medio siglo no exista un proceso interno de elección democrática de sus dirigentes, unido al hecho de la dictadura del partido único –heredero del modelo soviético– que no reconoce o persigue como traidores a la patria nuevas realidades partidarias igual de representativas del pueblo saharaui, algunas surgidas de propias escisiones del Frente Polisario, es el punto de partida para la dictadura. La utilización de todos los fondos, incluidos los humanitarios, sin mecanismos de control y transparencia, son un caldo de cultivo para la corrupción.
No es posible ya bien entrado el siglo XXI intentar solucionar un conflicto con sus raíces en la mitad del siglo XX con una propuesta de referéndum con una población que ya en nada tiene que ver con aquella a la que los españoles dejaron abandonada. La realización de un referéndum de autodeterminación es una quimera, pues es imposible ponerse de acuerdo sobre un censo que, en medio siglo, ha sido inflado por los saharauis en Tinduf, para obtener más ayudas de cooperación, y por los nuevos censados marroquíes ya mayoritarios en el territorio saharaui ocupado. Y todo esto en medio de una nueva situación de tensión regional en la que Marruecos es el aliado más seguro que tenemos nosotros y nuestros aliados geopolíticos y siendo Argelia el aliado de la autocracia rusa en la zona.
Las fuerzas mayoritarias españolas han tenido en este asunto una escasa altura de estado de la que se suelen reivindicar. El Gobierno de Pedro Sánchez, aun teniendo razón sobre el punto en el que se encuentra el conflicto, se equivocó en las formas –cosa no menor en democracia– no implicando a la mayoría de las fuerzas políticas en el viraje de la política con respecto al Sáhara, no previniendo los problemas que iba a generar y no modulando más el cambio.
El resto de las fuerzas políticas, y en especial el PP, tienen toda la legitimidad para plantear una crítica severa a este viraje. Pero más allá de la crítica partidista, todos deberían de cerrar filas con el Gobierno frente a la amenaza argelina de incumplimiento de acuerdos económicos y comerciales y con ello ya no chantajeando al Gobierno, como habitualmente tiene hecho Marruecos, sino en este caso chantajeando al Estado Español. Y con eso ninguna fuerza política debería caer en el tacticismo o el ventajismo, porque nos jugamos mucho como democracia.
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Xoán Hermida es historiador y doctor en Ciencias Políticas y Gestión Pública.