Contra la sociedad cínica

Xoán Hermida

 Cien presunciones no constituyen una prueba”              

Fiódor Dostoyevski 

Hace algún tiempo que el populismo se ha convertido en uno de los peligros más importantes a los que se enfrentan nuestras cuestionadas democracias. Y si bien es cierto que el high water mark del populismo —de izquierda y derecha— parece haber pasado en términos electorales, la presencia del mismo va a seguir estando un tiempo suficientemente largo para acabar creando problemas estructurales en los valores democráticos, tensionando la convivencia social.

Existe un amplio consenso social según el cual la característica principal de una democracia es el derecho al voto y en segunda instancia “el gobierno de la mayoría”. En un segundo orden, pero ya con valor periférico, se situarían otros aspectos como la separación de poderes o el respeto a los derechos humanos.

Se hace necesario desmontar la idea de que el gobierno de la mayoría es el principal principio rector de la idea democrática. En primer lugar, porque cualquier régimen, incluso la dictadura más atroz, sustenta su mandato en una hegemonía social que le serviría para ser legitimada en un plebiscito o en un referéndum. Además, los actuales modelos autoritarios son menos violentos y sus mecanismos de control más sutiles, caso de los nuevos regímenes autocráticos de competencia electoral basados en el cambio de los mecanismos de control tradicional por otros más tecnológicos.

Las propias democracias, incluso las más asentadas culturalmente, no se escapan en esta crisis de representatividad de propuestas populistas que calan en ciertos sectores de la ciudadanía voluble, en función del cansancio con un modelo que se presenta tedioso.

En democracia es clave que las mayorías, incluso las más amplias, respeten los derechos de las minorías porque esta es la razón de la aceptación, por parte de estas, de las reglas de juego que le permitirán convertirse en mayoría en un nuevo ciclo electoral. Además, sólo el respeto a los derechos humanos, no modificables por ninguna mayoría, junto a la neutralidad institucional, es la garantía de que todas las personas, indistintamente de su origen social, creencia ideológica o religiosa, orientación sexual o grupo nacional o cultural sean respetadas en sus derechos civiles.

Existe una habitual tendencia a confundir democracia y liberalismo, conceptos diferentes que corren históricamente no siempre en paralelo. Cualquier mirada democrática actual tiene en su ADN los mecanismos del liberalismo político sin los cuales la democracia moderna no sería entendible tal como la conocemos actualmente (Fukuyama 2022). Aunque no será hasta después de la segunda guerra mundial, con la ampliación de los sujetos de derecho y la normativización de los derechos civiles cuando se posibilitó un modelo de democracia liberal con estado social que permitió el progreso social y democrático.

Las dos propuestas —fascismo y comunismo— que se formularon durante el siglo XX como solución a los límites del liberalismo acabaron en modelos totalitarios y genocidas. En lo que va de siglo XXI las propuestas iliberales de carácter populista en lugar de profundizar en los mecanismos de la democracia han puesto en peligro las reglas básicas de cualquier juego de participación y han deteriorado los consensos sociales.  

La segunda fase de la globalización, en la que estamos ya instalados, anuncia una nueva Guerra Fría, con EE.UU. y China como principales liderazgos de sus bloques respectivos. La invasión de Ucrania situó en ese país la nueva línea de confrontación entre democracia y totalitarismo (cabe esperar que una parte de la izquierda, sacadas las conclusiones pertinentes, no vuelva a equivocarse de a qué bando pertenece). 

Pero si en lo político la confrontación liberalismo—totalitarismo se configura como central, con todas sus derivadas; en el plano de la ética, son las nuevas inquisiciones (cancel culture) las que marcan la pauta. Estas corrientes son un ataque a principios conformativos de una sociedad democrática como la libertad de pensamiento y de opinión, de manifestación y de intervención política y social.

Es imposible construir una sociedad justa que deje de lado el amor. La tradición de nuestro pensamiento sitúa la construcción de la afectividad alrededor de la amistad (la filia aristotélica) y el amor (el eros platónico). Ambas tienen en común su construcción a través del conocimiento directo de la(s) persona(s) con las que asientas una relación emocional.

Uno elige a sus amigos y a sus amores e, indistintamente del modelo de relación diferente en ambos casos, se supone que existe una coincidencia de valores y visiones (no necesariamente un pensamiento idéntico), una comunidad de intereses y perspectivas, y, sobre todo, una percepción de protección y entrega. El amor es el cimiento de una sociedad luminosa, tu entorno es como el puerto seguro que todo el mundo necesita como refugio, es la auténtica patria de las virtudes, y es, en contados casos maravillosos, “la enfermedad provocada por el otro” (Hipócrates).

No existe salvación individual ni social sin amor. Sin amor solo hay cinismo.

Vivimos en una sociedad cínica, que se desliza por la pendiente de la hipocresía y la cobardía ante el pánico de ser aislado (canceling) por los 'tuyos'.  

No es nuevo. Lavrenti Beria y Joseph Goebbels lo llevaron a su máximo refinamiento. Entre los 11 principios rectores de la política de comunicación de Goebbels para distorsionar la realidad, la vulgarización y simplificación de mensajes con ser importantes, el más peligroso es el principio de la unanimidad. Llegar a convencer a la gente que se piensa “como todo el mundo”, creando impresión de unanimidad. Esto apela al carácter gregario del individuo, al miedo al rechazo, a la insoportable idea de sentirse fuera de todo grupo, al pánico al aislamiento social.

Ahora sabemos que durante la revolución cultural maoísta, que tanto fascino a los intelectuales de izquierda occidentales — siempre dispuestos a dejarse fascinar por la semilla del totalitarismo —, los jóvenes guardias rojos no se movían por la inocencia del fanatismo hormonal propio de su edad sino que se revelaron los lazos operacionales de ellos con la policía secreta de Kang Sheng, y otros oficiales leales a la línea dura como el Mariscal Lin Biao y Wang Hongwen para eliminar a sus adversarios políticos.

El Estado de Derecho Liberal es el estadio más neutral y objetivable para ejercer lo más parecido a una justicia reparadora para la víctima y punitiva para el delincuente

En el 2010 me tocó vivir una campaña sectaria. Un asunto laboral (menor) convirtió de la noche a la mañana a una ONG, en la que participaba, de ser un referente altermundista a ser un nido de reaccionarios y explotadores. Y aunque, y esta es una de las consecuencias claras de las políticas de linchamiento, después se ganó el juicio, no sirvió de nada. El mal ya estaba hecho.  

La lógica fanática, que siempre opera en estos casos, es la de la reafirmación. En caso de que el estamento judicial te quite la razón, es obvio que eras culpable. En caso de que el estamento judicial te dé la razón, es obvio que es porque este es burgués, fascista o patriarcal. La ‘Justicia’, con mayúscula, siempre va a estar del lado de los que caminan, iluminados por la verdad, por la senda del ‘nuevo mundo’.

Un nuevo mundo, ideado por los fanáticos, que no necesita del amor, sino de valores superiores. El totalitarismo nazi concretaba esa superioridad en una variante étnica, alimentada durante siglos por el antisemitismo. El totalitarismo leninista lo concretaba en la superioridad moral del Partido y en la construcción del Hombre Nuevo, despojado de sus prejuicios burgueses.

Y no nos dejemos confundir. No se trata de condenar campañas de boicot, no siempre efectivas, pero a veces necesarias. Las campañas de boicot se producen en el marco de determinados grupos, colectivos o empresas por sus comportamientos contrarios al bien común. No persiguen la suspensión cívica de las personas ni su ostracismo social. En el lado contrario, se comienza impidiendo hablar al señalado, se le quitan sus derechos ciudadanos, se le envía al exilio o al confinamiento y se le acaba quitando la nacionalidad.

El cinismo se convierte así en un problema, en primera instancia, de anti—humanismo. No puedo confiar en mis amigos o mis amores, no son de fiar. Debo aceptar como verdad incuestionable aquella que se deriva de la pertenencia a un grupo, clase o género. Cuestionar esa verdad es desconfiar de ese futuro luminoso y como rémora de la historia debes ser aislado socialmente.

Alguien puede formular, llegado este momento, ¿por qué la confianza en el amor o en el amigo es humanista?; y, por el contrario, ¿la confianza en un colectivo o grupo nos deshumaniza? 

Uno confía en el amigo o en el amor porque lo elige. Tiene experiencias vividas, comparte afinidades, valores, principios, confianzas mutuas. No es algo abstracto, es algo real. Se construye sobre la vida, no sobre la ideología. 

No es, aunque lo pueda parecer, un vínculo corporativo, porque no se construye sobre más realidad que el mutuo acuerdo y la conexión emocional (y en algún caso erótica). Lo corporativo, lo deshumanizante, es confiar en un ente abstracto, edificado sobre un constructor de afinidad a objetivos históricos. 

El primer paso hacia al cinismo es la desconfianza. “Yo no pongo la mano en el fuego por nadie”. Vamos a aceptar que el amigo te puede defraudar y que el amor te puede traicionar. Vamos a convenir que el amigo puede no ser lo que crees y que el amor no es como tú lo tienes idealizado. Nadie te puede asegurar que la mano no te la quemes, apostando por la amistad. Nadie te puede asegurar que el corazón no quede herido por una ruptura de un amor.

Pero si apostáramos a seguro, si nunca amáramos porque puede venir una decepción, no existiría el amor, ni tampoco la vida. Estaríamos ya en la antesala del cinismo. Tendríamos la mano intacta y el corazón de piedra. 

El cinismo es la muerte del amor y de la vida, y lleva irremediablemente a la hipocresía, jugar a la ambigüedad aunque considere que se vulneran los derechos y la verdad. Y por último lleva a la cobardía. A la individual que nos constriñe como individuos. A la colectiva que nos incapacita como ciudadanos. Detrás de la hipocresía desaparece la democracia. Detrás de la cobardía desaparece el republicanismo cívico.

Yo no participo ni voy a participar en campañas populistas de linchamiento impulsado por estos nuevos guardianes de la moral revolucionaria, que a diferencia de las hordas del fanatismo pasado suman a su moralidad una dosis de puritanismo social y un sumidero de mierda en las redes sociales. Yo no voy a participar, pero tengo que reconocer que, por acción u omisión, he aceptado como progresista la lógica de estos nuevos comités de salud pública.

Prefiero poner la mano por personas que conozco y me parecen honestas, a riesgo de quemármela, que aceptar estas nuevas inquisiciones. En la cima, del horror y la locura, del siglo XX se dieron demasiados ejemplos de personas inocentes que cuando iban a ser purgadas, en su desesperación social y alienación, pedían perdón por algo que no habían hecho. 

La construcción del Estado de Derecho ha sido un largo andar por el camino de la justicia y la razón. El Estado de Derecho Liberal es el estadio más neutral y objectivizable para ejercer lo más parecido a una justicia reparadora para la víctima y punitiva para el delincuente. Parte de la necesidad de pruebas y motivaciones (del principio de la presunción de inocencia), de la reparación a la víctima (no del castigo al victimario), de la reinserción social (no de la venganza). 

Lo único que nos separa de la sinrazón son los procedimientos y los instrumentos de investigación, el derecho a la legítima defensa y la neutralidad en la acción de una justicia para que esta sea reparadora con la víctima y protectora de la verdad. 

Lo contrario es deslizarse por una pendiente, que la humanidad ya ha vivido en otras épocas, con desastrosas consecuencias. 

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 Xoán Hermida es historiador y doctor en ciencias políticas y gestión pública.

 

 Cien presunciones no constituyen una prueba”              

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