“Yo hablo de sanidad sin apellidos”, contestó don Manuel Lamela a unos periodistas que le preguntaban por la idoneidad de que un consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, como era su caso, dejara la política para entrar a formar parte de empresas cuyos ingresos tuvieran una relación directa con su gestión de gobierno.
“Sin apellidos”, eso era antes. Ahora, gracias entre otros a él, podemos empezar a hablar de “sanidad con nombres y apellidos”. Recuerdo un chiste que circulaba en el año 1975, cuando Franco agonizaba, y en el Sáhara, entonces provincia española, el Frente Polisario se enfrentaba a las fuerzas coloniales. Doña Carmen Polo de Franco, mujer del dictador, le visitaba en el hospital y él le relataba sus preocupaciones sobre cómo se desarrollaban los acontecimientos previendo que la colonia iba a caer en manos de Marruecos, su atávico enemigo. Ella le respondía airada: “Te lo dije, haberlo puesto a mi nombre”.
Esta broma que sugería una exagerada y despótica manera de entender la relación de los dictadores con los medios que administran, se ha convertido en una esperpéntica realidad que amenaza con no detenerse hasta dejar absolutamente vacía la vitrina de las joyas de la corona. A esa forma de “poner a su nombre” el patrimonio de los españoles, los neoliberales, con la complacencia de los medios de comunicación, la llaman “privatización”.
Cuando uno observa que los presidentes de las principales empresas públicas de este país, como Telefónica, Repsol, Argentaria… se quedaron en el cargo una vez privatizadas y, para mayor escarnio del sistema democrático, resultaban ser amigos personales, en algún caso de la infancia, del presidente del Gobierno José María Aznar –véase Juan Villalonga, Alfonso Cortina, Francisco González o consejeros y asesores como Eduardo Zaplana, Ángel Acebes....–, entiende que se trata de una verdadera incautación, que nada tiene que ver con la transparencia y honradez que deberían presidir procesos de esta envergadura que, en ningún caso, han aportado el menor beneficio, sino todo lo contrario, al interés general. Los principales beneficiarios de estas operaciones han sido los cargos nombrados a dedo cuando eran empresas públicas que han acumulado, al hacerse copropietarios con la privapropiación, descomunales fortunas.
DE LA AUSTERIDAD AL SAQUEO
Ahora asistimos con perplejidad al descaro con el que se derivan grandes partidas presupuestarias desde la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid hacia empresas privadas en cuya cúpula directiva aparecen los exconsejeros que adjudicaron esos recursos. A simple vista parece un simple fraude para apropiarse de dinero público, cuando se dan las explicaciones pertinentes se confirma.
Son los casos del señor Juan José Güemes y del señor Manuel Lamela. Protegidos y encumbrados por Esperanza Aguirre que ahora, con su característica humildad se ofrece, desinteresadamente, para “regenerar la democracia”. Aznar también urge en la necesidad de hacerlo: los que inventan las trampas se ofrecen para cambiar las reglas del juego.
Ante tamaño atropello al sentido común y la honradez elemental, en estos tiempos de crisis en los que a muchos ciudadanos se les priva de lo esencial, aquellos que predican e imponen la austeridad, se dedican al saqueo. ¿Cómo reaccionan sus compañeros de partido? Salen en tromba, en su defensa apelando a la legalidad de esas operaciones.
Aguirre, Aznar y Botella en un mitin del PP de Madrid en Las Rozas.- PP
La legalidad se convierte en el manto que legitima toda clase de maniobras empresariales llevadas a cabo desde la gestión pública y que tienen como fin el lucro personal. Hay un debate al margen de los resquicios que permiten las leyes y que se refiere a la moralidad, la razón y la justificación de esas acciones.
Los ciudadanos no pagan impuestos de forma voluntaria. Tampoco la cantidad a tributar la deciden ellos. Es la distribución, el empleo de esos fondos públicos, es decir (usemos de nuevo esa palabra que tanto a gusta a los neoliberales) “la gestión” de nuestro dinero lo que nos escandaliza. Son muchos los millones de euros provenientes del trabajo de los ciudadanos que, en lugar de invertirse en servicios necesarios, terminan en los bolsillos de los administradores, al parecer, de forma legal. En otros casos de forma ilegal, pero con prescripciones por medio, que devuelven al presunto su honorabilidad, y su condición de ciudadano respetable y libre para disfrutar lo sustraído, compensando así los malos ratos que la Justicia haya podido hacerles pasar con sus penosos tramites burocráticos.
El efecto de lluvia fina
¿Hasta cuándo vamos a tener que soportar este estado de cosas? Viendo el énfasis con el que defienden altos cargos de la Administración estas aberrantes conductas, podemos deducir que quieren establecerlas como modelo. La primera vez que se descubre un caso de adjudicación de fondos públicos por parte de un consejero a la que más tarde será su empresa, se produce un escándalo, pero el goteo y la insistencia en la idoneidad de permitir a estas personas buscarse un puesto respetable en la empresa privada, una vez que abandonan el cargo público, produce el efecto de lluvia fina, y con ella este tipo de rapiña deja de ser noticia.
El listón de las tropelías va subiendo, cada vez pasa más basura por debajo, y con este sistema de expolio de nuestro patrimonio, la calidad de vida de los ciudadanos desciende, se les priva de la menor posibilidad de plantearse un proyecto de vida y desaparece la fe en el sistema, que en un proceso de retroalimentación favorece su desmantelamiento por la desafección de los beneficiarios hacia el Estado del bienestar. Los responsables de la Administración se convierten en auténticas empresas de demolición que obtienen astronómicos beneficios con la expoliación del bien común. Por eso, como decíamos, no se debe centrar el debate en la legalidad de estas perversas maniobras de enriquecimiento personal, sino en cuál es la misión para la que estos señores han sido elegidos y para qué le pagamos dinero nosotros, los ciudadanos, que somos los que les contratamos.
La malicia de estas acciones queda aún más en evidencia si, como a ellos les gusta, llevamos su “gestión” al terreno de la empresa privada que dicen entender muy bien. En unos casos, no hacen más que derivar clientes a la competencia para luego pasarse a ella en claro delito empresarial, pero en otros es aún más descarado, meten mano en la caja y reclaman la acción de la Justicia como único foro donde dar explicaciones. ¿Único? Cuando a alguien le sorprenden robando en su puesto de trabajo, primero tiene que aclarar lo sucedido a sus superiores y son estos los que le denuncian en la comisaría de turno si lo estiman oportuno.
En el caso de estos señores, se ahorran las explicaciones a los ciudadanos, en un desprecio absoluto hacia las reglas del sistema, olvidando que trabajan para ellos y no para los jefes que les nombran. Cuando se les llena la boca afirmando: “A nosotros nadie nos da clase de democracia”, suena redundante, es obvio que ni las reciben, ni las recibieron cuando salieron de aquel sitio para viajar al centro. Ese es uno de los principales problemas del partido que nos gobierna y que como una legión de termitas, incansables, pertinaces, está desmontando el Estado del bienestar.
EL 'CASO LAMELA'
Pero ¿quiénes son estos señores?
Analicemos el caso del señor Lamela. Veamos cómo se ha enriquecido desde que llegó a la política.
Al señor Lamela no le gusta la “sanidad con apellidos”. Tal vez sea consecuencia del mal resultado que le dio, desde el punto de vista mediático, no económico, la primera sociedad que fundó: Lamela Campos SL. Cuando fue ascendiendo en su carrera política, algunos miraban con malos ojos esa cohabitación de lo público con lo privado y decidió dejar el cargo de administrador único de la empresa, para cedérselo a su madre, que junto a su padre componían la totalidad del accionariado.
A pesar de no requerirle demasiado tiempo, ya que su dedicación a la política en aquellos años noventa parecía exhaustiva, le fue muy bien. El objeto de la sociedad era amplio, entre otras cosas, la actividad inmobiliaria y el asesoramiento en la fundación de empresas y, a pesar de que, como decíamos, su dedicación no era exclusiva, consiguió elevar el capital social de la sociedad de 500.000 pesetas con el que se fundó en 1992 hasta 1.013 millones en sólo diez años, es decir multiplicó el capital social por 2.000. Cuando se cuestionó la legitimidad de este tipo de enriquecimiento, enseguida se alegó que no tenía la mayoría del accionariado. Es cierto, no podemos olvidar que también había dos socios, dos personas mayores, sus padres que, a lo mejor, eran unos linces de las finanzas. En resumidas cuentas, estamos ante un ejemplo de cómo compatibilizar la gestión pública con los negocios privados puede rendir pingües beneficios. Claro que es difícil saber qué precio hacen las empresas a un consejero de una comunidad autónoma cuando este, a título personal, contrata sus servicios. Pero dejémonos de conjeturas y vayamos a los hechos.
Agricultura, Hacienda, Sanidad
Aclarado que es un gran empresario a tiempo parcial, siempre dentro de la legalidad vigente, desembarca en el Ministerio de Hacienda de la mano de Rodrigo Rato. En esa época, gracias a su dureza e intransigencia se creó fama de gran “solucionador de crisis”, aunque algunas las fabricara él mismo, como veremos más adelante. De esta etapa es la polémica que se desató durante el primer Gobierno de Aznar, cuando se acusó al saliente Felipe González de haber creado una amnistía fiscal para favorecer a sus amigos –¿les suena?– por un valor de 1.200 millones de euros. El presidente Aznar fue el principal valedor de esta acusación con la que fustigó a una perpleja oposición. Finalmente, se demostró que no existía tal amnistía, todo quedó archivado, nadie se disculpó, y de la crisis salió un vencedor, el que parecía ser urdidor de la trama, que rindió un gran beneficio político por aquello de “difama que algo queda”, cuando se implantó ese sucio estilo del “todo vale” que tanto gustaba al héroe de las Azores. Ese hombre en la sombra que empezaba a sonar en los pasillo se llamaba Manuel Lamela.
Esta manera tan efectiva de hacer política le llevó terminar como jefe de Gabinete de Rodrigo Rato, entonces vicepresidente y ministro de Economía, y con el que volvería a coincidir años más tarde en Bankia, mire usted por dónde.
Antes de Hacienda, pasó por el Ministerio de Agricultura donde, de nuevo, se vio envuelto en varias crisis, la de las vacas locas, la del lino, la de un producto cancerígeno en un aceite de orujo que provocó el descrédito de nuestra exportación y la indignación de los agricultores… Allí donde hubiera un delito de corrupción económica o de salud pública, había un hombre capaz de resolverlo como fuera: nuestro hombre. Se autoadjudicó, con razón, esa medalla al mérito de resolver lo irresoluble gracias a, como decimos, su dureza e intransigencia, pero también y, sobre todo, a su falta de escrúpulos y su disposición a la fabricación de insidias para obtener rendimiento político o económico… La historia le daría la oportunidad de demostrar hasta qué punto era capaz de mentir sin parpadear, y de decir una cosa y su contraria sin el menor rubor. Arte que, por desgracia, se ha instalado, extendido, convertido en rutina y trepado hasta las más altas instancias de gobierno.
En el año 2003, de la mano de Esperanza Aguirre, entra en la Comunidad de Madrid como consejero de Sanidad, donde enseguida descubrirá eso que ellos mismos bautizaron en la convocatoria para capacitar a los empresarios de cara a la gestión de la sanidad pública como: “Una gran oportunidad de negocio”. Entonces, como ahora, los responsables de la Comunidad de Madrid negaban la más mínima intención de privatizar la sanidad pública, mientras se sacaba a subasta en el mercado. De nuevo nuestro hombre se encargó de resolver el problema de impopularidad que tal política suponía y para ello se valió de la estrategia más miserable de la historia de nuestra democracia: dio crédito a una denuncia anónima que acusaba a un equipo de médicos del hospital Severo Ochoa de haber asesinado a 400 personas.
Ataque al buque insignia de la sanidad pública
El hecho de que la acusación viniera de la propia Consejería aportaba credibilidad a la denuncia ya que sería el propio consejero denunciante el responsable en última estancia de estos hechos y, si esta fuera una democracia como las del resto de Europa, al darlos por ciertos, debería haber presentado su dimisión. Todo resultaba muy extraño, y especialmente traumático para los médicos denunciados que sufrieron un linchamiento social, mediático e institucional, durante casi tres años.
El hospital Severo Ochoa de Leganés era uno de los buques insignia de la sanidad pública española. A pesar de cubrir dos áreas, es decir, tener asignados muchos más pacientes de lo normal, había sido celebrado como uno de los de mayor calidad de asistencia de toda España. No fue casualidad que el torpedo en la línea de flotación se lanzara, precisamente, contra este hospital. Entonces no se entendía bien por qué se realizaba una acusación tan grave desde la propia Consejería.
En primer lugar hay que tener en cuenta que la figura de una denuncia anónima no tiene el menor valor jurídico en un Estado de derecho. Esa misma denuncia, que al leerla causa rubor, ya había circulado con anterioridad por la consejería, y siendo consejero el señor José Ignacio Echániz (también del PP), quiso zanjar este asunto enviando un equipo médico al hospital para que investigara qué ocurría allí. Tras dos meses de averiguaciones concluyeron que no sólo no existían irregularidades en el trabajo de sedación de los enfermos terminales, sino que felicitaron al equipo por su buena labor terapéutica. Por eso es más sorprendente aún que Manuel Lamela decidiera tomar de nuevo la denuncia y utilizarla, ahora en los juzgados, para atacar a este grupo de médicos.
La funesta comparación con los nazis
A la vez que se detenía al doctor Luis Montes y salía en las portadas de todos los diarios acusado de asesinar a cuatrocientas personas como si fuera un psicópata peligroso, se firmaba en la sombra, sin el menor debate político o exposición de su contenido, los principios que regirían la privatización de la sanidad madrileña que estamos pagando ahora. La subrepticia introducción de la privatización de la sanidad en nuestras vidas, a espaldas de los ciudadanos, quedó totalmente eclipsada por estos supuestos homicidios y su polémico desarrollo político, mediático y judicial.
La cuestión se complicó sobremanera, porque por el normal funcionamiento de un hospital, donde los equipos rotan, tienen turnos de asistencia, y los enfermos pasan por distintas plantas, no podría llevarse a cabo tamaña historia criminal mantenida en el tiempo sin la colaboración necesaria de decenas de profesionales, médicos, ATS, celadores… Para completar el absurdo, era un delito sin víctimas porque las familias de los supuestos asesinados no presentaron denuncia alguna, a pesar de recibir llamadas anónimas que les animaban a presentarse como acusación con lo que, decían, obtendrían cuantiosas indemnizaciones.
Estas personas nunca se identificaban, pero tenían todo tipo de datos de los familiares de los supuestos asesinados, no es difícil concluir de dónde salía la información. Lejos de eso, y a pesar de no tratarse, en general, de familias que vivieran una situación económica boyante, se negaron a denunciar a los médicos y manifestaron el buen trato que dispensaron en todo momento a sus familiares fallecidos. Las autoridades de la Comunidad de Madrid, tuvieron la desvergüenza de justificar esta ausencia de denuncias con el argumento de que se trataba, en muchos casos, de familias de bajo nivel cultural a las que resultaba sencillo manipular, que querían deshacerse de sus familiares mayores porque les suponían un estorbo en casa. Con tan falaz justificación ahora el asesino pasaba a ser el pueblo de Leganés. Las manifestaciones de apoyo al hospital y sus médicos se sucedían por las calles de la ciudad y el resto de la Comunidad de Madrid, mientras desde las radios y periódicos de la derecha se compara a estos médicos con los que dirigían los campos de exterminio nazi.
Sabía que eran inocentes
El señor Lamela se mantuvo firme en sus acusaciones y sostuvo la irregularidad de las sedaciones, aunque a veces afirmaba no tener nada que ver con la causa y que todo aquel embrollo era una cuestión judicial al margen de su competencia.
Como en anteriores ocasiones, la causa se archivó, pero el daño que causó a las personas afectadas fue tremendo. Yo realicé un documental sobre este tema para la televisión y después de analizar mucha información llegué a la conclusión de que en ningún momento el señor Lamela creyó que estos médicos habían matado a un solo paciente. Entre otras cosas porque no se les apartó de su servicio. Siguieron trabajando en el hospital, entrando y saliendo de los quirófanos. Implicaría una enorme irresponsabilidad dejar que personas que han asesinado a cuatrocientos pacientes sigan ejerciendo el oficio que les permite llevar a cabo sus planes criminales. Él sabía desde el primer momento que eran inocentes, de ahí la amoralidad y inmensa la crueldad de estos líderes políticos, dispuestos a lo que sea con tal de conseguir sus fines, en este caso, como he visto después, económicos.
Como él mismo afirmó después de la sentencia absolutoria de los médicos: “Sólo se dimite cuando alguien se equivoca”. En efecto, no se equivocó, la estrategia funcionó perfectamente, su mentora Esperanza Aguirre le felicitó y le manifestó su incondicional apoyo en todo momento, colaborando en la campaña difamatoria siempre que fue preguntada por el caso, mientras duró el proceso. Para ellos, el quebranto causado a estos profesionales desde la Consejería para la que trabajaban como médicos, era intrascendente, carecía de importancia, y a pesar de que la sentencia ordenaba “limpiar cualquier sombra de duda sobre mala praxis en el Hospital Severo Ochoa”, siguieron afirmando sin el menor problema de conciencia que, simplemente, “esa mala praxis” que denunciaban no se había podido demostrar.
El señor Lamela, al conocer la sentencia, aprovechó para marcharse de vacaciones a esquiar. No sentía que tuviera que dar explicación alguna a los ciudadanos por este embrollo que tuvo en vilo a la sanidad y a la sociedad entera durante tres años. Esta costumbre de eludir las obligadas explicaciones que merecen los ciudadanos también se ha instaurado entre la clase gobernante.
23 cargos en empresas ligadas a la sanidad
¿Acabó este escándalo con su carrera política? No, como dice la canción: “Nada de esto fue un error”. Lo réditos que rindió la estrategia son difíciles de calcular. A él le llevaron a ser consejero de Transportes de la Comunidad de Madrid, y más tarde, como ya hemos dicho, a consejero de Administración de Caja Madrid Cibeles (Bankia) con Rodrigo Rato y miembro, agárrense los machos, de su Comité Auditor.
Mientras, puso en marcha un complejo entramado de sociedades relacionadas con la sanidad, llegando a ejercer desde 2009 hasta hoy más de 23 cargos en distintas empresas del ramo.
Ya lo ven, la capacidad de transformación profesional en función de la Consejería que se preside es asombrosa. Ahora descubren, algunos con sorpresa, que es adjudicatario de aquello que privatizaba.
Como el actual consejero de Sanidad, Javier Fernández-Lasquetty, defiende la gestión de Lamela, al tiempo que afirma que no tiene por qué conocer ni investigar el accionariado de las empresas a las que cede la gestión de lo público, o sea, no sabe ni le interesa a quién traspasa tan espectaculares recursos económicos, da a entender que podría seguir los mismos pasos de esa carrera ejemplar.
EL MAYOR DE LOS NEGOCIOS
Algunos ciudadanos, entre los que me incluyo, no la vemos ejemplar y menos aún teniendo en cuenta que todos los informes técnicos de los profesionales de la medicina, tanto españoles como internacionales, incluida la Organización Mundial de la Salud (OMS) alertan contra esta política de privatización concluyendo que no sólo es más cara sino que, además, baja sensiblemente la calidad de asistencia. Llama especialmente la atención la situación de la sanidad británica, donde se inició este tipo de política que ha costado, según datos por los que se ha disculpado el propio primer ministro, al menos 2.500 muertes que podían haberse evitado. Claro que estamos en manos de personas que no parecen dispuestas a dejar pasar lo que ellas mismas bautizaron como “una gran oportunidad de negocio”.
Se equivocan, la salud, vista en términos mercantiles no es una oportunidad de negocio, es el mayor de todos lo negocios imaginables.
Es muy grave que ante la situación de emergencia que ha provocado esta crisis económica, algunos responsables de administrarla, en lugar de intentar paliar el daño que va a producir en la ciudadanía se entreguen al saqueo de nuestro patrimonio con el aplauso encendido y solidario de sus compañeros.
“Yo hablo de sanidad sin apellidos”, contestó don Manuel Lamela a unos periodistas que le preguntaban por la idoneidad de que un consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, como era su caso, dejara la política para entrar a formar parte de empresas cuyos ingresos tuvieran una relación directa con su gestión de gobierno.