Cuando el país comprobó que Franco había muerto el 20N de 1975 y que los restos del naufragio de la dictadura eran un tapón a punto de saltar, los sindicalistas fueron la palanca que desencadenó la galerna de huelgas de finales del 75 y comienzos del 76, en el Metro, los autobuses, Correos, la construcción, la minería, taxis, Renfe, la banca y las grandes factorías industriales.
Yo hacía la mili (para quien no lo haya vivido, el servicio militar obligatorio), en automovilismo, y aún recuerdo el miedo cuando fuimos movilizados para conducir los autobuses, algunos de los cuales acabaron estampados contra farolas, árboles, o comiéndose alguna que otra esquina.
El 3 de marzo del 76 la huelga se había extendido en Vitoria. La policía lanza botes de humo para desalojar la asamblea de trabajadores que se celebra en la iglesia de San Francisco, y dispara indiscriminadamente contra quienes salen de la misma. Cinco personas mueren y otras 150 resultan heridas.
Tan sólo en los tres primeros meses de aquel 1976 se produjeron casi 18.000 huelgas y se perdieron 150 millones de horas de trabajo. El gobierno de Arias Navarro, el sucesor de Carrero Blanco, se ha agotado, está en las últimas. Resistirá hasta julio, pero no puede durar. Los poderes económicos, los poderes políticos lo saben. Preparan el movimiento que dará lugar a la Transición.
Los sindicatos fueron los costaleros de la democracia, le gusta decir a Nicolás Sartorius, porque Franco murió en la cama, pero el franquismo murió en las calles. El 4 de enero de 1977, la ley de la reforma política es publicada, tras ser apoyada por la inmensa mayoría del pueblo en el referéndum de diciembre del año anterior.
Ya no hay vuelta atrás. La suerte está echada. Aunque veinte días después, el 24 de enero, en una semana negra de secuestros, atentados y muertes de manifestantes en las calles, tres terroristas de extrema derecha asesinan a los Abogados de Atocha, el futuro se ha abierto camino y el Sábado Santo, el 9 de abril, el Partido Comunista es legalizado.
Los sindicatos tienen que esperar al 27 de abril para ser legalizados, aunque cuatro días después el 1 de Mayo sigue siendo prohibido y las manifestaciones son disueltas por la policía a fuerza de golpes y detenciones. Llegan tarde porque la iniciativa la tienen los partidos políticos que dirigirán el proceso de democratización.
En Europa, a estas alturas, los sindicatos europeos han recorrido un largo camino de más de 30 años en la construcción de modelos democráticos basados en el Estado del Bienestar, con marcos de negociación, instrumentos de participación y procedimientos para resolver los inevitables conflictos y mecanismos que aseguran beneficios sanitarios, educativos, sociales y laborales, para la clase trabajadora.
En España el camino va a ser largo, comenzando por ganarse el derecho a la negociación colectiva y, más adelante, a la autonomía sindical. La autonomía de la UGT con respecto al PSOE, bajo la dirección de Nicolás Redondo y la de CCOO con respecto al PCE, tras la elección de Antonio Gutiérrez en 1987.
No serán caminos fáciles y será el entendimiento que preside la convocatoria de la Huelga General del 14D de 1988 el que marcará la unidad de acción que ha presidido las relaciones de los dos grandes sindicatos desde entonces.
Pero para que llegue ese día faltaba aún una década. Por lo pronto, tras las legalizaciones del PCE y de los sindicatos, queda despejado el camino de la Transición y comienza la negociación de la Constitución, aprobada en un nuevo Referéndum el 6 de diciembre de 1978.
Menos conocidos, pero aún más importantes que la Constitución, en términos coyunturales, fueron los Pactos de la Moncloa, firmados por los partidos políticos el 15 de octubre de 1977. Fueron esos pactos los que intentaron frenar la inflación, moderar los crecimientos salariales, o facilitar el despido, a cambio de mayores libertades de expresión, reunión, o manifestación, la despenalización de delitos como el adulterio, o la venta de anticonceptivos, junto a la reforma tributaria y a un programa de ambiciosas inversiones en hospitales, centros educativos, vivienda.
Los Pactos de la Moncloa fueron objeto de amplio y no siempre pacífico debate interno dentro de los sindicatos, dispuestos a aceptar sacrificios para superar una desastrosa situación económica heredada del franquismo, pero que no podían ver bien reformas laborales que debilitaban la seguridad en el empleo y que suponían pérdidas de poder adquisitivo en tiempos de tasas de inflación superiores al 26%.
El protagonismo es de la política, con un país centrado en dar carpetazo a la oscura, larga y vergonzosa etapa del franquismo y volcado en la construcción de la democracia, eso que decidimos denominar Transición democrática. Esencialmente era un pacto entre los nuevos actores políticos y la vieja guardia económica procedente del franquismo, que necesitaba lavarse la cara y adecentarse un poco para entrar en el mercado único europeo.
Así llegó el Estatuto de los Trabajadores, las primeras reformas laborales que abrieron las puertas a un amplio abanico de contratos de trabajo a cual más temporal, la reforma de las pensiones, que dio lugar a un rechazo de UGT y a la Huelga General convocada por CCOO en 1985, a la que se sumaron USO, CNT, ELA y la Intersindical Gallega.
Aunque fue un asunto aparentemente menor, el denominado Plan de Empleo Juvenil, el que colmó el vaso y dio lugar a la exitosa Huelga General del 14D de 1988. Un proyecto del gobierno de Felipe González que pretendía aprobar un nuevo contrato temporal y precario para, supuestamente, crear más empleo juvenil.
Aquella Huelga marcó el final de la Transición para los trabajadores y el inicio de un nuevo proceso marcado por la cultura del diálogo social, con sus virtudes y también con sus errores, pero una nueva etapa a fin de cuentas
A la reivindicación de la huelga contra el Plan de Empleo Juvenil terminaron sumándose otras cuestiones como la equiparación de las pensiones mínimas al salario mínimo, o el reconocimiento de derechos sindicales para los empleados públicos. Pero aquella huelga significó, esencialmente, un puñetazo de los trabajadores en la mesa de la política, para exigir un reparto más justo de los sacrificios que exige el país y de los beneficios generados por el mismo.
Como en toda huelga, el gobierno de turno se cerró a reconocer el malestar existente y realizar cualquier concesión a los huelguistas, pero los gobiernos autonómicos y los ayuntamientos abrieron las puertas a la negociación, la concertación, el diálogo social y el acuerdo en numerosas políticas públicas de empleo, vivienda, salud, servicios sociales, educación.
Las rentas mínimas, los Consejos Económicos y Sociales, los Institutos de Empleo o de Formación, la participación empresarial y sindical en los organismos públicos fueron ensayos generalizados que terminaron dando lugar a reformas estatales en materia de seguridad social, pensiones no contributivas, servicios públicos de empleo, formación para el empleo, IMSERSO, fortalecimiento de la negociación colectiva, o reconocimiento de la negociación colectiva entre los empleados públicos.
Aquella Huelga marcó el final de la Transición para los trabajadores y el inicio de un nuevo proceso marcado por la cultura del diálogo social, con sus virtudes y también con sus errores, pero una nueva etapa a fin de cuentas. Eso es ya otra historia que merece ser contada en otro momento.
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Francisco Javier López Martín fue secretario general de CCOO de Madrid entre los años 2000 y 2013.
Cuando el país comprobó que Franco había muerto el 20N de 1975 y que los restos del naufragio de la dictadura eran un tapón a punto de saltar, los sindicalistas fueron la palanca que desencadenó la galerna de huelgas de finales del 75 y comienzos del 76, en el Metro, los autobuses, Correos, la construcción, la minería, taxis, Renfe, la banca y las grandes factorías industriales.