La vida de Alejandro Salado (Madrid, 1986) ha estado marcada, desde que apenas tenía siete años, por su contacto directo con la tercera edad. Tras la muerte de sus padres, y junto a sus dos hermanos, se crió con sus abuelos, y vivió también el envejecimiento progresivo de su bisabuela. "Siendo yo muy pequeño, mi abuela tuvo que ingresar a su madre en una residencia. Fue muy duro a nivel emocional. Mi abuela, después de hacerlo, lo pasó bastante mal", recuerda. Y él, a pesar de levantar apenas un metro del suelo, quedó condicionado por esa circunstancia para siempre: se dedicó, durante 20 años, al sector sociosanitario y de cuidados de las personas mayores. Pero hace poco más de dos años, abandonó esa vocación. "Me cansé de sufrir y de sentirme desamparado", confiesa, en conversación con infoLibre.
Ahora cuenta toda su historia en el libro Lodo y fango en las residencias (Círculo rojo), que se publicó el pasado 27 de diciembre y con el que quiere "concienciar y dar visibilidad a la sociedad sobre las situaciones tan complejas por las que están pasando" muchos de estos centros, como reza su sinopsis, que plantea una pregunta al lector: "¿Cómo queremos envejecer y vivir la última etapa de nuestra vida?"
"He podido comprobar que los problemas que yo veía en la residencia en la que trabajaba eran generalizados, se producían en todas, especialmente en las privadas, donde por ejemplo no se exige ser personal sanitario para trabajar como gerocultor", denuncia. "Jamás entenderé que se pueda trabajar en una residencia sin esa formación, haciendo un simple curso online", lamenta.
La decisión de sentarse y escribir, según cuenta él mismo, no fue fácil, pero ver "durante muchos años el deterioro" de la que era su pasión desde bien pequeño le impulsó. "Escribí un primer borrador, pero enseguida me sobrecargué. En ese momento decidí ponerme a trabajar en el apoyo a las familias", recuerda, lo que paradójicamente le devolvió las ganas de narrar lo que ocurría de puertas para adentro en las residencias. Y todo ese trabajo previo también está incluido. "Entrevisté a 200 personas, y al final publiqué 13 testimonios de familiares y trabajadores en el libro para hacer hincapié en que no son casos puntuales", relata.
2016, cuando todo empezó a caer "en picado"
Para saber de qué manera Alejandro empezó a perder su vocación, hay que remontarse al año 2016, el momento en el que todo empezó a caer "en picado". "Fue entonces cuando empecé a alzar la voz", explica. El centro en el que trabajaba en ese momento y desde hacía dos años fue adquirido por el grupo Orpea —que cuenta con 7.943 plazas en toda España repartidas en 47 centros, según el libro ¡Vergüenza! El escándalo de las residencias, de Manuel Rico, director de investigación de infoLibre—, una operación tras la que empezaron, dice, las "políticas agresivas". Se trataba de una residencia ubicada en el municipio madrileño de San Lorenzo de El Escorial, con plazas concertadas con la Comunidad de Madrid.
Tras el aterrizaje de los nuevos dueños, empezaron primero los cambios en los protocolos. "Nosotros hacíamos los cambios en unos baños geriátricos comunitarios situados al lado de los salones comunes. Hacíamos una cola para poder cambiar a todos los residentes entre dos gerocultores, trabajando como si fuéramos máquinas en una cadena de producción. Visto desde fuera y cara a las familias, da una mala imagen. [...] Una de las grandes ideas de estos empresarios era exigirnos hacer los cambios en sus habitaciones (que en muchos casos estaban alejadas en otras plantas), llevándoles de uno en uno. Es cierto que de cara a las familias y a la imagen del centro, parece una gran idea (y para mí también lo es, puesto que el residente tenía así más intimidad e higiene), pero a la hora de la práctica era inviable debido a la falta de personal. Muchos residentes se quedaban sin cambiar en todo el turno", relata Alejandro en su libro.
Más tarde llegaron las sanciones. La primera, después de que un familiar exigiera una inspección, que detectó que los registros de deposiciones e ingestas no se estaban realizando adecuadamente. Pero es que no se podía, recuerda. "Con la falta de personal no llegábamos, y siempre preferíamos priorizar el trato asistencial", detalla. La merma de personal en su turno llegó a ser hasta del 50%. "Cuando había vacaciones y bajas, ya era imposible trabajar", añade.
Los culpables, sin embargo, fueron los trabajadores que habían alzado la voz. "Nos castigaron a los que habíamos denunciado que no éramos trabajadores suficientes, y eso me obligó a denunciarles [a la empresa], porque nos culparon del mal funcionamiento que se había acreditado en aquella inspección", cuenta.
Alejandro, en su demanda, alegó sufrir un "trato degradante" por parte de la empresa, pero el Juzgado de lo Social número 31 de Madrid la desestimó. Sin embargo, ya en junio de 2020, el Tribunal Superior de Justicia cambió de opinión y obligó a la empresa a rescindir el contrato y a indemnizarle con 7.700 euros, lo equivalente a un despido improcedente. La empresa fue condenada por "un incumplimiento muy grave de las obligaciones empresariales en materia de prevención de riesgos".
Además, Alejandro, concluyó la sentencia, había sufrido "sucesivas crisis de ansiedad" que le obligaron a "diversas bajas por incapacidad temporal". "Todo tenía su origen en lo que veía en la residencia", cuenta desde el otro lado del teléfono, recordando que esos episodios de estrés y ansiedad le obligaron a vivir la crisis del covid fuera del centro, aunque en todo momento en contacto con sus compañeros y con las familias de los mayores.
Al volver, no se libró de ver lo que la pandemia había provocado. "Todavía tengo imágenes grabadas en mi mente, como las de la ropa de los ancianos fallecidos amontonada en el garaje. Además, la forma de trabajar había cambiado radicalmente", relata.
"No queremos indagar en lo que pasó"
Por eso tras recibir la sentencia, concluyó que su carrera como profesional de las residencias había llegado a su fin. Su vocación, mermada por la llegada de la empresa privada a su residencia y por una salud mental agotada que hasta el impidió estar en primera línea durante la crisis sanitaria, se había esfumado. "He vivido situaciones atroces que ni el mejor guionista de una película de terror podría imaginar", lamenta en su libro. Lo peor: "Hay un silencio y un hermetismo social sobre este tema. Es como si no quisiéramos saber de él", añade. Y eso, a pesar de que "todo el mundo sabe que son sitios a los nunca les gustaría ir" porque "están funcionando mal".
Ver másLos juzgados mantienen abiertas 106 causas por las muertes en residencias
"Nos da miedo mirar a la muerte y al envejecimiento. Por eso no queremos indagar en lo que ha pasado, porque va a causar dolor", denuncia. Se queja de este modo de las escasas investigaciones que se han realizado después de los fallecimientos en residencias. Según los datos de la Fiscalía General del Estado, los juzgados mantienen abiertas 106 causas. Otras 34, en cambio, fueron archivadas por órganos judiciales, la mayoría en 2022. De ellos, 20 se incoaron por denuncia o querella del Ministerio Fiscal y la institución recurrió 31 autos de archivo, de los cuales 19 han sido estimados, cuatro han sido desestimados y ocho están pendientes de resolución.
Alejandro reclama después de todo lo vivido, un "cambio estructural" en los centros de mayores. "Hace falta vigilancia y que se cumplan las normativas, sobre todo las relativas al personal. Una residencia no puede parecer una fábrica de hacer croquetas. El personal es lo más importante, porque si no, se viven situaciones dramáticas. He llegado a ver a trabajadores dando de comer rápido a los ancianos, por falta de tiempo, antes de acostarles, lo que en alguna ocasión ha provocado el fallecimiento de la persona por un atragantamiento", cuenta. "Lo que ha pasado es muy gordo", añade.
Actualmente, trabaja en "otra rama del sector sanitario", en un nuevo proyecto del que prefiere no contar demasiado. No quiso distanciarse demasiado de su profesión, recuerda, porque no se arrepiente de haberla escogido. Ni siquiera después del sufrimiento que dice haber soportado. "Ha sido un camino muy duro, pero he aprendido mucho, pero creo que desde donde estoy ahora puedo hacer más fuerza", recuerda. "Y ya no me desgasto, ni anímica, ni emocionalmente", sentencia.
La vida de Alejandro Salado (Madrid, 1986) ha estado marcada, desde que apenas tenía siete años, por su contacto directo con la tercera edad. Tras la muerte de sus padres, y junto a sus dos hermanos, se crió con sus abuelos, y vivió también el envejecimiento progresivo de su bisabuela. "Siendo yo muy pequeño, mi abuela tuvo que ingresar a su madre en una residencia. Fue muy duro a nivel emocional. Mi abuela, después de hacerlo, lo pasó bastante mal", recuerda. Y él, a pesar de levantar apenas un metro del suelo, quedó condicionado por esa circunstancia para siempre: se dedicó, durante 20 años, al sector sociosanitario y de cuidados de las personas mayores. Pero hace poco más de dos años, abandonó esa vocación. "Me cansé de sufrir y de sentirme desamparado", confiesa, en conversación con infoLibre.