El Gobierno de Pedro Sánchez ha puesto fin al operativo de rescate internacional en Afganistán. Lo hace después del brutal atentado perpetrado por el Estado Islámico a las puertas del aeropuerto de Kabul, que se ha cobrado decenas de vidas. Y tras haber conseguido traer del país asiático a más de 2.200 personas. Ahora, toca darle un impulso en suelo español a la llamada operación Antígona, el dispositivo preparado por el Ejecutivo central para regular la acogida de todos esos migrantes. Una labor para la que cuentan con la ayuda de las organizaciones especializadas en la materia. Por delante, varios meses de intenso trabajo para ayudar a estas mujeres, hombres y niños a empezar una nueva vida a 8.000 kilómetros de ese hogar que el fundamentalismo religioso les ha arrebatado en cuestión de días. No será sencillo. Tienen que comenzar de cero, sin apenas recursos y con lo poco que consiguieron llevar consigo en una salida abrupta. Y, además, en un país con enormes diferencias culturales y lingüísticas.
Una vez Kabul cayó en manos de los talibanes, España se convirtió en el centro de llegada de todos los ciudadanos afganos que han colaborado en las dos últimas décadas con las potencias europeas. Así, según los datos que manejaba el viernes el Gobierno, 1.671 evacuados forman parte del contingente español, 333 de la Unión Europea, 131 de Estados Unidos, 50 de la OTAN y 21 de Portugal. Llegadas que se han producido a la base aérea de Torrejón de Ardoz, convertida en una instalación provisional de tránsito. Allí, las personas afganas son separadas en tres grupos. Por un lado, el de los colaboradores de EEUU, con quien se ha llegado a un acuerdo para que use las bases de Rota y Morón como lugar de tránsito. Luego, los que llegan con visas de otros países europeos, a los que se pone en contacto con las diferentes embajadas para que alcancen su destino final. Y, por último, el grupo del contingente español, el que comenzará una nueva vida en nuestro país.
Lo primero son las entrevistas. El objetivo es conocer al detalle todas las particularidades de la unidad familiar para proceder de la mejor manera posible. Cuál es su composición, qué necesidades existen a nivel sanitario, si hay casos de diversidad funcional, si han sido activistas, si pertenecen a la comunidad LGTBI… Este primer encuentro no es sencillo. Al final, son personas que han tenido que huir de su hogar hacia la otra punta del mundo de la noche a la mañana, que llevan días viviendo en precario y que aterrizan en España con una carga emocional brutal. “Llegan con una mezcla de miedo, angustia y preocupación por todo lo que han dejado atrás, sabiendo que cada hora que pasa complica la salida de sus familiares del país”, cuenta al otro lado del teléfono Áliva Díez, coordinadora estatal de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), una de las organizaciones que participa en el dispositivo montado en la base aérea, donde todas estas personas –la gran mayoría mujeres y niños– inician su solicitud de protección internacional.
No suelen pasar demasiado tiempo en la base aérea desde que pisan tierra. Los cálculos del Gobierno central sitúan la estancia media en unas 32 horas. Es el tiempo que tardan en ir pasando al sistema de acogida, una red compuesta por unas 9.000 plazas –3.000 de ellas, algo más de un 30%, vacías actualmente–. A medida que van completando el primer filtro, los solicitantes de asilo se reparten por los diferentes pisos o centros, la mayor parte de ellos gestionados por ONG, habilitados en las distintas comunidades autónomas. Según datos del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, en la mañana del pasado ya habían sido derivadas 1.108 personas. De esas, el Ejecutivo central tiene detalle de la distribución de 1.067 –41 casos están aún pendientes de grabación de destino–. Castilla y León y Cataluña son, con estas últimas cifras sobre la mesa, las que más han acogido: 146 y 136, respectivamente. Les sigue Andalucía y Aragón.
Todas estas personas tienen derecho a permanecer en el sistema de acogida mientras la administración resuelve su petición. Aunque la ley establece que el proceso tiene que culminarse en seis meses, lo cierto es que puede alargarse hasta un año. En caso de que se les deniegue el asilo, en un par de semanas están fuera de la red, algo que pocas veces sucede con la población afgana, que las organizaciones calculan que solo se rechaza en un 30% de los casos. Si se les reconoce, pueden continuar formando parte del sistema hasta que se cumpla un año y medio desde su entrada en él –o un par de años en los casos más vulnerables–. Fahred formó parte de este segundo grupo. Llegó a España hace seis años. En concreto, el 18 de octubre de 2015. En conversación con infoLibre, cuenta que abandonó Afganistán para “salvar la vida” –formaba parte de una minoría en una zona conflictiva– y con la idea de empezar a construir algo mejor para su familia lejos de allí. Vino solo y sin tener idea ni del idioma ni de cómo funcionaba la administración española.
“Aquí estarán bien, tendrán una vida mejor”
“Desde hace dos años ya tengo papeles”, dice al otro lado del teléfono. Lo celebra en un buen castellano, aunque todavía, apunta, “no es perfecto”. Y junto a su familia. Su mujer y sus tres hijos –dos niños y una niña– llegaron a España en mayo de 2019. Aunque ha pasado más de un lustro desde que dejó atrás su Afganistán natal, Fahred ve con preocupación lo que sucede a 8.000 kilómetros de distancia. “Aquí estarán bien, tendrán una vida mejor”, dice en referencia al millar de compatriotas que han aterrizado en nuestro país en los últimos diez días. Él ha conseguido ir levantando aquí un proyecto de futuro a base, dice, de lucha y trabajo. “He estado en un restaurante, vendiendo frutos secos, como ayudante de cocina en el centro de acogida… Y ahora, trabajo en una fábrica de mascarillas”, relata el hombre seis años después de presentarse, por primera vez, ante la Oficina de Asilo y Refugio de Madrid, ubicada en la calle Pradillo de la capital.
La primera fase de la acogida arranca en cuanto los solicitantes llegan a su plaza. “A la mañana siguiente, el trabajador social se entrevista con ellos mediante intérpretes. Ahí es cuando comienzan a abrirse y ahondan en la situación familiar: violencia vivida, pérdida de familiares…”, explica Díez. Durante esta etapa, cuenta la portavoz de CEAR, se hace mucho “trabajo emocional” con la ayuda de psicólogos. Porque en cuanto se sienten seguros y se dan cuenta de que ya no hay marcha atrás, suelen “quebrarse”. Durante esos primeros meses, además, las organizaciones tratan de darles una información básica jurídico-administrativa, les ayudan a realizar gestiones de todo tipo –empadronamiento, tarjeta sanitaria, guardería o escolarización de menores, entre otras–. “Ellos tienen que aprender en un corto espacio de tiempo todo lo que nosotros hemos aprendido en la vida”, resume Jessica Martín, responsable del programa de acogida de refugiados de Cesal.
Para ello, es fundamental el aprendizaje del idioma. Es clave tanto para poder meter la cabeza en el mercado laboral como para desenvolverse con la administración o en las cuestiones más básicas del día a día. “Yo lo aprendí tras un año aquí. No es perfecto, pero me vale para resolver problemas”, dice Fahred. “Tienen mucha facilidad con los idiomas”, reconoce Díez, que recuerda que parte de los afganos que han llegado en los últimos días ya tienen algo de conocimiento de la lengua. En nuestro país, explican desde el Ministerio de Inclusión, las personas solicitantes de asilo pueden empezar a trabajar “a partir del sexto mes tras su solicitud de protección internacional”. Y desde las organizaciones también hacen una intensa labor en esta inserción laboral. “Cuando han alcanzado una cierta estabilidad, vemos con ellos si pueden validar sus formaciones y les vamos orientando un poco en el acceso al mercado de trabajo”, cuenta la responsable del programa de acogida de refugiados de Cesal.
Volver a independizarse
Una vez que el Estado les concede la protección internacional, hombres, mujeres y los más pequeños, a los que Martín recalca una y otra vez que hay que prestar una especial atención en todo el proceso, pueden pasar a una segunda etapa de mayor autonomía. Ya no tienen por qué vivir en los pisos tutelados o los centros de las organizaciones, sino que podrán tener una vida independiente en un domicilio propio que podrán alquilar con las ayudas económicas concedidas por la cartera que dirige José Luis Escrivá. Porque durante el tiempo que dura el programa, el Estado les otorga un cierto respaldo económico. El año pasado, por ejemplo, la ayuda al alquiler se movía entre los 360 euros y los 780 euros, en función de si era una sola persona o se trataba de una unidad familiar compuesta por ocho o más. Y la orientada a cubrir las necesidades básicas se movía entre los 350 euros para un solo individuo y los 870 euros para una unidad de convivencia de nueve o más miembros. En definitiva, lo justo para poder tirar.
Es el último paso antes de empezar a construir una nueva vida en un país en el que esta nacionalidad siempre ha sido minoritaria dentro de la comunidad migrante: a comienzos de 2020, según datos del padrón continuo del Instituto Nacional de Estadística (INE) recogidos por Europa Press, sólo había en España 799 personas naturales del Estado asiático. Puede que para siempre. O puede que solo durante un tiempo, hasta que el pueblo afgano recupere esa libertad que los talibanes le han arrebatado en tan solo unos días. Sobre todo a ellas, que junto con los menores suponen ocho de cada diez llegadas a nuestro país desde que Kabul se convirtió en un auténtico polvorín.
El Gobierno de Pedro Sánchez ha puesto fin al operativo de rescate internacional en Afganistán. Lo hace después del brutal atentado perpetrado por el Estado Islámico a las puertas del aeropuerto de Kabul, que se ha cobrado decenas de vidas. Y tras haber conseguido traer del país asiático a más de 2.200 personas. Ahora, toca darle un impulso en suelo español a la llamada operación Antígona, el dispositivo preparado por el Ejecutivo central para regular la acogida de todos esos migrantes. Una labor para la que cuentan con la ayuda de las organizaciones especializadas en la materia. Por delante, varios meses de intenso trabajo para ayudar a estas mujeres, hombres y niños a empezar una nueva vida a 8.000 kilómetros de ese hogar que el fundamentalismo religioso les ha arrebatado en cuestión de días. No será sencillo. Tienen que comenzar de cero, sin apenas recursos y con lo poco que consiguieron llevar consigo en una salida abrupta. Y, además, en un país con enormes diferencias culturales y lingüísticas.