La historia de los Cansado es solo una más de las que quedó marcada por la represión de ese negro verano de 1936. Todo comenzó, cuentan en la familia, el penúltimo día de agosto, cuando José Cansado Lamata, natural de Ateca (Zaragoza), recibió el aviso de que debía personarse en el consistorio de la localidad. A pesar de su vinculación a la UGT, de su papel como concejal durante la etapa del Frente Popular y de las numerosas peticiones para que no acudiera a la llamada, el jornalero dejó sus labores en el campo de inmediato y se presentó ante las autoridades. Tras pasar la noche en la que había sido durante meses su segunda casa, se le trasladó en un camión hacia Calatayud. Junto a él, su hermano Antonio Cansado Lamata. Fue la última vez que se vio a ambos. Tras eso, desaparecieron.
Con el paso de los años, la familia ha ido reconstruyendo poco a poco lo que siguió. A finales de octubre, los jornaleros fueron subidos de nuevo en un vehículo con destino Zaragoza. Pero aquella camioneta tomó un desvío hacia Morata de Jalón. Allí fueron fusilados y arrojados a una fosa común junto a toda la vieja corporación local. Y en aquel paraje permanecieron hasta que sus restos fueron trasladados a Madrid. "No sabemos cómo lo supo, pero un día mi abuela dijo que a su marido se lo habían llevado a la capital", cuenta al otro lado del teléfono Paco Cansado, nieto y sobrino-nieto. El traslado, relata, se produjo en 1959. Pocos meses antes, diferentes circulares del entonces ministro de la Gobernación, Camilo Alonso Vega, evidenciaban los trabajos de la dictadura para llenar las criptas del Valle de los Caídos de restos mortales.
La familia sabe que en el primer tomo del Libro de Registro de Enterramientos de Cuelgamuros consta que el 8 de abril de 1959 llegaron al mausoleo procedentes de Calatayud 81 restos en nueve columbarios diferentes, ninguno de ellos identificado. O que las cajas que los contienen se numeran entre el 2.061 y 2.069 y están ubicadas en la cripta derecha, tercera planta, de la Nave de la Basílica. Agarrados a estos indicios, los Cansado forman parte del enorme grupo de familias –las últimas cifras oficiales superan el centenar– que pelean por recuperar a sus seres queridos del Valle de los Caídos. Pero a pesar de las resoluciones judiciales o de las promesas políticas, aún no ven luz al final del túnel. Una eterna espera que resulta insufrible para quien ya casi no tiene tiempo.
Cinco años para ver movimiento
"La primera vez que solicitamos de forma oficial que se llevaran a cabo las exhumaciones fue en 2009 y 2010, cuando propusimos sin éxito un proyecto que nos avaló un arqueólogo", rememora Silvia Navarro, presidenta de la Asociación de Familiares Pro Exhumación de los Republicanos enterrados en el Valle. Luego, llegó la derecha al Gobierno. Y todas las esperanzas de que se recuperasen de común acuerdo los restos del mausoleo se desvanecieron. En su caso, intenta localizar y rescatar de Cuelgamuros a su tío abuelo José Antonio Marco Viedma, secuestrado y asesinado extrajudicialmente aquel verano de 1936 en la tapia del cementerio municipal de Calatayud. Industrial de profesión, era conocido en la zona por el uso que daba a la furgoneta familiar para ir a los mítines de Manuel Azaña en Madrid.
Las familias cuentan que ha sido una carrera de fondo. Un camino "largo" y "tortuoso" que tuvo un punto de inflexión en la primavera de 2016, cuando un juez de la localidad madrileña de San Lorenzo de El Escorial abrió el melón de las exhumaciones en Cuelgamuros al entender que "el derecho a una sepultura digna está indisolublemente unido a la dignidad propia de todo ser humano, con independencia de la forma en la que falleció". Lo hizo en el caso de los hermanos Manuel y Antonio Ramiro Lapeña, un veterinario y un herrero vinculados a la CNT de Calatayud –el primero como fundador– que fueron asesinados tras el golpe de Estado, arrojados a una fosa común y posteriormente trasladados al mausoleo anclado en plena sierra de Guadarrama.
A pesar de la resolución, los familiares tuvieron que esperar cinco años más para empezar a ver algún movimiento en Cuelgamuros. En septiembre de 2021, pocos días después de que falleciese a los 97 años Manuel Lapeña –hijo y sobrino de los hermanos–, el Gobierno anunció por fin que comenzaba con los trabajos preparativos para exhumar del Valle de los Caídos a ocho decenas de personas. Lo hacía con la licencia urbanística pertinente para la habilitación de los accesos a las criptas de la Basílica, que Patrimonio Nacional había solicitado al Ayuntamiento de San Lorenzo de El Escorial y que el consistorio había concedido sin problema al considerar que las intervenciones planteadas eran "viables". Un plan de trabajo en tres fases que podía prolongarse durante semanas.
La ultraderecha pasa al ataque
Pero la ultraderecha movió ficha para intentar frenar en seco las actuaciones. Y lo logró. Apenas dos meses después de que se anunciara el comienzo de las labores, el Juzgado de lo Contencioso-Administrativo nº10 de Madrid, con la magistrada Eva María Bru al frente, paralizó de forma cautelar la licencia urbanística. Lo hizo a petición de dos particulares, la Fundación Nacional Francisco Franco y la Asociación por la Reconciliación y la Verdad Histórica, una organización que entonces llevaba poco más de un mes inscrita en el registro del Ministerio del Interior. Según los diferentes autos emitidos, consultados por infoLibre, todos ellos se apoyaban en el "derecho fundamental a la intimidad de los fallecidos y de sus familias" y la necesidad de "respetar el sagrado reposo eterno que se vería vulnerado" con las obras.
La decisión de la jueza cayó como el enésimo jarro de agua fría sobre las familias, hartas de que cada paso que dan hacia el final del túnel vaya siempre acompañado de nuevos obstáculos. Los trabajos se paralizaron de inmediato. Y la Abogacía del Estado tuvo que ponerse manos a la obra para intentar revertir la situación. En representación de Patrimonio Nacional, los servicios jurídicos recurrieron la suspensión de la licencia decretada por la jueza, alegando que las obras que se pretendían llevar a cabo no eran "irreversibles". A comienzos del pasado verano, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid le dio la razón y levantó la cautelar. "No se desprende que el alcance de la intervención objeto de la licencia conlleve una transformación urbanística irreversible de las criptas", razonaron los magistrados.
Tras el pronunciamiento, un representante de Patrimonio Nacional se puso en contacto con Alcaldía de San Lorenzo de El Escorial para trasladarle que, a ojos de la Abogacía y tras la sentencia, debía alzarse la suspensión de la licencia. Pero el ayuntamiento, liderado por la conservadora Carlota López, rechazó hacerlo hasta que el fallo del Tribunal Superior de Justicia de Madrid fuera firme. Una negativa a reactivar el asunto que llevó a los familiares de los inhumados en Cuelgamuros a interponer una querella por un delito de prevaricación contra la alcaldesa del municipio, que este miércoles declaró en sede judicial como investigada. "No queremos inhabilitar a nadie, sólo queremos cerrar una herida", explica el abogado memorialista Eduardo Ranz.
"Duele mucho que mueran esperando"
Tras meses de tiras y aflojas, en los que Patrimonio Nacional se encargó de recordar a la alcaldesa que los retrasos ponían en riesgo que muchos descendientes de las víctimas pudiesen llegar a ver los resultados "que tanto tiempo han añorado", el consistorio emitió un nuevo informe en el que resaltaba que las decisiones adoptadas tras las paralizaciones judiciales no habían implicado la suspensión de la licencia. A esto se agarró el Gobierno para retomar de nuevo los trabajos en Cuelgamuros el pasado mes de diciembre. Al final, la ofensiva ultra en los tribunales ha conseguido mantener las exhumaciones en punto muerto durante más de un año. Y el caso aún tiene que ser visto por el Tribunal Supremo, hasta donde lo han llevado los abogados que lograron paralizar el asunto.
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Abogado y familias se encuentran ahora a la espera de que alguien se ponga en contacto con ellos para informarles sobre el estado de las exhumaciones. "Nadie nos ha notificado todavía actuación alguna", explica Ranz. Navarro cuenta, visiblemente molesta, que la interlocución con Patrimonio Nacional es inexistente. "A día de hoy desconocemos qué se está haciendo o cuándo calculan que se podrá llevar a cabo la extracción de las cajas", resalta la presidenta de la Asociación de Familiares Pro Exhumación de los Republicanos enterrados en el Valle, que tiene previsto solicitar próximamente una reunión con el organismo político responsables de los bienes de titularidad estatal. A preguntas de este diario, tampoco desde el Gobierno aclaran cómo se encuentran los trabajos ni ponen sobre la mesa ningún calendario.
"Es vergonzoso, cualquiera pensaría que estamos pidiendo una limosna, pero solo queremos justicia. En mi caso, poder dar a los nuestros un descanso digno", asevera Mercedes Abril. Lucha por rescatar a su padre, Rafael Abril, a quien vio por última vez cuando apenas era una cría de tres años. Lo hace por ella. Pero también por su madre Eusebia, quien tuvo que ganarse el pan cosiendo camisas y capotes para aquellos que la vistieron de negro. Y ahí anda, con 86 años, peleando como puede. "El tiempo corre en nuestra contra", resalta Navarro. Primero, por la cercanía de unas elecciones que amenazan con tirar todo por tierra como la derecha llegue a la Moncloa. Y segundo, por la edad de los descendientes. "Por el camino están muriendo hijos e hijas. Es más, ya hay hasta biznietas recogiendo el testigo", explica.
Durante el último año y medio se han ido Manuel Lapeña y Miguel Ángel Capapé, quien ha acompañado a Purificación Lapeña en toda la batalla para recuperar los restos de su abuelo y tío abuelo. "Mueren esperando. Y eso duele muchísimo", apunta Navarro. Tiempo es también lo que falta en la familia Cansado. Pascual y Jesús, los hijos de los hermanos de Ateca, tienen ya 100 y 93 años, respectivamente. A ellos también se les pasa de vez en cuando por la cabeza la posibilidad de no llegar a ver la vuelta a casa de sus respectivos padres. "Nosotros no vamos a parar, pero correr no podemos correr más", apunta Paco al otro lado del teléfono, quien no se cansa de repetir que la intención de las familias no es abrir ninguna herida, sino todo lo contrario: "Pero para cerrarlas debemos poder sacarlos de un lugar indigno para llevarlos al pueblo, que es de donde no debían haber salido".
La historia de los Cansado es solo una más de las que quedó marcada por la represión de ese negro verano de 1936. Todo comenzó, cuentan en la familia, el penúltimo día de agosto, cuando José Cansado Lamata, natural de Ateca (Zaragoza), recibió el aviso de que debía personarse en el consistorio de la localidad. A pesar de su vinculación a la UGT, de su papel como concejal durante la etapa del Frente Popular y de las numerosas peticiones para que no acudiera a la llamada, el jornalero dejó sus labores en el campo de inmediato y se presentó ante las autoridades. Tras pasar la noche en la que había sido durante meses su segunda casa, se le trasladó en un camión hacia Calatayud. Junto a él, su hermano Antonio Cansado Lamata. Fue la última vez que se vio a ambos. Tras eso, desaparecieron.