"Se ensañaron en el vientre, me desplazaron la vejiga": nueva cascada de querellas por torturas en la dictadura

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Junio de 1973. Tras meses de tensiones, las calles arden en Navarra. En el epicentro del conflicto se encuentra Motor Ibérica, una de las grandes firmas dedicadas a la fabricación de maquinaria agrícola y vehículos industriales. La empresa ha anunciado sanciones disciplinarias a todos aquellos empleados que han secundado los paros organizados en respuesta a la resistencia de la compañía a abonar una serie de pagas pendientes. Y los obreros responden con piquetes y encierros. Poco a poco, el conflicto se va extendiendo por toda la comunidad. Las muestras de apoyo desde otras firmas son constantes. Desde Super Ser a Potasas pasando por Imenasa o Papelera. Al final, la pequeña chispa en Motor Ibérica provoca una huelga general que paraliza todo el cinturón industrial de Pamplona.

María Concepción Edo tenía entonces 19 años. Pero su corta edad no le frenó a la hora de salir a la calle. Era martes, 19 de junio de 1973. Y la joven, junto a su cuadrilla, se dedicó a repartir octavillas de la Oposición Sindical Obrera (OSO), un sindicato cercano al Partido Comunista. Medio siglo después, recuerda con todo lujo de detalles aquella jornada. Las carreras delante de los grises, la subida galopante hasta lo más alto del edificio de la Telefónica, la lluvia de folletos que provocaron desde lo más alto de aquel inmueble, el autobús que interrumpía su marcha, las dependientes abandonando los establecimientos. Era una jornada de solidaridad masiva con los trabajadores. Y las calles, en plena dictadura, eran suyas.

Pero luego todo se convirtió en un infierno. Cuando aquella cría regresó a casa, se le congeló la sangre al ver que la maderita que había dejado en la puerta a modo de aviso ya no estaba. Cuando quiso darse cuenta, rodaba por las escaleras. Se dio en la cabeza, pero los policías que participaron en la detención le negaron la asistencia sanitaria. Desde el primer momento, los golpes e insultos fueron constantes. "¡Zorra, guarra, puta! ¿Con cuántos fornicas? Dinos nombres. Será con todos, porque estás por el amor libre, ¿verdad?", rememoraba este mismo martes en la sede de CCOO de Madrid. En cuestión de poco tiempo, había pasado de repartir octavillas en la calle a ser arrastrada de un lado hacia otro como si se tratase de una pelota.

Edo tiene grabadas a fuego todas las agresiones. La golpearon de arriba a abajo, de la cabeza a los pies. "Pero donde más se ensañaron fue en el vientre y en el abdomen, en la parte izquierda. Me desplazaron la vejiga y el útero porque, ingenua de mí, les dije que en el estómago no me pegaran", explica. La amenazaron con un arma, la degradaron. Días de torturas que la han dejado marcada de por vida. No ha vuelto a dormir del tirón desde entonces. Y arrastra dolores crónicos insoportables. "Me dieron tantos golpes en la espalda que, desde entonces, la última vértebra lumbar con la primera vértebra las tengo colapsadas. Me golpearon en los tobillos creándome lesiones crónicas de por vida. Tengo una parte de los mismos necrosada", relata la mujer.

Aquella muchacha terminaría pasando por las cárceles de Martutene, en Gipuzkoa, y Yeserías, en Madrid. Al final, quedó libre a comienzos de 1975. Un año que también marcó la vida de Julio Pacheco, que por aquel entonces no era más que un estudiante de segundo de biológicas de 19 años que militaba en el Partido Comunista de España marxista-leninista y en la Federación Universitaria Democrática Española (Fude). Fue detenido el 24 de agosto. La tensión entonces era importante dentro de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Una semana antes de su arresto, el Frente Revolucionario Antifascista Patriota (FRAP) había asesinado a las puertas de su casa al teniente de la Guardia Civil Antonio Pose.

"Pretendían que me autoinculpara, que dijera que estaba en aquel comando", cuenta casi cincuenta años después. Aquel muchacho se pasó siete días en las dependencias de la Dirección General de Seguridad, en plena Puerta del Sol. Una semana de "torturas continuas". Durante los tres primeros, ni siquiera le abrieron la pertinente ficha policial, lo que en la práctica implicaba que durante esas setenta y dos horas ni siquiera constaba que estuviese allí. "Ellos me decían que estaba en paradero desconocido y que podían hacer conmigo lo que quisieran", apunta. De ahí, directo a la sexta galería de Carabanchel. En un primer momento se le acusó de terrorismo a través de la jurisdicción militar, pero luego el caso quedó en manos del Tribunal de Orden Público.

El TOP también condenó aquel mismo año a doce meses de prisión a Vicent Almiñana. Su historia se remonta a junio de 1972, cuando fue detenido en València junto a otros nueve jóvenes más que ni siquiera llegaban a la veintena. Él tenía por aquel entonces 18 años y una semana. "Por siete días ya se le juzgó como mayor de edad", reflexiona su hijo, Ausiàs Alminyana. Se acusó a toda la cuadrilla de formar una agrupación de la Juventud Marxista-Leninista. Y durante su paso por el cuartel de la Guardia Civil de Patraix, cuenta la familia, fue víctima de malos tratos, golpes, insultos y amenazas. Desde entonces, relata su hijo, "estuvo el resto de su vida con claustrofobia". "Pero todo aquello era algo que no se comentaba", concluye.

Los últimos compases del franquismo también marcaron la vida de la familia Reboiras. Xosé Ramón Reboiras murió en Ferrol el 12 de agosto de 1975, pocos días antes de que Pacheco viviese su particular infierno en la Dirección General de Seguridad. Moncho tenía por aquel entonces 25 años y era uno de los dirigentes políticos más significativos de la Unión do Povo Galego. Aquella noche, el joven se encontraba junto con otros dos compañeros de militancia. De pronto, un operativo policial rompió la tranquilidad. Tras una persecución, varios disparos alcanzaron a Moncho por la espalda. La familia, a la que en 2009 se expidió certificado de reparación al calor de la Ley de Memoria Histórica, niega categóricamente que el muchacho perdiese la vida en un enfrentamiento armado con los agentes.

Más de una treintena de agentes

Estos cuatro casos acaban de ser puestos sobre la mesa de los tribunales en forma de querellas. Una ofensiva judicial dirigida contra más de una treintena de viejos miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. En el caso de Moncho, la familia pone el foco, por delitos de lesa humanidad y asesinato, sobre 26 agentes del Cuerpo General de la Policía de Ferrol, la Jefatura Superior de Policía de A Coruña, la Sección de Investigación Social del Cuerpo General de la Policía de Ferrol y la Policía Armada adscrita a esa misma ciudad gallega. Todos ellos, sostienen los querellantes, participaron en el operativo policial que acabó con la muerte del dirigente político durante aquel verano negro.

En los otros tres casos, las querellas se centran en el delito de torturas. Y señalan con nombres y apellidos a los agentes supuestamente implicados. La familia Almiñana apunta a cuatro guardias civiles: Martin Balaguer, Antonio Sánchez, Miguel Gil Martínez y Juan Cebrián. Concepción Edo, por su parte, identifica entre el grupo de policías con los que tuvo que lidiar durante su detención a José Blanco y José Bernardo Barba. Y en cuanto a Julio Pacheco, el foco se sitúa sobre los viejos agentes Álvaro Valdemoro, José Luis Montero, José María González Reglero. Y, como plato fuerte, el comisario jubilado José Manuel Villarejo. "Lo identifiqué en cuanto su cara comenzó a salir en los medios", resalta el hombre. Una cara cuadrada que no olvida.

Este ex alto mando policial comenzó su carrera allá por 1972, teniendo como primer destino la Comisaría Provincial de San Sebastián, donde ejerció labores de antiterrorismo. Por allí estuvo hasta 1975, que es cuando aterrizó en la Comisaría General de Investigación Social en Madrid. Pero el nombre de Villarejo no es el único que aparece en los medios. El 21 de enero de 1977, el diario El País recogía la celebración de un juicio contra tres funcionarios de la Brigada de Investigación Social por los supuestos malos tratos y lesiones a Fermín Espejo, estudiante de Magisterio que también fue detenido en las operaciones policiales llevadas a cabo tras el asesinato del teniente Pose. Los tres acusados eran entonces Álvaro Valdemoro, José Luis Montero y José María González Reglero. Fueron absueltos.

La Ley de Memoria y los votos del Constitucional

Bajo la batuta del abogado Jacinto Lara, que forma parte del equipo jurídico de la querella argentina, se trata de la primera cascada de querellas interpuestas por torturas tras la entrada en vigor de la nueva Ley de Memoria Democrática, que en su segundo artículo establece que todas las leyes del Estado, incluida la Ley de Amnistía, "se interpretarán y aplicarán de conformidad con el derecho internacional convencional y consuetudinario y, en particular, con el derecho internacional humanitario, según el cual los crímenes de guerra, de lesa humanidad, genocidio y tortura tienen la consideración de imprescriptibles y no amnistiables". "Vamos a ver si ahora esto se cumple", ha apuntado Lara durante la rueda de prensa organizada en la sede del sindicato.

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Hasta el momento, según las cifras de la Coordinadora de la Querella Argentina, los tribunales han guardado en un cajón más de ocho decenas de querellas interpuestas por torturas durante el franquismo. Un "modelo de impunidad" que exigen que se revierta. "El dolor y las heridas causadas no se sanan con el silencio y el olvido, sino con la justicia", ha señalado, por su parte, el investigador de Amnistía Internacional Daniel Canales. En caso de que los tribunales españoles decidan continuar por la misma senda e inadmitir de plano estas nuevas querellas, desde el equipo jurídico no descartan acudir ante la justicia argentina, que ha terminado por convertirse en el único foco de esperanza para las víctimas del franquismo.

Además de la nueva normativa memorialista, los querellantes también se agarra a los votos particulares que dos magistrados del Constitucional –María Luisa Balaguer y José Antonio Xiol– emitieron en noviembre de 2021. Lo hicieron en el marco de la inadmisión a trámite del recurso de amparo presentado por el histórico sindicalista Gerardo Iglesias, un paso que el ex secretario general del PCE decidió dar después de que los tribunales ordinarios desechasen su querella por torturas durante la dictadura. En dicho escrito, ambos juristas defendieron que la corte de garantías no debía coartar por más tiempo el debate sobre el alcance de la Ley de Amnistía de 1977.

"La verdad, la justicia y la reparación no pasan necesariamente por la obtención de una condena penal, que nada de lo sacrificado, salvo la dignidad y el reconocimiento, puede devolver a las víctimas. Pero que los tribunales, incluido el Tribunal Constitucional, atiendan al menos a la petición de reflexionar y escuchar a las víctimas, dándoles una respuesta completa, profunda y adecuada, también es una forma de reparación y de hacer justicia, independientemente del resultado final, estimatorio o desestimatorio, de las pretensiones deducidas", recogían ambos en su voto particular.

Junio de 1973. Tras meses de tensiones, las calles arden en Navarra. En el epicentro del conflicto se encuentra Motor Ibérica, una de las grandes firmas dedicadas a la fabricación de maquinaria agrícola y vehículos industriales. La empresa ha anunciado sanciones disciplinarias a todos aquellos empleados que han secundado los paros organizados en respuesta a la resistencia de la compañía a abonar una serie de pagas pendientes. Y los obreros responden con piquetes y encierros. Poco a poco, el conflicto se va extendiendo por toda la comunidad. Las muestras de apoyo desde otras firmas son constantes. Desde Super Ser a Potasas pasando por Imenasa o Papelera. Al final, la pequeña chispa en Motor Ibérica provoca una huelga general que paraliza todo el cinturón industrial de Pamplona.

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