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Madrid, la ciudad que iba a ser la tumba del fascismo y se convirtió en la cuna del neofascismo

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Madrid, comienzos de los setenta. Un par de tipos entrados en años descansan en sus respectivos domicilios. Ambos bloques de edificios, ubicados en la madrileña calle de Santa Engracia, apenas están separados por unos pocos portales. Son vecinos. El mayor es belga. El menor, austriaco. El primero se llama León Degrelle. El segundo, Otto Skorzeny. Uno y otro comparten un pasado común. Los dos llegaron a España finalizada la Segunda Guerra Mundial. Y formaron parte del Eje durante la contienda. Degrelle fue un destacado colaboracionista. Skorzeny, por su parte, fue el coronel de las Waffen-SS que lideró la liberación de Benito Mussolini del Gran Sasso en 1943. Y en aquella capital de los setenta, es todo un mito para la nueva hornada de jóvenes fascistas.

Ambos personajes forman parte del inmenso mapa de relaciones fascistas que traza el historiador Pablo del Hierro en Madrid, metrópolis (neo)fascista (Crítica, 2023). La obra es un análisis en profundidad del papel destacado que jugó la urbe española como nodo fundamental de las rutas de escape –las conocidas como ratlines– tras la Segunda Guerra Mundial, como refugio de criminales de guerra y como punta de lanza de ese activismo fascista transnacional que buscó relanzar su proyecto político en los años cincuenta, sesenta o setenta. Un trabajo que ha sido harto complicado. "Estudiar a la extrema derecha es algo que resulta muy difícil", reconoce el profesor de Historia de Europa en la Universidad de Maastricht en entrevista telefónica con infoLibre.

El libro identifica al menos cuatro ratlines, o rutas de las ratas, con Madrid como nodo fundamental. Una de ellas es la que pusieron en marcha diplomáticos de la Francia de Vichy. Otras dos, las que conformaron el italiano Arturo degli Agostini y el destacado miembro de las SS Johannes Bernhardt. Y la última, la que se encargó de montar el fascista argentino de ascendencia alemana Carlos Fuldner con ayuda del colaboracionista belga Pierre Daye. Para el establecimiento de todas ellas, según explica Del Hierro, fue clave "el dinamismo de los cuerpos diplomáticos de los países del Eje que residían en España", así como los "contactos" de los mismos con el propio régimen franquista, desde el Ministerio de Asuntos Exteriores o de Gobernación hasta la Secretaría General del Movimiento.

El historiador detalla la complejidad de estudiar estas rutas: "Eran estructuras fluidas y semiinformales que estaban continuamente cambiando y que se solapaban las unas con las otras". Y eso explica la dificultad existente a la hora de cuantificar el volumen de criminales de guerra y colaboracionistas que consiguieron huir a través de ellas. "Si tenemos en cuenta las peticiones de ayuda recibidas por Daye y hacemos una extrapolación, podemos estar hablando de al menos un millar de personas si somos conservadores", resalta el historiador. Algunos de ellos terminarían quedándose en Madrid. Otros, solo utilizarían la capital como lugar de paso hasta su destino final. "Muchos veían España solo como un refugio temporal", completa.

"Tolerancia activa" y ciudad de negocios

La existencia de estas estructuras era de sobra conocida por el régimen franquista, que decidió adoptar "una tolerancia activa". "Se permitió su creación y ciertos elementos fueron parte activa, ayudando a conseguir papeles, trabajo o alojamiento", detalla Del Hierro. Habla de Raimundo Fernández-Cuesta, el que fuera ministro de Justicia, o del filonazi Ramón Serrano Suñer. Pero además, el régimen no tardó en darse cuenta del potencial que este tipo de personajes podían tener como "moneda de cambio" en el juego de las relaciones internacionales. Un ejemplo perfecto es el de Leon Degrelle. Cuando Bélgica solicitó su extradición, España se abrió a concederla si se normalizaban relaciones diplomáticas. Los belgas no aceptaron. Y el colaboracionista desapareció.

A finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, por tanto, el Madrid que iba a ser la tumba del fascismo se había convertido ya en un nido fascista. La ciudad era estupenda, entre otras cosas, para hacer negocios. El coronel italiano Gastone Gambara, por ejemplo, se convirtió en un intermediario fundamental en las relaciones hispano-italianas, participando activamente en el acuerdo entre Finsider y la Empresa Nacional Siderúrgica para explotar yacimientos de hierro en la provincia de Granada. Skorzeny, por su parte, puso en marcha una compañía de importación y exportación. Y tampoco le fue mal en lo económico. De hecho, a comienzos de los cincuenta llegó a un acuerdo de seis millones de dólares con Renfe para la compra de acero a firmas alemanas.

Por aquel entonces, la persecución de criminales de guerra por parte de las potencias aliadas había quedado relegada a un segundo plano. Ahora, la prioridad empezaba a ser la lucha contra el comunismo. Y, en ese contexto, surgen iniciativas que plantean construir un ejército fascista en la sombra. Una de ellas la plantea la italiana Asociación Nacional de Combatientes en España, quien llegó a recurrir al régimen franquista para conseguir apoyo. La otra, se recoge en el libro, se la propuso el propio Skorzeny a la CIA americana, pero no llegó a cristalizar en nada. "En este contexto de Guerra Fría, los elementos fascistas poco a poco van envalentonándose y empiezan a plantearse relanzar su proyecto político", cuenta Del Hierro.

Un nuevo impulso al proyecto

La capital española se conviertió entonces en uno de los focos calientes de este nuevo fascismo, que pretende beber de algunos aspectos del clásico y adaptarlos "a las nuevas circunstancias". "Madrid era perfecto para, por ejemplo, relanzar el proyecto en el plano cultural. Tiene un mercado editorial relativamente amplio y esto permite sacar revistas y hacerlas circular por varios países", cuenta el historiador. Este tipo de publicaciones eran "fundamentales", explica Del Hierro, porque permitían mantener a una comunidad dispersa por el mundo "unida políticamente". Igual que los ritos o los símbolos permitían mantener una "cohesión de espíritu" en un neofascismo que tenía que "cooperar de manera transnacional" si quería "volver a ser relevante".

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La obra analiza los diferentes intentos por dar impulso de nuevo al proyecto político fascista en los cincuenta, sesenta o setenta al calor de un contexto internacional cambiante. Y lo hace, de nuevo, poniendo el foco sobre Madrid, que se mantiene como punto fundamental en todo ese proceso. "Muestran una capacidad pasmosa para reagruparse y relanzarse. En los setenta, la gente se preguntaba cómo era posible que la extrema derecha volviese a ser relevante, y la clave se encontraba en el trabajo que había hecho durante las dos décadas anteriores. Por eso, creo que investigar lo sucedido en los noventa y en los dos mil puede ser fundamental para entender lo que está sucediendo ahora", resalta Del Hierro.

Uno de los últimos intentos antes de la muerte del dictador de construir algo así como una especie de internacional fascista se produjo a comienzos de los setenta. Y al frente de la misma se situaron, entre otros, Skorzeny. El grupo contaba con el respaldo del expresidente argentino Juan Domingo Perón, que en su día colaboró activamente con una de las rutas de escape puestas en marcha tras la segunda Guerra Mundial y que recaló en Madrid tras ser depuesto del cargo. Sin embargo, los planes de este presídium se vieron truncados con el fallecimiento de sus líderes, la muerte de Franco y la caída de las dictaduras portuguesa y griega. Otra vez más, al movimiento neofascista no le quedó más remedio adaptarse a las nuevas circunstancias.

Porque eso es lo que fue haciendo la extrema derecha desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Estaba en constante cambio. E iba probando estrategias para ver qué era lo que funcionaba y qué no. No obstante, el profesor de Historia de Europa en la Universidad de Maastricht desliza algunas similitudes entre lo que hacía hace varias décadas y lo que hace ahora. "Si entonces invertían mucho en publicaciones para tratar de pelear la hegemonía cultural a la izquierda, ahora recurren también a la palabra escrita, en este caso en las redes sociales, para tratar de influir en la agenda política y construir hegemonía cultural".

Madrid, comienzos de los setenta. Un par de tipos entrados en años descansan en sus respectivos domicilios. Ambos bloques de edificios, ubicados en la madrileña calle de Santa Engracia, apenas están separados por unos pocos portales. Son vecinos. El mayor es belga. El menor, austriaco. El primero se llama León Degrelle. El segundo, Otto Skorzeny. Uno y otro comparten un pasado común. Los dos llegaron a España finalizada la Segunda Guerra Mundial. Y formaron parte del Eje durante la contienda. Degrelle fue un destacado colaboracionista. Skorzeny, por su parte, fue el coronel de las Waffen-SS que lideró la liberación de Benito Mussolini del Gran Sasso en 1943. Y en aquella capital de los setenta, es todo un mito para la nueva hornada de jóvenes fascistas.

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