Alberto Garzón: "No entiendo a los independentistas catalanes que se dicen de izquierdas"

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El coordinador federal de IU, Alberto Garzón (Logroño, 1985), siempre ha hecho gala de ello: él es comunista, pese a que Unidos Podemos, el grupo parlamentario donde ahora mismo desempeña su labor parlamentaria, no lo sea. Y lo hace porque "en la actualidad, como en el siglo XIX, ser comunista es ser demócrata y ser demócrata es ser anticapitalista", según defiende en su ensayo Por qué soy comunista (Ediciones Península), una obra en la que señala al capitalismo como la causa común de problemas como el aumento de la desigualdad, el renacimiento del nacionalismo o la crisis ecológica.

Garzón recibe a infoLibre en su despacho en el Congreso de los Diputados, presidido por una bandera de la II República. El líder de IU es autocrítico con la deriva de una izquierda que, asegura, en los últimos años había perdido el contacto con la calle y renunciado a hablar de "economía política", pero también es consiciente de que, ahora mismo, el tema alrededor del que orbita la política española es el conflicto territorial en Cataluña. Y, pese a que defiende que el proyecto de Unidos Podemos es el único coherente "a medio plazo", es más duro que la mayoría de sus compañeros a la hora de criticar a los secesionistas. "El independentismo yerra su tiro: es legítimo, pero creo que se equivoca", apunta.

PREGUNTA. ​Ya que usted lo plantea como el título de su ensayo, se lo pregunto así. ¿Por qué es comunista? ¿Qué significa ser comunista hoy en día?

RESPUESTA. Significa diagnosticar que gran parte de los males de lo que nos ocurre a las clases populares derivan de un sistema económico cuyo único motor es la ganancia privada, y por lo tanto su propio despliegue es el causante de fenómenos como la desigualdad, el empobrecimiento, la precariedad o el destrozo medioambiental. Y por eso hay que construir una realidad alternativa cuyo criterio sea social y democrático, donde se pongan en marcha otras formas de producir, de consumir y de distribuir más lógicas y sostenibles medioambientalmente.

P. ​Usted comenta en el libro un dato interesante, y es que los partidos comunistas nunca han sido los más votados entre la clase obrera, incluso antes de la caída de la URSS. Hoy en día, esto sigue siendo así, e incluso de forma mucho más aguda. ¿Por qué ocurre? ¿Por qué no pueden conectar con una buena parte de la clase social a la que dicen representar?

R. No podemos caer en el economicismo a la hora de analizar, porque la gente no vota solo por sus intereses económicos. La realidad es que las clases trabajadoras han votado a veces por sus intereses económicos y otras veces por cuestiones, por ejemplo, religiosas, que les hacían elegir partidos conservadores o católicos. El reto de la izquierda siempre ha sido el de poder conseguir que la clase trabajadora vote a los partidos que dicen representarla. El pensamiento de Marx era determinista en este punto porque consideraba que la clase proletaria, los del mono azul, iban a convertirse en mayoría por el propio desarrollo del capitalismo, pero el problema es que eso no sucedió, la gente no necesariamente adquiría conciencia de clase y de sus intereses económicos, y no los priorizaba por encima de cualquier otro interés. Este, hoy en día, sigue siendo un debate muy importante. Según el CIS, el 30% de las personas que no tienen ingresos votan al PP, y la izquierda tiene que preguntarse cómo podemos llegar a estos sectores para representar de forma efectiva, y no sólo retórica, a la mayoría social y a la gente más empobrecida.

P. Pero usted, que se lo ha preguntado, ¿a qué conclusión llega?

R. La izquierda se ha institucionalizado, en el caso de España como resultado de una transición en la que el PCE, como principal actor de la lucha antifranquista, se organizaba en los barrios y los centros de trabajo y pasó a organizarse pensando en las elecciones. Cuando tú dedicas casi toda tu energía a las elecciones, te vas desconectando del barrio y descapitalizas el tejido social, que es lo que te da un hilo entre la organización y la base. Y hay un segundo elemento muy importante, que es la penetración fortísima de las cuestiones culturales y posmodernas en el discurso de la izquierda, cuestiones que desplazaron a la economía política. La izquierda comenzó a hablar mucho más de cuestiones identitarias o culturales, de forma que las clases populares que sufrían sus condiciones materiales de vida veían que las izquierdas hablaban cada vez menos de pobreza, desigualdad o precariedad. Esto, cuando hoy en día estamos en mitad de una crisis económica, puede sonar raro, pero hace 15 años era lo más normal en toda Europa: la izquierda tenía un discurso muy poco pegado a la realidad de empobrecimiento y precariedad de la mayoría popular.

P. Se había dado por buena la teoría económica de la derecha.

R. De alguna manera, se asumió la Teoría del fin de la Historia de Fukuyama, que dice que las ideologías ya no importan y que sólo se trata de cómo gestionar el capitalismo. Y la izquierda había abandonado esa visión más obrerista por otra que ponía el acento en otras cuestiones igualmente importantes, como la ecologista o la feminista, pero dejando de lado las cuestiones materiales. Al cabo de un tiempo, la clase obrera desorganizada pierde la conexión con las organizaciones de la izquierda obrera, y por eso cuando surge un partido de extrema derecha se come los barrios populares enteros, porque apenas hay resistencia desde la izquierda.

P. ¿Y eso por qué ocurre? Porque es cierto que en Europa la extrema derecha se nutre de toda esa clase obrera que no los vota a ustedes.

R. Quizás porque un espacio que no ocupas tú lo ocupa otro actor...

P. Sí, pero podría ocuparlo cualquier otra ideología y lo hace precisamente la extrema derecha.

R. El problema es que la izquierda ha estado desmaterializada, como comentaba antes, de tal manera que las clases populares, amenazadas por la globalización, buscan protección. La globalización produce ganadores y perdedores a lo largo de todo el mundo, y en cada país, los perdedores se ven desprotegidos y buscan esa protección frente al desempleo y frente a la inseguridad que ofrece la extrema derecha, que dice "si me votas a mí te protegeré frente al inmigrante, frente al enemigo que voy a inventar, pero que te va a impedir ver cuáles son los problemas reales". Pero, eso sí, tienes una esperanza de tener trabajo. Y con esa lógica, la extrema derecha ha conseguido penetrar en barrios que, hace 50 años, eran comunistas.

P. ¿A la izquierda le falta capacidad para generar esa esperanza en un horizonte nuevo?

R. Cuando la izquierda asume que lo mejor es gestionar el capitalismo pierde cierto entusiasmo, sustituye una política cálida por una política fría, gris, de gestión. El problema es que, cuando el libre mercado avanza, se producen una serie de contramovimientos en la sociedad. Es decir, cuando privatizas la sanidad o la educación, o cuando bajas las indemnizaciones del desempleo, la gente busca protegerse para disfrutar de lo que antes sí tenía y estaba normalizado. Y, en el norte de Europa, la extrema derecha ha sido más eficaz ofreciendo protección que la izquierda. Pero esto no tiene por qué ser necesariamente así, esto es una batalla política, y si la izquierda es hábil podría conseguir ganarla. Por eso yo creo que la izquierda tiene que ser radical, en el sentido de ir a la raíz de los problemas: porque la gente está demandando protección frente a las consecuencias de la globalización.

P. En su libro se ​plantea como uno de los problemas a los que se enfrenta la izquierda la falta de conciencia de clase de buena parte de las clases populares. Usted apuesta por solucionar esta falta de conciencia de clase introduciéndose en el "conflicto social". ¿Esa estrategia no tiene sus límites?

R. La lógica de esa estrategia es bastante evidente, y es que las batallas políticas no son solo electorales, sino que son batallas culturales y en la práctica, sobre todo. Cuando tú tienes un desahucio de una familia que no habla de política, la organización que va a oponerse a ese desahucio tiene la capacidad de tener un encuentro con esa víctima para explicarle cuáles son las causas o quiénes son los adversarios. Eso es estar en el conflicto, tener la capacidad de autoorganizarte como víctima de la crisis para defenderte y, a la vez, proporcionar un relato de cuáles son los culpables y cuáles las soluciones. Esta es la lógica, y vale igual para el siglo XIX que para el XXI, algo que sabe muy bien la Iglesia Católica, que siempre está donde hay conflicto. Pero las formas concretas cambian, y no es el mismo escenario el actual que el de España en los años 70, donde había una débil industria tardofranquista con empresas de 1.000, 2.000 o 3.000 trabajadores y era más sencillo entrar en el conflicto: tú te hacías delegado sindical y tenías una asamblea de 3.000 personas. Ahora tenemos un escenario propio del siglo XXI, con un mercado de trabajo terciarizado, con un sector servicios predominante en el que las pymes están conformadas por tres, cuatro o cinco trabajadores, pero la lógica de la estrategia no cambia, solo las formas de aplicarla.

P. ​100 años después de la Revolución Rusa, prácticamente ningún partido comunista occidental apuesta ya por la toma del Estado por las armas. Usted, según dice en el libro, tampoco, pero también rechaza el "cretinismo parlamentario". ¿Es válida la democracia liberal para un comunista, o se trata de un paso intermedio hacia el socialismo?

R. En el libro intento explicar cuál ha sido el proceso de interpretación de la democracia liberal por parte del socialismo. Los socialistas que primero accedieron a las instituciones no lo hicieron porque pensaran que ese era el camino hacia el socialismo, sino porque era un instrumento de altavoz que les permitía construir tejido social. Ese análisis es correcto, porque no otorga a la institución el carácter fantasioso de ser el camino hacia una sociedad más justa, porque esa institución se integra en un sistema económico que limita sus posibilidades. Las instituciones españolas están restringidas por soberanías delegadas en instituciones antidemocráticas como el BCE o la propia UE, y por ello la institución es útil, pero tiene límites. La batalla está por debajo, consiste en la construcción de tejido social. Sin esa base social, el resultado electoral va a ser muy bajo, y aunque ganaras no tendrías capacidad de desafiar al poder que se sitúa fuera de las instituciones.

P. ​También señala en su libro que es necesario establecer alianzas para obtener mayorías sociales. Ahora mismo, ¿qué alianzas entre clases son necesarias para que un partido comunista acceda al poder?

R. Esa es la clave: pensar en términos de clase social y no de partido. Ahora mismo, las víctimas de la crisis son mayoría social: quienes fueron despedidos, los que no tienen empleo, los que no van a tener pensión, la gente joven con trabajo precario... son perfiles diferentes pero podrían ser parte del mismo proyecto político, y la capacidad de atraerlos depende de la propia organización, aunque gran parte de esos sectores que quieres atraer ya tengan su identificación con algún partido político.

P. Y ¿cómo se rompe esa vinculación partidaria de alguien que, pese a ser un perdedor de la crisis, vota al PP?

R. En parte se está rompiendo como consecuencia de los movimientos sísmicos en la economía. La ruptura del bipartidismo ha tenido más que ver con la crisis económica que con las hazañas de la izquierda, y eso tiene que ver con que mucha gente que pertenecía a la clase media –que es un concepto que no me gusta, pero que todos entendemos– cae en una especie de empobrecimiento relativo en el que pierde su forma de vida previa, y eso hace que dirija su rabia hacia los partidos clásicos, los que había votado anteriormente. Si el que pretende ser el partido de vanguardia, por decirlo en términos clásicos, es capaz de ir a donde hay un conflicto y explicarle a la persona que su proyecto es el adecuado, esa persona puede cambiar sus propias lealtades. Al final, la gente vota a quien le defiende.

P. Pero, siguiendo ese razonamiento y asumiendo que las políticas de la derecha perjudican a la clase trabajadora, no debería gobernar el PP. Y el PP gobierna.

R. Sí, porque quien vota al PP lo hace porque entiende que es el partido que defiende su identidad. Por eso al PP le interesa el marco actual de juego, donde no se habla de lo social ni de corrupción, sino de nacionalismo e independentismo. La gente que vota al PP sufre la crisis, puede ser pobre, puede incluso no tener ingresos, pero se ve afectada porque cree que una idea que forma parte de su identidad está siendo amenazada.

P. La idea de España.

R. La idea de España, de su nación. Que es una construcción social, como la de los catalanes, pero hay gente en España cuya identidad es nacional, y la considera amenazada. Esto el PP lo entiende muy bien, y sabe perfectamente que ese es un terreno favorable a la derecha en nuestro país. Y también lo entendió muy bien Artur Mas, que siguió el mismo procedimiento. Mas recortaba en sanidad y en educación, y había gente independentista y nacionalista que veía que tenía que esperar más en la cola del hospital o que sus hijos tenían menos recursos para ir al colegio. Pero, de repente, Mas habla de nación, de una afrenta de España, y cohesiona a ese grupo con unos criterios que no son económicos ni sociales, sino nacionales.

P. Hablando de Cataluña: defiende en el libro que "es incongruente ser marxista y nacionalista", pero también que no extendería esta incompatibilidad al independentismo. ¿Por qué lo cree así?

R. La frontera entre el nacionalismo y el independentismo es muy difusa, y depende de los consensos a la hora de definirlos. Creo que el nacionalismo es muy difícil de conjugar con la izquierda porque consiste en acentuar la diferencia en términos étnicos o culturales en lugar de tener presente nuestro papel conjunto como trabajadores. En cambio, el independentismo tiene determinados contextos históricos: el independentismo cubano, el de los países latinoamericanos contra España o el de las colonias contra las metrópolis ha conjugado muchas veces con la izquierda porque era una forma de emanciparse frente a una opresión. Pero el caso de Cataluña no cabe en esas delimitaciones, y por eso no entiendo a los independentistas catalanes que se dicen de izquierdas; entiendo lo que dicen, pero no comparto sus conclusiones. La independencia en Cataluña, la que proponen en la Ley de Transitoriedad, no es un proyecto anticapitalista, eso es evidente: hasta mantiene las instituciones de la UE, es obvio que no pretende ser una revolución socialista. Pero incluso una independencia más ideal no es beneficiosa para las clases populares ni de Cataluña ni del resto del Estado, y se producen paradojas como que se esté defendiendo a los Mossos d'Esquadra, que hace diez años te pegaban por defender la sanidad pública. Se está produciendo una idealización de las estructuras del Estado catalán, que han sido las mismas que han defendido un orden de las cosas absolutamente injusto y contra el que se movilizó gran parte de la izquierda. El independentismo yerra su tiro: es legítimo, pero creo que se equivoca.

P. ¿Y cómo se abre la izquierda paso en ese marco en el que la discusión principal es sobre el tema nacional y no sobre las propuestas sociales?

R. No podemos negar la realidad: hay un debate nacional, y uno puede cerrar los ojos y decir "no me gusta esto, voy a seguir insistiendo en lo otro", pero le va a dar igual. Tenemos que ofrecer una alternativa también dentro del marco nacional, y lo que estamos haciendo es decir que nosotros sí tenemos un proyecto de país. Nosotros queremos una España unida, pero desde la diversidad, desde el respeto a lo plurinacional, y con un modelo federal que respete los derechos sociales. Nuestro proyecto de país es el único coherente, el único que tiene sentido común en el medio plazo. A corto plazo... hay una guerra de banderas, y ahí es muy difícil abrirse camino, porque la guerra de banderas está relacionada con las comunidades imaginadas, con pasiones y sentimientos, es más parecida a la religión que a un debate político serio. Ahí hay poco espacio, porque el escenario se polariza y quienes ganan son, precisamente, quienes están en los polos. Pero es insostenible la declaración de independencia contra la mitad de la población y también negar eternamente que hay un problema, y al final se abrirá paso necesariamente una vía intermedia. Nuestra posición es la más adecuada a medio plazo.

P. Dice usted que "necesariamente" se abrirá una nueva etapa a medio plazo, pero el conflicto catalán lleva enquistado desde 2012...

R. Pongo un ejemplo del siglo XIX, las guerras en Cuba de la década de 1860. La población española al completo, desde los esclavistas de Cuba hasta el Partido Republicano Federal, defendían la soberanía de España y luchar contra los independentistas cubanos. Eso movilizó lo que en su día se llamó "nacionalismo popular": todo el mundo, de izquierdas y derechas, apostaba por defender España y la soberanía. En ese clima era muy difícil abrirse paso entre las dos posiciones polarizadas, pero en los años posteriores se generó un desgaste en el Gobierno: hubo muertos, hubo crisis, familias destrozadas, y ese clima de nacionalismo popular se vino abajo, y en pocos años tuvo lugar la revolución de la Gloriosa y después la Primera República. Es decir: los mismos que apoyaron fervientemente al nacionalismo español para ganar una guerra, posteriormente culparon al Gobierno de sus consecuencias. ¿Qué quiero decir con este símil? Que, ahora mismo, tenemos unas posiciones muy irracionales, de gente defendiendo a ultranza o bien el 155 o bien la declaración unilateral de independencia sin saber ni como van a gestionar el aeropuerto, y son posiciones que, como se enconen más, van a generar frustración en la gente. Y yo creo que ya está sucediendo: hay gente que ya está cansada del tema en Cataluña, pero también en España. Y cada vez va a ser más, y cuanto más se prorrogue todo esto, esa frustración va a pedir una salida, incluso entre gente que hace unas semanas estaba en la Plaza de Colón pidiendo la unidad de España.

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P. Sin embargo, en ese corto plazo del que habla, su posición les está perjudicando en las encuestas. ¿Cree que Unidos Podemos está cometiendo errores a la hora de transmitir su propuesta?

R. Lo primero es que hay una dificultad estructural, la que comentábamos: en este marco, la gente te intenta preguntar sí o no, en este lado o en el otro. Y cuando las cosas no son tan sencillas, la gente no te entiende, porque sus propias lentes les obligan a elegir entre Rajoy o Puigdemont: ciertamente es complicado, por no decir imposible, en nuestro caso. Por otro lado, probablemente hayamos cometido errores de comunicación, pero nuestra propuesta es bastante evidente: queremos una España unida en la diversidad, plurinacional y federal que respete los derechos sociales. Esto es un problema político y se resuelve desde la política, no vale solo con los jueces, la policía o el jefe de Estado. Solo se resolverá el problema cuando haya una negociación política, porque esto no se trata de que Puigdemont sea un delincuente, se trata de que hay dos millones de personas en Cataluña que piden algo que ahora mismo es ilegal, y eso no se resuelve mirando a otro lado ni mandando policías.

De este segundo razonamiento sale nuestra Declaración de Zaragoza, que fue interpretada masivamente como un apoyo a Puigdemont cuando no es cierto, porque él no quiere diálogo sino una declaración unilateral de independencia. En un marco así, Rajoy dice que nosotros somos independentistas y Puigdemont que somos españolistas; esa situación es propia de este momento, y no niego que pueda tener un efecto en las encuestas. Pero creo que hay que aguantar y patearnos el país presentando nuestra propuesta.

El coordinador federal de IU, Alberto Garzón (Logroño, 1985), siempre ha hecho gala de ello: él es comunista, pese a que Unidos Podemos, el grupo parlamentario donde ahora mismo desempeña su labor parlamentaria, no lo sea. Y lo hace porque "en la actualidad, como en el siglo XIX, ser comunista es ser demócrata y ser demócrata es ser anticapitalista", según defiende en su ensayo Por qué soy comunista (Ediciones Península), una obra en la que señala al capitalismo como la causa común de problemas como el aumento de la desigualdad, el renacimiento del nacionalismo o la crisis ecológica.

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