Desde que llegó a la presidencia del PP y se estrelló –por dos veces– en las elecciones generales, Casado pide siempre tiempo para construir el proyecto con el que quiere ganar a Sánchez. Pero la realidad se empeña en negárselo. Ahora, cuando se disponía a aprovechar una autopista de uno o dos años sin convocatorias electorales, que es lo que creía tener por delante hasta 2023 para renovar con tranquilidad el proyecto conservador, la guerra abierta con Ciudadanos y la convocatoria de elecciones anticipadas en la Comunidad de Madrid han echado por tierra todos sus planes.
Madrid es un buque insignia para cualquier partido, pero en el caso del PP, desprovisto de poder institucional en gran parte de España, tiene importancia capital. Casado no puede permitirse perder una comunidad en la que los conservadores llevan gobernando ininterrumpidamente desde hace 26 años.
Desde que se hizo con el timón del PP, Casado mantiene una férrea oposición al Gobierno de Sánchez con la que trata de evitar que Vox emerja como alternativa. Pero a partir de octubre el líder del PP comenzó a ensayar un discurso político de moderación con el que trata de pasar por centrista pese a tener una vocación política enraizada en las ideas de José María Aznar.
El problema es que ese es un proyecto muy alejado del que encarna Isabel Díaz Ayuso. En el fondo y en las formas. La presidenta de la Comunidad de Madrid representa las posiciones más radicales del partido, hasta el punto de haberse convertido en la dirigente del PP con la que más menudo cierran filas los ultras de Vox. Está muy cerca de los de Santiago Abascal, como también lo están Esperanza Aguirre y José María Aznar, dos de sus máximos valedores en el partido. Así lo atestiguan sus ideas económicas ultraliberales y su resistencia a adoptar medidas contra la pandemia en nombre de la economía de la región. O su disposición a abrazar ideas de la derecha radical, como el llamado veto parental —permitir que los padres puedan mutilar el currículum escolar de sus hijos en función de sus creencias religiosas o políticas— o el negacionismo de la violencia machista.
El líder del PP, todavía escaldado por la catástrofe electoral de Cataluña, y acosado por las investigaciones judiciales que un día sí y otro también recuerdan el turbio pasado de su partido y sus vínculos, todavía sin aclarar, con la corrupción, reafirmó hace apenas un mes su voluntad de reconstruir la unidad del espacio electoral del centroderecha desde la moderación, lejos de la polarización y el extremismo de la derecha radical. Un discurso que no todos comparten en el ámbito ideológico de la derecha, incluidos destacados creadores de opinión en los medios que le son afines y que apenas disimulan su debilidad por Ayuso.
Hace pocos días, Casado aseguraba que su tarea es “mover a la mayoría social a la centralidad del partido, porque estamos en una España absolutamente polarizada. No se trata ya de tocar la corneta y decirle al partido ‘vamos hacia allá’; se trata de tocar la campana y conseguir que esa mayoría silenciosa y tranquila, pero ahora polarizada en los extremos, vuelva al PP. Y de resistir los cantos de sirena de aquellos que nos quieren forzar a que nos movamos del espacio en el que nunca ha dejado de estar el PP”.
Eso no lo va a poder hacer ahora. Ayuso milita en esa polarización, que utiliza con éxito para despuntar contra el Gobierno de Sánchez. Y para disputar a Vox el voto de la derecha más extrema sin descuidar el de la derecha tradicional. Ayuso necesita enarbolar banderas que necesariamente arruinarán el relato centrista de Casado. “Voy a por la mayoría absoluta”, repitió la presidenta madrileña en todas la entrevista que concedió este jueves después de disolver la Asamblea. Sin ocultar que, si necesita a Vox, no dudará en pactar con ellos.
La cita electoral obliga a Casado a poner a prueba ahora mismo un proyecto en el que se lo juega todo y que pretendía posponer hasta 2023: reunir todo el voto del centroderecha de nuevo bajo las siglas del PP. Sólo así podrá alcanzar esa mayoría absoluta con la que sueña Ayuso y que él mismo se marcó este jueves como objetivo ante los medios de comunicación: “Las elecciones en la Comunidad de Madrid van a ser la primera etapa de la unidad del centro derecha en torno al PP“, aseguró. “Yo llevo intentándolo tres años con los demás partidos de centro y de derecha. Si no lo han querido, lo haremos ahora por la base, por los españoles, por los madrileños, que podrán unir al centro derecha en la papeleta del PP”.
Es una apuesta arriesgada. Gobernar por mayoría absoluta en Madrid no es imposible, pero sí extremadamente difícil. Esperanza Aguirre fue la última en conseguirlo, con porcentajes de voto cercanos o superiores al 50% que hoy parecen inalcanzables (el PP apenas superó el 22% en 2019).
Si lo logra será porque habrá triunfado la polarización de Ayuso, todo lo contrario de lo que él afirma defender. Y si fracasa quedará, en el mejor de los casos, en manos de la agenda ultra de Vox. Un ingrediente con el que le resultará muy difícil reconstruir una hoja de ruta centrista creíble. En el peor, habrá perdido el Gobierno de Madrid.
La estrategia de Vox
Santiago Abascal lo tiene meridianamente claro. Vox quiere aprovechar el impulso de las elecciones catalanas, el desgaste y los titubeos del PP, para avanzar en su objetivo, ampliar su influencia y hacer de sus grandes principios ideológicos la norma en el centroderecha. Sus dirigentes creen que un escenario electoral les favorece. Por eso celebran la decisión de Isabel Díaz Ayuso de convocar a las urnas y reprochan a los presidentes de Murcia, Andalucía y Castilla y León no haberlo hecho.
Ahora se proponen avanzar en Madrid repitiendo la estrategia de éxito de Cataluña. Aquella campaña se basó en la repetición, casi machacona, de ideas simples dirigidas a las personas que más están sufriendo las consecuencias económicas de la pandemia: demonizar a la inmigración, denunciar una supuesta islamización, airear la idea de que las calles son cada vez más inseguras, reclamar la reapertura total de la actividad económica y exigir el fin del “despilfarro” en la administración pública.
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Para empezar, Abascal se dio este jueves un baño de masas en una plaza pública de Murcia. En un mitin aparentemente improvisado —en realidad el primero de la precampaña madrileña, aunque tuviese lugar en Murcia—, el líder de Vox calificó el mecanismo constitucional de la moción de censura de “atropello”, “robo” y “fraude electoral”. Acusó a Ciudadanos de “traición” y retrató a Casado y a Arrimadas como dos políticos compitiendo en “una alocada carrera para ver quién pacta antes con Sánchez e Iglesias y quién le ríe las gracias mejor al Gobierno socialcomunista”.
Y en un guiño a la derecha radical norteamericana y a sus movilizaciones frente al Capitolio, pidió a los murcianos que se rebelen contra sus representantes públicos. “Si no lo evitáis, esta región leal a España caerá en manos del socialismo corrompido, del comunismo y del transfuguismo sin escrúpulos”, proclamó. “Tenéis que salir a las calles; interpelad a vuestros representantes y exigidles que os devuelvan la palabra” en unas elecciones.
Socialismo frente a libertad, argumentó ante sus seguidores. La misma idea que Ayuso y Casado han convertido en lema para las elecciones del 4 de mayo. Este viernes trasladará su campaña a Barcelona, al acto de contitución del Parlament de Cataluña. Ya ha convocado un nuevo mitin, esta vez en el acceso al parque en el que está la sede del legislativo catalán.
Desde que llegó a la presidencia del PP y se estrelló –por dos veces– en las elecciones generales, Casado pide siempre tiempo para construir el proyecto con el que quiere ganar a Sánchez. Pero la realidad se empeña en negárselo. Ahora, cuando se disponía a aprovechar una autopista de uno o dos años sin convocatorias electorales, que es lo que creía tener por delante hasta 2023 para renovar con tranquilidad el proyecto conservador, la guerra abierta con Ciudadanos y la convocatoria de elecciones anticipadas en la Comunidad de Madrid han echado por tierra todos sus planes.