El "terrible" juez democrático

Artemi Rallo Lombarte

Con motivo del último acto de entrega de despachos a los nuevos jueces, la presidenta del CGPJ proclamó que el vigente sistema de acceso a la carrera judicial “es democrático”. Verdad tan incontestable como de Perogrullo: no de otra forma cabe calificar lo impuesto por el legislador democrático. Mucho más opinable y cuestionable es la segunda parte de lo por ella proclamado: este sistema de acceso “garantiza que cualquier persona, de cualquier procedencia y origen social y cualquiera que sea su ideología, puede competir en igualdad de condiciones apoyada exclusivamente en su esfuerzo individual”. Eso no es cierto, lo sabe la presidenta, todo el mundo de la Justicia y casi me atrevo a afirmar que todos los españoles.

La “igualdad de oportunidades” no puede considerarse garantizada cuando para lograr el objetivo de ser juez es necesario alejarse del mundanal ruido, disponer del sustento familiar (económico, emocional, psicológico, médico, habitacional…) durante unos cinco años (de media) y financiar el pago de los emolumentos a los preparadores. Por ello, la reforma anunciada por el Gobierno tiene gran calado y adquiere pleno sentido cuando está en juego el sistema de provisión de un poder del Estado que Montesquieu calificó como “terrible, invisible y nulo: la boca por donde habla la ley” .

La Justicia española adolece de déficits y lastres estructurales de entre los que me atrevo a resaltar el retraso y las dilaciones indebidas en el proceso, la ausencia de un sistema reconocible de exigencia de responsabilidad judicial, el rol del juez de instrucción en la investigación penal o el arcaico sistema de acceso a la judicatura. Problema este último que no es exclusivo de jueces y fiscales, sino que se extiende al acceso a otros muchos cuerpos de élite del funcionariado (diplomáticos, abogados del Estado, etc.).

El sistema vigente de acceso a la judicatura resulta insostenible dejando de lado, incluso, los costes económicos y del sesgo social que puede provocar

Con la experiencia y conocimiento acumulados tras haber ostentado durante casi tres años (2004-2007) la condición de Director del Centro de Estudios Jurídicos (llamado a ser el futuro Centro de preparación de opositores) y de miembro del Comité de Selección organizador de las pruebas de acceso de jueces y fiscales, doy mi entusiasta bienvenida a las novedades que introduce la reforma legislativa del Gobierno: consolidar un sistema suficiente (en cuantía y tiempo) de becas para opositores; crear un auténtico centro de opositores; implantar un registro público de preparadores que dignifique esta función (y aleje la sombra del fraude fiscal o laboral); sustituir pruebas orales memorísticas por otras escritas de razonamiento práctico; introduir el anonimato en la corrección.

El sistema vigente de acceso a la judicatura resulta insostenible dejando de lado, incluso, los costes económicos y del sesgo social que puede provocar. Aislar socialmente a un joven de brillante expediente durante un lustro sometiéndolo a un régimen espartano de ansiosa dedicación y muy incierto futuro no puede deparar nada bueno y/o saludable. Conquistar la cima y reincidir en un nuevo retiro colectivo en la Escuela Judicial durante los siguientes dos años –junto a homólogos que han recorrido idéntica tortuosa travesía– aboca inevitablemente a una sesgada visión de la realidad de aislamiento, singularidad y excepcionalidad. Este hercúleo esfuerzo, humano y psicológico, puede facilmente llevar a la creencia de condiciones personales excepcionales en el futuro juez llamado a resolver sobre nuestra vida, hacienda y libertad. Tras tan denodado y costoso esfuerzo personal, este encumbramiento en la cúspide de un poder individualizado del Estado puede fácilmente venir acompañado de dosis, más o menos intensas, de envanecimiento y ensoberbecimiento que no son difíciles de percibir en el día a día de los estrados. La ausencia de un sistema real y efectivo de exigencia de responsabilidades al juez en los supuestos de anormal funcionamiento de su jurisdicción cierra un perverso círculo que es indiferente al origen socioeconómico del juez  o a su perfil ideológico.

El sistema de acceso a la judicatura merece las modificaciones que propone el Gobierno pero no debería quedarse ahí. Se impone la reducción de temarios inmensos que abocan a años y años de memorización sobre contenidos fugaces que, en muchos casos, cambian año a año por mor de la prodigalidad del legislador. Nada más absurdo que el opositor se vea abocado a memorizar nuevos contenidos cambiantes cada año. En la era digital mantener esta insufrible exigencia mnemotécnica resulta aberrante. Como docente de una disciplina jurídica antepondré siempre el razonamiento a la mnemotecnia, máxime cuando las fuentes de conocimiento jurídico (legislación, jurisprudencia y doctrina) resultan hoy perfectamente accessibles.

Redimensionar la oposición al mínimo (en tiempos y contenido) para preservar su esencia como proceso selectivo de excelencia no debería suponer devaluación del sistema de extracción judicial si viniera acompañado de un proceso real (fiscalizable, evaluable y trascendente para la definitiva adquisición de la condición de juez) posterior de formación teórica y perfeccionamiento práctico en la Escuela Judicial y a través de un sistema combinado de prácticas más intenso y completo.

Durante demasiado tiempo el sistema español de acceso a la judicatura ha generado dudas y sospechas: muchas injustificadas, otras no. Entre estas últimas se encuentra el rol de los preparadores, el sesgo económico y social de los aspirantes, la dudosa utilidad de un modelo exclusivamente mnemotécnico, la publicidad y falta de anonimato que podrían amparar riesgos de cooptación nepotista. El proyecto del Gobierno busca superar estas dudas y modernizar un sistema de acceso a la judicatura que no solo debe ser democrático sino que debe concebirse para preservar la función constitucional del juez en tanto funcionario al servicio de la Administración de Justicia e integrante individualizado de ese poder judicial difuso al que Montesquieu consideraría “tan terrible”.

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Artemi Rallo Lombarte es catedrático de Derecho Constitucional.

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