El independentismo llega al 14F sin hoja de ruta compartida entre el pragmatismo de ERC y el unilateralismo de Junts

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Fernando Varela

Las encuestas dicen que, sobre el papel, hay dos escenarios posibles después de las elecciones catalanas. Uno es la repetición de un gobierno apoyado por la más que probable mayoría soberanista (Junts, ERC y la CUP). El otro, un Ejecutivo de izquierdas respaldado por Esquerra, el PSC y Catalunya en Comú Podem. Pero nadie cree que el segundo, más allá de la aritmética electoral, sea políticamente factible: todos los actores políticos catalanes pronostican una repetición de la alianza soberanista por más que las relaciones entre los socios del Govern —los neoconvergentes de Carles Puigdemont y los republicanos de Oriol Junqueras— no hayan hecho más que empeorar desde el fallido intento de proclamar la independencia en octubre de 2017.

Hace tres años, Puigdemont y Junqueras tomaron caminos diferentes. El primer huyó a Bruselas, donde permanece en estos momentos. El segundo no rehuyó la acción de la justicia española, fue juzgado y condenado y todavía permanece en prisión cumpliendo la pena que le fue impuesta aunque ahora, garantizada la legislatura del Gobierno de coalición, con la expectativa de una solución política, bien por la vía del indulto, bien por la de la reforma del delito de sedición en el Código Penal.

Entonces su mala relación personal era pública y notoria, pese a la comunión de intereses exhibida para consumar la proclamación de independencia. Y cada uno de ellos, sin renunciar al objetivo de la independencia, tomó un camino distinto para alcanzarlo.

Puigdemont se aferró a la movilización social y a la denuncia en Europa de la supuesta opresión de Cataluña. Su intención siempre ha sido consumar la independencia por la vía de los hechos desafiando el ordenamiento jurídico y provocando una situación que acabe forzando a la comunidad internacional a intervenir y obligar al Gobierno español a convocar el ansiado referéndum de independencia.

Junqueras, en cambio, trazó un rumbo muy diferente. Esquerra asumió que el soberanismo no tiene todavía la masa crítica de apoyo ciudadano que necesita para obligar al Gobierno de España a someter a las urnas la autodeterminación de Cataluña. La estrategia de ERC pasa por ampliar el espacio político del independentismo atrayendo a su causa a los ciudadanos partidarios del referéndum que no votan al soberanismo. El sueño declarado de Junqueras es fagocitar a Catalunya en Comú Podem y ampliar así no sólo la base social del secesionismo sino su propia hegemonía dentro del espacio político independentista.

Entonces Puigdemont quiso convertir las elecciones del 21 de diciembre de 2017, convocadas por el presidente Mariano Rajoy en aplicación del artículo 155 de la Constitución, en una respuesta ciudadana a la intervención del autogobierno catalán y al encarcelamiento de “un gobierno democráticamente elegido”. Junts, al igual que la CUP, acudió a aquellas elecciones con la promesa de restaurar a Puigdemont como president de Cataluña y desarrollar la república catalana en los términos establecidos por la ley de transitoriedad anulada por el Tribunal Constitucional.

Esquerra, en cambio, se presentó hace tres años habiendo abrazado ya la estrategia de no volver a forzar la legalidad. Su programa electoral admitía que “avanzar para hacer realidad la república catalana” sólo será posible si el nuevo Govern lograba que Catalunya en Comú se sumara al proyecto independentista, lo que sigue sin haber ocurrido.

Aquella campaña electoral, la más extraordinaria de la historia de Cataluña, ya evidenciaba las grietas del bloque independentista. Puigdemont construyó su discurso desde Bruselas en torno a una idea fija: las elecciones debían servir, exclusivamente, para devolver al Govern a él mismo, en calidad de president, y al resto de los consellers que fueron cesados por el Gobierno de Mariano Rajoy. Y a partir de ahí, forzar una negociación con el Estado sobre la base de la república ya proclamada.

Una estrategia que ERC discutía en privado y, entre líneas, también en público. Junqueras buscaba liderar el bloque independentista para hacerse con el timón del procés y posponer cualquier intento de ruptura hasta contar con apoyo social suficiente.

Pero el 21 de diciembre de 2017 Puigdemont le ganó la partida a Junqueras y consiguió retener el mando de la alianza soberanista. Puso al frente del Govern a Quim Torra, una persona de su absoluta confianza y, desde el Palau de la Generalitat —y el Parlament—, intetó el enfrentamiento con el Gobierno, primero el de Mariano Rajoy y después el de Pedro Sánchez. Una política, la de buscar la ruptura, que Esquerra se resistió a secundar por todos los medios a su alcance, entre ellos la firma de un acuerdo con el PSOE para crear la mesa de diálogo sobre Cataluña.

Por el camino, los desencuentros entre Junts y Esquerra no han hecho más que crecer. Dentro del Govern, a cuenta de las políticas del Ejecutivo en diferentes materias, y fuera de él, sobre todo a la vista de la voluntad de ERC de contribuir a la mayoría de la investidura que primero dio la Presidencia a Pedro Sánchez y ahora acaba de entregarle sus primeros Presupuestos, el pasaporte que el Gobierno de coalición necesitaba para completar la legislatura.

Esquerra cree que, esta vez sí, se va a hacer realidad su sueño de presidir el Govern. Esa es, en realidad, la batalla decisiva de las elecciones que vienen y cuya fecha provisional es el 14 de febrero. Los republicanos, con Pere Aragonès a la cabeza —un político de la absoluta confianza de Junqueras con interlocución directa con el Gobierno de Sánchez— creen que si se hacen con el Palau y tienen la llave de las mayorías en el Congreso estarán el año que viene en una situación inmejorable para sacar el máximo partido a la mesa de diálogo. Están convencidos de que una victoria de ERC ratificará su apuesta por el posibilismo, aunque sea provisional, y desautorizará la estrategia rupturista de Puigdemont.

Aragonès reivindica ERC como la “vía amplia hacia a la independencia” en contraposición a la “vía estrecha” que representan otros adversarios de Junts y la CUP. Su apuesta es la del pragmatismo y la negociación.

Pero la partida no ha terminado. Hace tres años también parecía que ERC se impondría a Junts y Junqueras acabó derrotado por el expresident. Ahora la candidata a la presidencia es Laura Borràs, una incondicional también de Puigdemont que como él y como Torra tiene cuentas pendientes con el Tribunal Supremo. Si acaba siendo condenada, la decisión judicial alimentará, por tercera vez consecutiva, la narrativa de la represión que tanto gusta airear en Europa al líder de Junts.

Las cartas de Borràs

Borràs va a jugar la carta de los acuerdos de ERC con Sánchez, que considera incompatibles con el objetivo de la independencia, así como con la ausencia de resultados de la mesa de diálogo, que la pandemia mantiene congelada desde el mes de febrero. Además del legitimismo de Puigdemont, al que muchos independentistas siguen considerando el verdadero president y cuyo tirón electoral quedó de sobra demostrado en las elecciones europeas de 2019, en las que batió claramente a Junqueras.

“No todos los votos independentistas son igual de independentistas”, proclama Borràs siempre que tiene oportunidad.

La candidata de Junts representa en estos momentos la apuesta por el unilateralismo y la ruptura. La actual portavoz de su formación en el Congreso carece de la personalidad histriónica de Torra, pero comparte sus convicciones y también su determinación.

No obstante, Junts acude a estas elecciones con más lastre del que le gustaría. La gestión de Torra ha estado lejos de ser modélica —el estancamiento político, económico y social de Cataluña desde el referéndum del 1 de octubre es una evidencia para todos, independentistas y no independentistas— y la disidencia interna amenaza con restarle votos suficientes como para verse superados por Esquerra. Primero fue Marta Pascal la que abandonó la nave y fundo el Partit Nacionalista Catalán (PNC). Después el PDeCAT, ninguneado por el propio Puigdemont. Entre los dos las encuestas sugieren que pueden restar a Junts en torno a un 2% de los votos, suficientes para perder la Presidencia que llevan ocupando desde hace una década.

En el debe Junts tiene, sobre todo, que las promesas de las últimas elecciones no se han cumplido. Ni Puigdemont volvió a ser president de Cataluña ni se ha desarrollado la república catalana en los términos establecidos por la ley de transitoriedad anulada por el Tribunal Constitucional. La frustración y el desencanto de sus propias filas pueden pasarles factura.

Mientras tanto, la tensión entre ERC y Junts sigue al alza, entre otras cosas porque hace ya tiempo que ambos partidos carecen de una hoja de ruta compartida hacia la independencia. Y aunque algunos analistas ya han empezado a especular con las dificultades para que una alianza soberanista fragüe después de las elecciones, neoconvergentes y republicanos siguen diciendo, siempre que se les pregunta, que el único escenario que consideran es el de un Govern independentista.

La última encuesta del CIS catalán, el Centre d’Estudis d’Opinió (CEO), apunta a un triunfo de ERC, que ganaría las elecciones, con 35 escaños, entre tres y cinco más que Junts. Completaría el arco soberanista la CUP con entre 8 y 9 diputados, y quizá el PDeCAT con un solitario escaño. En relación con la última encuesta del CEO, publicada en noviembre, ERC habría perdido fuerza al caer de los 36-37 a los 35, mientras que su perseguidor más directo, JxCat, habría mejorado de los 28-30 a los 30-32, estrechando el margen entre los dos principales partidos independentistas. De mantenerse la tendencia, se avecina un final apretado.

Si se suma la intención de voto del PDeCAT, los partidos independentistas estarían en disposición de superar por poco, pero por primera vez, el 50% del voto (50,9%) y repetirían mayoría absoluta, tanto en su horquilla más baja como en la más alta.

La encuesta está en línea con lo que ha venido ocurriendo tradicionalmente en Cataluña. El bloque nacionalista se mueve entre el 46,5% y el 48,8% de los votos desde las elecciones de 1999.

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El voto soberanista se ha mantenido estancado, pero a la vez estable, a pesar de la variedad de siglas con las que el independentismo ha trasladado su oferta a los ciudadanos a lo largo de las últimas dos décadas. Primero con los votos de CiU y ERC; después sumando los de Solidaritat Catalana per la Independència (SI) y en 2015 con la coalición Junts pel Sí (una combinación de la antigua Convergència y Esquerra con el apoyo de organizaciones sociales independentistas) y los votos anticapitalistas de la CUP.

El peso del soberanismo está por debajo del 50% de los votos desde las elecciones de 1995. Antes de esa fecha, la suma de nacionalismo e independentismo en las elecciones autonómicas, en los años de hegemonía de Jordi Pujol, siempre superaba la mitad de los votos emitidos.

Las encuestas dicen que, sobre el papel, hay dos escenarios posibles después de las elecciones catalanas. Uno es la repetición de un gobierno apoyado por la más que probable mayoría soberanista (Junts, ERC y la CUP). El otro, un Ejecutivo de izquierdas respaldado por Esquerra, el PSC y Catalunya en Comú Podem. Pero nadie cree que el segundo, más allá de la aritmética electoral, sea políticamente factible: todos los actores políticos catalanes pronostican una repetición de la alianza soberanista por más que las relaciones entre los socios del Govern —los neoconvergentes de Carles Puigdemont y los republicanos de Oriol Junqueras— no hayan hecho más que empeorar desde el fallido intento de proclamar la independencia en octubre de 2017.

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