Plaza Pública
La serpiente y el ave fénix
Según la mitología griega el ave fénix era un ser que tenía importantes poderes, como la virtud curativa de sus lágrimas o el que, después de 500 años de vida, ponía un único huevo que incubaba durante tres días tras los cuales ardía y, convertido en cenizas, renacía de ellas totalmente renovado. Siempre fue símbolo de fuerza, purificación, fortaleza e inmortalidad. La serpiente, en cambio, tiene un significado dual y tanto representa lo positivo (poderes curativos, incluso mágicos, en la mayoría de las tradiciones y culturas), como lo negativo (el pecado original, la culpa, el engaño, la traición o su naturaleza impura, en la tradición judeocristiana).
En estos días de pandemia, cuando ya se intuye el final (al menos provisionalmente), cuando ya nos atosiga el calor, cuando a los más dichosos les preocupa dónde van a descansar este verano y mientras los más desafortunados se preguntan si cumplen los requisitos para poder optar al ingreso mínimo vital, deberíamos cuestionarnos si vivimos al abrigo de la serpiente o del ave fénix. Es decir, si después de la pira en la que están ardiendo tantas cosas, saldremos purificados, o si solo cambiaremos la piel como la serpiente muda su camisa.
Parece que lo básico es estar, continuar sobre este mundo, respirar y vivir. Esa es la primera reflexión. La segunda, que necesitamos verdaderamente muchas menos cosas de las que creíamos para ser felices. Estoy seguro de que lo que más echamos de menos son los abrazos, los besos, una buena conversación con amigos en una terraza, las comidas de los domingos en casa de los padres y abuelos, o simplemente dar un paseo por nuestro barrio, por el parque más cercano, o pisar la arena quienes viven cerca del mar.
Tal vez una tercera lección aprendida trate de que debemos seguir a la naturaleza y dejar de ir en contra de ella. El día en que los científicos dieron el grito de alarma ante un virus que no conocían, la humanidad ralentizó su constante y frenética actividad. Volvieron a cantar los pájaros, los animales se acercaron a las ciudades y hasta algunos transitaron por las calles; el aire se hizo más respirable y el cielo más azul. El principal depredador del planeta, el ser humano, se había confinado, algunos en palacios o en lujosos hoteles alquilados para la ocasión, otros en chabolas; pero, al fin y al cabo, todos recluidos en nuestro espacio íntimo. La sabia naturaleza aprovechó para regenerar sus agotados recursos esquilmados por la acción criminal del neoliberalismo y sus peones, irresponsables comparsas de los intereses que nos manejan. Los pueblos indígenas lo saben bien y lo advierten: solo frenar la actividad de las personas puede salvar la tierra.
Parece, sin embargo, que no hemos aprendido nada. Vean si no cómo China recupera a grandes pasos la contaminación atmosférica que envenena las ciudades a medida que vuelve a activarse su economía. Estados Unidos, en plena crisis sanitaria, se encuentra con el rebrote de un conflicto racial y social endémico avivado por el propio presidente Trump, que parece hacer gala de su irresponsabilidad al no medir las consecuencias de lo que dice y hace. América Latina se debate entre soportar el hambre o salir a trabajar y arriesgarse a la enfermedad, en sociedades donde millones de seres humanos viven al día sin ayudas estatales; mientras que el presidente Bolsonaro, en un país destrozado como Brasil, se pasea a caballo al frente de manifestaciones multitudinarias que ponen en riesgo de contagio a miles de personas. En Europa y aquí en España, aún nos recuperamos a cámara lenta mientras la incertidumbre sigue estando presente con todas sus inquietantes interrogantes y se asoma la nostalgia de la anterior rutina… Hasta el familiar aburrimiento de lo cotidiano de entonces resulta deseable. ¿Habremos aprendido algo o nos aferraremos a los viejos modos, a las viejas costumbres, a políticas que se han demostrado ineficaces y erradas? El filósofo esloveno Slavoj Zizeck apuesta por la necesidad de una renovación: “necesitamos desesperadamente escribir otras nuevas historias que nos proporcionen a todos nosotros una especie de cartografía cognitiva, una razón realista y al mismo tiempo no catastrofista de hacia dónde deberíamos ir. Necesitamos un horizonte de esperanza, necesitamos un nuevo Hollywood pospandemia”.
Estoy de acuerdo con Zizek. Tendremos que reunir nuestras fuerzas y reinventarnos la esperanza para poder sobrellevar esa nueva normalidad que nos anuncian y hacer lo posible para que pronto avancemos, reciclando lo mejor de nuestra historia como humanidad, pero también aprendiendo de los errores y horrores de un pasado que nos avergüenza, de guerras, de opulencia de unos pocos y miseria de unos muchos, de devastación y aniquilación del ecosistema sin ningún límite.
Supongo que, como todos, tengo la esperanza de que el cambio se produzca. Es más, necesito creer que así será. Si no lo pensara de este modo, todo lo que hemos perdido habría sido en vano: nuestros seres queridos, empleos, empresas…, toda la energía acumulada para vencer al virus… y caer otra vez en la abulia y el adormecimiento, en el conformismo de aceptar lo que nos impongan los de siempre.
Escribir el futuro
Para escribir el futuro de manera diferente hay que hacer cosas distintas. Debemos dejar de lado las viejas formas y los hábitos nefastos. Las viejas formas eluden la verdad cierta de que solo desde el bienestar social se genera riqueza. Esther Duflo, premio Nobel de Economía, afirma que para evitar la recesión “es esencial apoyar los ingresos de las personas y, más importante incluso, hacerles ver que los tendrán para seguir adelante”. Añade la economista: “Para luchar contra la pobreza, que probablemente se agrave con la pandemia, no hace falta un PIB vigoroso, sino ingresos y educación para los pobres…”.
Por ello hay que celebrar que por fin nuestro país tenga el Ingreso Mínimo Vital, una medida propia del estado de bienestar vigente en buena parte de Europa, o al menos en los países con los que nos gusta compararnos. Creo que no hay conciencia suficiente de los enormes beneficios que traerá no sólo para las familias que lo reciban, sino para la sociedad en su conjunto e incluso para la economía. Por supuesto esta es una receta que no encaja con las fórmulas neoliberales. Por ello hay algunos que están enfadados, que satanizan al Gobierno y lo culpan de todos los males; que incitan al odio y que con descaro arrojan por redes sociales la idea de que este Gobierno, por su composición “social-comunista” (sic), no es democrático. Ocurre que al ser confrontados públicamente esconden la mano y se hacen los ofendidos. Dan vergüenza.
A pesar de los errores del Gobierno, que indudablemente los hay, lo que irrita a la derecha y a la ultraderecha y motiva su política de acoso y derribo son precisamente los logros del rival. Desesperados, se apresuran en exigir el fin del estado de alarma en aras de los derechos ciudadanos, cuando aún no ha concluido la pandemia. Y lo hacen sin aportar alternativa alguna. Ironizando, el filósofo Daniel Innerarity afirma que “es muy significativo que gran parte de la derecha haya situado el confinamiento en un debate libertad-seguridad. Deberían reflexionar sobre qué libertad es la presunta libertad de contagiar”.
La derecha está infectada de odio y lo irradia a partir de un discurso plagado de falsedades, esparciendo inseguridad e insatisfacción para derrocar al Gobierno cuanto antes y lograr el retorno al poder. Es la dinámica en la que entró el Partido Popular, que no sólo resulta tóxica sino que además es torpe, o suicida, en palabras de Jesús Maraña: “Casado no sólo hace caso omiso a esa amplia mayoría de votantes (suyos y de Vox) que le piden que apoye al Gobierno y deje las zancadillas para otro momento. También desprecia el hecho de que el PP sea el único partido de oposición en las principales democracias de Europa que no se haya colocado al servicio del Ejecutivo de turno, aislando en casi todos los casos por cierto a la extrema derecha…”.
Están cegados en su empeño. Junto a la difamación hacen abuso del sistema judicial como si fuera otro campo de batalla (lawfare o guerra jurídica) para que el cenagal político judicial sea total, hasta el hastío. Se acumulan en el Tribunal Supremo 62 denuncias, querellas y recursos contra el gobierno, cuando aún no acaba la pandemia. Un ejemplo de este ataque desmedido y paradigmático es la “investigación” que lleva adelante la magistrada del juzgado de Instrucción 51 de Madrid. La mera lectura de la resolución, contradictoria y prospectiva donde las haya, que dio inicio al procedimiento, su actuación procesal, a partir de ese momento, practicando diligencias a espaldas de las partes, sin haber decretado el secreto de la causa, sin notificarlas, han generado tal indefensión y afectación a la tutela judicial efectiva, que los defectos son insubsanables. Y ello sin entrar en el contenido del cuestionable informe del grupo de la guardia civil, que para nada es científico ni pericial, plagado de errores y falsedades. La derecha y la ultraderecha están utilizando esta causa como ariete contra el Gobierno y su delegado en Madrid. Las reglas de la buena fe que impone el artículo 11 de la Ley Orgánica del Poder Judicial brillan por su ausencia. Será difícil que en esta causa judicial pueda desaparecer la duda de instrumentación política.
La economía que queremos
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¿Cómo afrontar el futuro entonces? Desde luego, lo hago desde el progresismo humanista. Tengo la convicción de que es necesario aunar fuerzas para silenciar los ruidos de fondo, mitigar la pugna malintencionada del neoliberalismo que utiliza las peores armas, la mentira, el bulo, el ataque bajo sin líneas rojas y con una enorme falta de respeto a la ciudadanía. Se trata de aprovechar la oportunidad que nos ha dado este frenazo de nuestra vida habitual para transformarla en algo diferente, más sostenible, más igualitaria, más tolerante, concediendo valor a lo que importa. Defendiendo, verdaderamente y no en apariencia, la democracia, la cohesión social, la independencia judicial y la naturaleza. El futuro no está escrito. Corresponde a cada una y cada uno de nosotros escribirlo. El tiempo de los necios y canallas ha pasado. Pueden gritar y patalear todo lo que quieran, pero lo cierto es que esta vez no van a arruinar nuestro porvenir, como antaño. Las serpientes se desprenden de su piel, pero siguen arrastrándose por el suelo como serpientes. El ave fénix, el pueblo, se consume en su propio fuego y renace de sus cenizas, elevando el vuelo con una visión renovada y el brillo luminoso que acompaña a la esperanza.
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Baltasar Garzón es jurista y presidente de FIBGAR.