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Del discurso al 'canutazo'
El escritor y catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco, Antonio Rivera, publica Antología del discurso político (Catarata, 2016). infoLibre adelanta la introducción del ensayo titulada Del discurso al 'canutazo', en la que el autor repasa la historia del discurso político, desde la oratoria clásica hasta su influencia mediática actual. El libro sale a la venta este lunes 18 de abril.
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Los discursos políticos no los han hecho solo los políticos; hay pronunciamientos orales hechos por ciudadanos, científicos, artistas, literatos o simplemente testigos de algo capaces de proyectar toda la emoción, de profundizar en una gran reflexión o de concluir consecuencias mucho más políticas que las que proporciona la política profesional. Con todo, sí, la mayoría de discursos políticos los han pronunciado políticos.
La importancia del discurso ha venido asociada a circunstancias como el tipo de cultura de las sociedades, el desarrollo de determinadas tecnologías de la comunicación o la influencia cambiante del grupo al que se dirige, ya sean elites poderosas o multitudes determinantes. Las sociedades tradicionales eran de cultura oral, no escrita y mucho menos audiovisual, como la nuestra. En ellas, la palabra era el instrumento de transmisión de la información. Por eso, el discurso del poderoso o del pensador (o del sacerdote) estaba a la orden del día. Sin embargo, la lejanía en el tiempo y los pocos recursos técnicos que existían para retener la literalidad de las oraciones públicas hace que sean escasos los que han llegado hasta nosotros, y en su totalidad indirectos, recreados con incierta veracidad por quienes los llevaron al papel.
Sin embargo, cuando la extensión de tecnologías como la imprenta y la prensa, y de habilidades como la lectura, permitió que mucha gente pudiera conocer lo que se había dicho en algún lugar, el discurso vivió su momento do - rado. Los siglos XIX y XX, nuestra contemporaneidad, son por eso el tiempo del discurso, y en concreto del discurso político. Los medios escritos reproducían lo que se decía en las tribunas parlamentarias, en las concentraciones de multitudes, en las salas de juicios o en los pronunciamientos graves en ocasiones difíciles. Además, tercera circunstancia, en el ecuador de nuestra contemporaneidad emergió la masa humana como factor determinante. El número de sujetos empujó en direcciones diversas y hubo que contar con él, por fuerza o por respeto a una ley más avanzada y generosa. Ese hecho condicionó las formas de la política. La masa se mueve y es movida por la pasión más que por la lógica y la razón. Por eso el discurso vibrante, tendente a buscar la víscera más que el cerebro, se convirtió en un mecanismo de gran importancia para alcanzar el poder, sostenerse en el mismo o simplemente combatirlo. Donde antaño se estilaba el discurso culto y erudito, plagado de referencias, historiado, dotado de un hilo argumental fuerte, interminable (porque normalmente se pronunciaba ante personas sosegadas que escuchaban sentadas), comenzó a extenderse el pasional, sostenido en palabras dotadas de evocadora semántica para la concurrencia —esos trinomios de Libertad-Igualdad-Fraternidad, Dios-Patria-Rey, Sí-se-puede…—, dicotómico en su argumentación, sencillo en su digestión; a veces siguieron siendo prolongados, aunque se recibieran de pie.
El punto final, de momento, de la vida del discurso y de su eficacia viene determinado por dos circunstancias: nuestra cultura masiva y nuestros sofisticados medios de comunicación. Añadiría incluso una tercera: el tipo de conocimiento superficial, múltiple y simultáneo que caracteriza el siglo XXI por mor de las dos primeras. Es el tiempo, entonces, del canutazo, esa declaración sintética —veinte segundos, como un anuncio televisivo— que recoge, no el argumento, sino la consigna para la ocasión, el mantra partidario de la jornada. Un sistema exageradamente competitivo de mensajes de todo tipo contribuye a depreciar el esfuerzo por crear razonamientos complejos. Todo cabe en ciento cuarenta caracteres o en el tiempo de una efímera declaración pública, a la que seguirá otra y otra más, un despliegue caótico de noticias, tantas como mensajes publicitarios de todo tipo de productos y servicios. De un discurso pronunciado ante un auditorio reclamado para escuchar solo quedará un grueso titular o esos veinte segundos de vídeo. Razón por la cual la mayoría de los discursos políticos se supeditan hoy a esa exigencia del medio (que constituye y determina el mensaje, como dijo MacLuhan hace ya decenios). Las nuestras son democracias mediáticas en las que no queda claro cuál de los dos términos es el sustantivo y cuál el adjetivo; en todo caso, se complementan y condicionan simbióticamente.
Por eso, Castelar o Churchill o Saint-Just no podrían dedicarse hoy a su vocación política; o deberían hacerlo de manera distinta a como lo hicieron. Con todo, todavía se puede escuchar o leer un buen discurso –Internet está plagada de ellos: el soporte de la evanescencia intelectual es también el de los argumentos de peso. Conservadores como Reagan, Thatcher o Sarkozy y liberales como Barack Obama han pronunciado discursos —a veces cuidadosamente redactados por brillantes “negros”— de gran belleza, sensibilidad, ingenio, hilo argumental, contundencia y densidad expositiva, e incluso habilidad para denostar con elegancia a sus competidores y aparecer como elección inevitable ante su audiencia. Pero de la mayoría de ellos acaba llegando al gran público solo una frase reiterada —que incluso no pertenece al referido discurso o que es totalmente apócrifa— o un sonsonete celebrado y musical del tipo “Yes, we can!”.
En un pasado todavía no muy lejano, los ciudadanos eran capaces de permanecer ante una radio o un aparato de televisión y escuchar pacientes las reflexiones del enfermo presidente Roosevelt o las inacabables salutaciones de Navidad de Franco. Por supuesto, la atención no necesitaba reclamo si el instante es de gravedad por una amenaza bélica o por una crisis profunda de la normalidad política (o por un incidente natural y su respuesta). Los dirigentes populistas (y los autoritarios) han recurrido al discurso con insistencia y con la ventaja que da el monopolio de la palabra, ya sea en plazas, ya desde los medios de comunicación clásicos o modernos; en la mayoría de los casos estos engrosan La lista de oradores pertinaces. Pero remontándonos un poco más en el tiempo, antes del corte de la segunda gran guerra, constituía un hábito que los grandes discursos políticos (y de políticos) ocuparan planas y planas de diarios o que se recogieran en publicaciones específicas que tenían sus lectores. Castelar o Cánovas podían prolongarse hasta la extenuación en sus oraciones en los ateneos o en la tribuna del Parlamento, seguros de que todo su saber no se iba a perder en un tercio de minuto, sino que quedaría para la posteridad en la publicación correspondiente, muchas veces corregida y pulida formalmente después.
Los grandes tribunos pasados y presentes tienen buenos libros compilatorios de sus mejores discursos. Igualmente, todos los países y lenguas tienen sus listas de los “mejores cien” de su historia, que publican de la misma manera que este que el lector tiene ahora en sus manos. Aunque ya no tenemos un público masivo dispuesto a solazarse con una buena lectura de algo que se pensó por escrito (las más de las veces) y que se escuchó oralmente y en público, aunque todo lo que pase de veinte segundos de recepción ya amenaza con ser una tarea heroica, aunque el pensamiento complejo (que lo hay, y mucho, en muchos discursos) ya no esté de moda, hay todavía ciudadanos capaces de apreciar la virtud de la palabra y la magia de un argumento tan bien pensado como dicho.
Incluso podría acudirse a una razón instrumental: un buen discurso, más allá de su belleza formal, literaria, informa extraordinariamente sobre el individuo que lo pronuncia y su intención, así como sobre el tiempo y lugar en que se produce, y sobre el tipo de propuestas que se formulan en él y el destino de las mismas. Los interesados en la filosofía, la política, la historia o la evolución del pensamiento encuentran en los discursos una fuente inmejorable.
Luego queda que cada selección de los “cien mejores” (o algo parecido) sea acertada. Ahí entra en juego el olfato y mirada del editor, dos sentidos que todavía no habían sido reclamados aquí. Sin duda que en todas las antologías son todos los que están, por mucho que no puedan estar todos los que son. El criterio en esta que nos ocupa ha sido rastrear la historia del discurso desde que tenemos noticia del primero de ellos. Lógicamente, abundan los más cercanos a nosotros en el tiempo por aquello de la abundancia de recursos técnicos para recogerlos, pero también sobre todo porque la contemporaneidad se soporta fundamentalmente en la competencia de diversos argumentos y no en el monopolio de una verdad.
En consecuencia, la contemporaneidad, como ningún otro tiempo anterior, se ha pasado el día vendiendo su producto en la plaza ante públicos cada vez más numerosos y capacitados intelectual y legalmente. La política (y la razón) competitiva es propia de nuestras sociedades, y el discurso, en el formato que sea, es su medio por excelencia. Del mismo modo, la ignorancia de este editor es mayor conforme más distante es la cultura de la que participa. Por esa razón hay más discursos seleccionados de nuestro mundo occidental, aunque se ha hecho un esfuerzo por no dejar demasiado huérfano ningún lugar del planeta.
El procedimiento de localización en este caso no ha ido del discurso al tema, sino al revés. Se trata también de conformar e ilustrar una “historia del mundo”. Es decir, identificar las temáticas fundamentales para después localizar un discurso que las represente con energía y seso (o al menos con gravedad e intención, más allá de su fondo y resultado). Interesa traer a colación el absolutismo monárquico y se reclama y busca alguna oración del magnífico representante de esa tendencia que fue Luis XIV, no al revés (el Rey Sol no tenía Ni facultades ni posibilidades para participar del “top one hundred” de oradores). La mayoría de los discursos son muy largos incluso para un libro. Quiero decir que con pocos se completa una monografía. Es cierto que solo con una lectura al completo se puede apreciar toda su brillantez (si la tiene), pero para eso están las selecciones correspondientes a una sola persona. Al tratarse de una antología general, como en este caso, es preferible recortar partes de los mismos para poder incluir un número significativo, hacer un buen recorrido por la historia y seleccionar los pasajes más evocativos, interesantes o informativos. Si el editor lo hace mejor o peor es otro asunto.
Otra característica de esta antología es que solo se ha elegido un discurso por cada personaje. Hay oradores brillantísimos que, como los buenos cantantes, no tienen un discurso malo. Son tan brillantes que han aportado, incluso, testimonio y argumentos a diferentes momentos y problemas cruciales del trozo de historia que les tocó vivir. Churchill fue capaz de hablar con tanto tino de la amenaza nazi y de lo que prometía a sus conciudadanos al enfrentarse a la misma como de la nueva confrontación bipolar que iba a suceder al fin de la guerra mundial o de la necesidad del viejo continente de conformar algún tipo de unión para ser algo y no acabar emparedado entre aquellas dos nuevas grandes potencias. Kennedy solo gobernó tres años, pero tuvo tiempo para estar en diferentes momentos estelares (o al menos sumamente peligrosos) de la humanidad: la crisis de los misiles en Cuba o el bloqueo de Berlín. Además, prometió una “nueva frontera” a los americanos. De cada una de esas excepcionales ocasiones y temáticas (y de otras más que protagonizó) se guardan magníficas intervenciones orales. Otra vez la selección de los mejores se compondría con muchos discursos de solo unos pocos oradores, y aquí se ha querido abrir el campo y conocer la más amplia posible panoplia de voces. Incluso incluyendo discursos un poco caóticos, como ese de la toma de posesión de Evo Morales, cuando se le complicó la chanchulla (“chuleta”) de temas que llevaba preparada y él mismo se dio cuenta de que se perdía. Lo singular de su experiencia —un indígena llegando con los votos al ejecutivo de su república— lo salva y le permite entrar en esta antología.
A veces, también, echamos mano de cierta generosidad para traer aquí algunos discursos que no se sabe muy bien si se pronunciaron, ni ante quién o si eran únicamente oraciones con autoría que se repetían en plazas o en la intimidad; el Medioevo es el reino de esas narraciones que resisten porque se repiten popularmente más que porque nos hayan llegado fielmente escritas. De la multitud de versiones que tienen los discursos célebres antiguos mejor no hablar demasiado; al final se acaba eligiendo aquella que parece más plausible a la hora de reproducir lo que se podía estar diciendo entonces. Aunque incluso discursos más recientes —el de un jefe indio norteamericano en el ecuador del XIX, pero lo mismo el de Perón un siglo después— son pasto de “decoradores” que introducen en ellos temáticas que no existían en el tiempo del protagonista o que sustraen palabras realmente dichas que podrían usarse o interpretarse con desventaja después. La conciencia histórica de la modernidad ha hecho del pasado y del futuro idénticos tiempos imprevisibles y cambiantes. Como dice Rüdiger Safranski, uno y otro, “vistos desde el presente, son el gran espacio de lo posible”. Ahí sí que el soporte audiovisual parecería en principio proporcionar más garantías de autenticidad que las reconstrucciones literarias de la antigüedad clásica. Pues no: volviendo a Perón, su famoso discurso de acceso al poder puede Contemplarse hoy en Youtube con todo tipo de amputaciones y manipulaciones; y seguro que no es solo el suyo. En otros casos, la interpretación cambiante en el tiempo da lugar a entretenidos debates filológico-históricos sobre la semántica de las palabras (el significado de la honorabilidad de las doncellas que reclamaba Eamon de Valera para su Irlanda soñada es un buen ejemplo de ello).
Discursos, por último, de múltiple factura. De conocerla, la hemos hecho constar en los delantales introductorios de cada uno de ellos. Algunos se improvisaron, otros se llevaban pensados, otros se leyeron penosamente, los hay hechos por oradores que podían dar más de un discurso por jornada y los hay escritos por brillantes intelectuales agazapados (“negros”) que son declamados con mejor o peor capacidad por sus puntuales dueños de la palabra. Algunos son declaraciones leídas o pronunciadas sin tanta elaboración ante una multitud organizada o espontánea, ante una cámara legislativa, ante periodistas, ante una cámara de televisión o un micrófono de radio, ante un juez, recogiendo un galardón, en la disputa de un congreso, en un acto fúnebre o de recuerdo… No son iguales todos los escenarios y momentos, y por eso es conveniente decir algo al respecto.