El capitalismo ha puesto tradicionalmente la mitad de su empeño en convencernos de que la imaginación es el gran motor de su espíritu. La otra mitad la ha dedicado a ocultarnos que la explotación también tenía algo que ver con sus conquistas. El caso es que desde sus inicios nos ha apabullado con hagiografías de emprendedores visionarios capaces de ver antes que nadie lo que verdaderamente necesitábamos. Y dispuestos a vendérnoslo, claro, ya fuera una radio, una Coca-Cola, un coche o la última mascarilla de diseño. Ahora, cuando la covid-19 ha hecho tambalearse buena parte de los sectores económicos, el sistema vuelve a recuperar la imaginación como la panacea segura que nos permita transformar la crisis en oportunidad. Y a ello se han puesto, entre otros, las grandes aerolíneas que parecen haber dado con la fórmula perfecta para esquivar la debacle que la pandemia ha provocado en el sector turístico internacional: vender viajes a ninguna parte.
La receta es sencilla. Si el miedo al coronavirus ha provocado la deserción de la gente, ofrezcámosle el destino más seguro de todos, el no-destino. La compañía japonesa ANA fue una de las primeras, y ante las reticencias de sus usuarios para viajar al, hasta hace poco, popular aeropuerto de Honolulú les ofreció la alternativa de pasar hora y media dando vueltas por el cielo en uno de sus Airbus A380, tomando cócteles hawaianos y, supongo, escuchando evocadoras melodías en ukelele. Y fue todo un éxito. Pronto otras aerolíneas la imitaron, como la australiana Quantas, que pone sobrevuelos por la Antártida al alcance de quien esté dispuesto a pagar al menos 730 euros. La compañía no solo garantiza todas las medidas de seguridad frente a la pandemia, sino también el derecho de todos los pasajeros a asomarse por alguna ventanilla para contemplar el blanco paisaje. Eso sí, les advierte de que la altura del vuelo tal vez les impida distinguir la presencia de los simpáticos pingüinos.
Ignoro si esto permitirá al sector despistar a la crisis mientras investiga contrarreloj cómo hacer posibles las excursiones a la Luna o a Venus, planeta al que ya se quiere poner de moda. Pero por lo pronto, la iniciativa supone toda una revolución en la historia de los viajes, ya que hasta ahora todos tenían un motivo, y por lo tanto un destino, aunque este fuera ignorado en el momento de la partida por quienes lo protagonizaban. Básicamente el ser humano solo ha viajado por dos razones desde el día en que decidió ponerse erguido en la sabana africana y descubrir el horizonte que tenía por delante: buscar o huir. La especie humana se puso en marcha en busca de nuevas bayas silvestres, nuevos campos para cultivar o lugares sagrados donde estar a bien con los dioses; también para encontrar oro, especias, esclavos, opio o coltán, actividad que con el tiempo rebautizaría como abrir mercados. Paralelamente también abandonaría su terruño huyendo de las bestias, de la sequía, del hambre, del cambio climático o de aquellos que llegaban con afán de abrir nuevos mercados.
La cosa comenzó a cambiar el 5 de julio de 1841 cuando el británico Thomas Cook fletó un tren y logró convencer a 500 sedentarios vecinos de Leicester para que se desplazaran diecisiete kilómetros y medio hasta Loughborough con el fin de participar en una marcha antialcohólica. Ante la buena respuesta de aquellos paisanos, el visionario puritano, en un alarde imaginativo, pensó que sería un buen negocio organizar viajes en grupo sin necesidad de justificarlo por alguna razón, sino por el mero placer de viajar. Ya no era preciso buscar nada, ni siquiera aquel crecimiento personal que perseguían los viajeros del siglo XVIII buscando con el Grand Tour la cultura clásica de Italia. Ahora bastaba con desear la experiencia de viajar. De este modo, Thomas Cook inventaba el turismo moderno, ese que ahora anda desconcertado ante la pandemia aunque su crisis no sea nueva, como evidenció hace justo un año la quiebra de la compañía que precisamente llevaba su nombre.
Desde entonces, sin más razón para viajar que el goce de hacerlo, el destino de la travesía comenzó a ser secundario y a estar marcado por las modas del momento. Lo importante era la "experiencia" vivida, daba igual que esta fuera una borrachera en Benidorm, un simulacro místico en Benarés, o hacerse un selfie junto a la Gioconda en el Louvre. El espacio físico se diluía hasta transformarse en parque temático, los documentales de La 2 o la realidad virtual por internet. Las estrategias comerciales que hoy impulsan las compañías aéreas no hacen más que refrendar la tendencia. Incluso los viajeros clásicos hace tiempo que renunciaron al espacio físico. Los nuevos mercaderes, reconvertidos en ejecutivos del capital financiero, ya no precisan de galeones o aguerridos exploradores dispuestos a adentrarse en el corazón de las tinieblas. Les basta con un ordenador portátil y un mapa de bits y algoritmos. Del mismo modo, los parias en destierro ya no esperan una Estatua de la Libertad que les dé la bienvenida a una tierra nueva sino que se conforman con evitar el naufragio. O son empujados a CIEs o campamentos como el de Moria, no-lugares que solo adquieren contornos físicos cuando están envueltos en llamas.
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La cuestión es que, por unos motivos u otros, todos estamos ya inmersos en esos viajes a ninguna parte. Y bueno es asumirlo; mejor, en cualquier caso, que aferrarse a la nostalgia de los destinos perdidos con la misma desesperación con que Milton evocaba sus paraísos. Así parecen entenderlo desde la recién constituida Internacional Progresista. En su cumbre inaugural, figuras como Yanis Varoufakis, Naomi Kleim, Aruna Roy o Noam Chomsky han reflexionado sobre la lucha por un "futuro postcapitalista". En los tiempos en que existían los destinos, cuando el progreso era el motor de la historia, el planteamiento hubiera resultado desconcertante. La meta final estaba clara, construir el socialismo. Pero viajamos a ninguna parte y hasta los herederos de la Ilustración se muestran escépticos. Hoy el escepticismo puede llegar a ser revolucionario. Eso sí, que ignoremos a dónde vamos no significa que no sepamos dónde no queremos estar, ni dónde no queremos llegar.
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José Manuel Rambla es periodista.
El capitalismo ha puesto tradicionalmente la mitad de su empeño en convencernos de que la imaginación es el gran motor de su espíritu. La otra mitad la ha dedicado a ocultarnos que la explotación también tenía algo que ver con sus conquistas. El caso es que desde sus inicios nos ha apabullado con hagiografías de emprendedores visionarios capaces de ver antes que nadie lo que verdaderamente necesitábamos. Y dispuestos a vendérnoslo, claro, ya fuera una radio, una Coca-Cola, un coche o la última mascarilla de diseño. Ahora, cuando la covid-19 ha hecho tambalearse buena parte de los sectores económicos, el sistema vuelve a recuperar la imaginación como la panacea segura que nos permita transformar la crisis en oportunidad. Y a ello se han puesto, entre otros, las grandes aerolíneas que parecen haber dado con la fórmula perfecta para esquivar la debacle que la pandemia ha provocado en el sector turístico internacional: vender viajes a ninguna parte.