La reforma laboral ha dejado muchas heridas abiertas, de esas que necesitan tiempo para sanar. Su negociación ya fue compleja: reuniones semanales del ministerio de Trabajo con los agentes sociales, tensiones en el seno del Gobierno por el papel de Yolanda Díaz —que desde el PSOE trataron en algunas ocasiones de diluir—, ultimátums y chantajes por parte de la patronal, exigencias de los sindicatos y propuestas sistemáticamente rechazadas. Esos fueron algunos de los escollos de un texto de 48 páginas que tardó más de nueve meses en llegar. Pero, finalmente, el acuerdo logró cerrarse antes de acabar el año y el Consejo de Ministros dio luz verde el pasado 28 de diciembre. El Gobierno respiró aliviado. Lo más difícil había pasado ya. ¿O no?
Los aliados habituales del Gobierno, aquellos que como ERC, PNV y EH Bildu facilitaron la investidura de Pedro Sánchez, ya dejaron claro en esa última semana del año que la reforma no les convencía. Le faltaba ambición, decían. Pero en el Ejecutivo de coalición se lo tomaron con calma. Creían que sus aliados trataban de hacerse fuertes para negociar en una posición aventajada y que acabarían rebajado sus posiciones para pactar en el último momento. "Somos optimistas", repetían machaconamente en el ministerio de Trabajo. "Acabará saliendo", remachaban en Moncloa.
Al tratarse de un real decreto-ley, el texto tenía que llegar al Congreso en el plazo de un mes. En navidades comenzaron las conversaciones informales, pero en el Ejecutivo ya se encontraron con las primeras resistencias. EH Bildu lo tildaba de "mal acuerdo" y en ERC de "maquillaje". Ambos reclamaban elevar los días por indemnización en los despidos, recuperar los salarios de tramitación y la prevalencia de los convenios autonómicos sobre los estatales. Ese último punto fue el principal caballo de batalla del PNV.
Una demanda que desde Trabajo se comprometieron a estudiar para incluir en desarrollos normativos posteriores, pero a la que se cerraron desde la parte socialista del Gobierno. El problema radicaba en las exigencias de la patronal. Si se cambiaba una coma del texto, ellos se descolgaban. Es decir, el Gobierno no podía introducir modificaciones al texto sin la retirada de la CEOE y, al mismo tiempo, sus socios se negaban a aprobar un texto sin introducir cambios.
¿Una derecha con la que es posible pactar?
Pedro Sánchez decidió entonces desenterrar la fórmula de la geometría variable y lo hizo sin el beneplácito de Díaz ni de Unidas Podemos, que insistía en reeditar la mayoría de la investidura. Una geometría variable que, en la teoría, busca acuerdos amplios, transversalidad y consolidar un giro al centro del PSOE, pero que en la práctica supone sacar a Ciudadanos del bloque de las derechas y rehabilitarlo como posible socio parlamentario del Gobierno.
En esta ocasión esa geometría llegó hasta UPN, una formación conservadora y regionalista de Navarra, aliada histórica del Partido Popular, que cuenta con dos diputados en la Cámara Baja. También al PdeCat, sucesor de la antigua CIU, que mantuvo la incógnita sobre el sentido de su voto hasta el día anterior a la convalidación.
Díaz trató de negociar hasta el final con PNV y también con ERC —con Bildu ya se dio la batalla por perdida— e incluso se desplazó hasta Cataluña la semana previa a la votación. Pero fue en balde. Las palabras del portavoz catalán, Gabriel Rufián, al tildar de "proyecto político personal" de Díaz la reforma no ayudaron, precisamente, a desencallar la negociación, sino que contribuyeron a aumentar la tensión con Trabajo.
Pero la hipótesis de una geometría variable y transversal para la segunda parte de la legislatura acabó por fallar. Y el Gobierno salvó los muebles por un simple golpe de suerte: la equivocación de un parlamentario del PP a la hora de emitir su voto telemático. Esto ocurrió porque los dos diputados de UPN traicionaron a la dirección de su partido y votaron no, sin advertir previamente al Gobierno de este cambio.
El PSOE hizo la guerra por su cuenta pero acabó perdiendo, como ya le sucedió en la moción de censura frustrada en Murcia con Ciudadanos. Entonces, al igual que en esta ocasión, los socialistas cerraron el acuerdo con una dirección que no supo controlar a sus diputados. Pero allí no hubo equivocaciones ni sorpresas de última hora.
UP responsabiliza a Bolaños del error
A tenor de lo ocurrido en el momento de las votaciones, en Unidas Podemos ven reafirmada su tesis: la geometría variable no funciona y ERC es un aliado mucho más fiable que UPN o Ciudadanos. A juicio de la diputada Aina Vidal, encargada de defender la posición del partido en el debate sobre la reforma, lo ocurrido debe servir de "lección" a aquellos que creían que se podían confiar en este tipo de apoyos y "reafirma la voluntad" de contar con el bloque de la investidura.
En privado las voces de la formación morada consultadas por infoLibre son todavía más contundentes. Responsabilizan al ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, por obcecarse en la vía alternativa y no tener bien atados los apoyos, lo que "podría haber acabado muy mal" si no hubiera sido por el voto del diputado del PP. Fue el ministro el que cerró el apoyo con Javier Esparza, líder de UPN, en las horas previas a la votación del jueves.
En ese reparto de culpas, también creen en Podemos que el PSOE se equivocó al no permitir mover una coma del texto pactado en diciembre, lo que limitó la negociación con los grupos. Hay quien ve una clara intención para desgastar la proyección de Yolanda Díaz, cuyo liderazgo queda mermado tras esta votación. "He de reconocerlo. No he logrado trasladarles lo que conlleva este real decreto ley", lamentaba la propia vicepresidenta horas antes de la convalidación del texto.
"Frente a la ultraactividad, prioridad de convenios o lucha contra la precariedad yo solo he escuchado 'proyectos personales, humo, maquillaje, una norma insignificante, una norma que no cambiaba nada'. Me entristece, se lo confieso", zanjaba.
La mayoría de la investidura seguirá, aunque con cicatrices
Los aliados parlamentarios del Gobierno son conscientes de que algo se ha quebrado en su relación. Heridas que acabarán cicatrizando, pero que previamente será necesario curar. Aun así, a ojos de la opinión pública ellos se han salvado de ser los culpables de la vuelta a la normativa que Mariano Rajoy aprobó en 2012.
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Rufián, Oskar Matute (EH Bildu) y Aitor Esteban (PNV) han dejado meridianamente claro que la alianza que llevó a Sánchez a la presidencia del Gobierno continuará. "No se acaba el mundo tras esta votación", aseguró el primero. "Trabajaremos por rehacer el bloque de la investidura", sostuvo el segundo. Fuentes de las tres formaciones trasladan a este periódico su voluntad de seguir tejiendo alianzas de cara a futuras normas.
En el horizonte más cercano aparecen proyectos como la ley de vivienda, la derogación de la ley mordaza, la ley de memoria democrática o la de solo sí es sí, entre otros. Más adelante deberá abordarse también la segunda parte del bloque de las pensiones, la ley de bienestar animal y la reforma fiscal.
Fuentes del Ejecutivo insisten en que la mayoría de la investidura se mantiene, y que no tiene por qué cambiar nada para el futuro. A lo que no renuncian en el PSOE es a que Ciudadanos se incorpore a otras normas.
La reforma laboral ha dejado muchas heridas abiertas, de esas que necesitan tiempo para sanar. Su negociación ya fue compleja: reuniones semanales del ministerio de Trabajo con los agentes sociales, tensiones en el seno del Gobierno por el papel de Yolanda Díaz —que desde el PSOE trataron en algunas ocasiones de diluir—, ultimátums y chantajes por parte de la patronal, exigencias de los sindicatos y propuestas sistemáticamente rechazadas. Esos fueron algunos de los escollos de un texto de 48 páginas que tardó más de nueve meses en llegar. Pero, finalmente, el acuerdo logró cerrarse antes de acabar el año y el Consejo de Ministros dio luz verde el pasado 28 de diciembre. El Gobierno respiró aliviado. Lo más difícil había pasado ya. ¿O no?