En la tapia todavía se aprecian las marcas de las balas, testigos silenciosos de un pasado enterrado durante más de setenta años. En las últimas dos semanas, Ascensión Mendieta ha pasado muchas horas con la mirada clavada en ese muro. Esperando con una sonrisa en los labios. O, mejor dicho, terminando la espera. Desde los 13 años ha estado imaginándose este momento, pensando en el día que pudiera recuperar los restos de su padre, fusilado en 1939. Ahora, a los noventa y con su deseo cumplido, recuerda con nitidez la última vez que le vio. “Estaba durmiendo la siesta. Había venido de la guerra, pero no llegó a entrar en combate porque su quinta fue una de las últimas que llamaron. Y vino porque Franco había dicho que era una paz honrosa, que quien no se hubiera manchado las manos de sangre se podía marchar. Mi padre llegó a Sacedón y a los cuatro días lo enviaron a la cárcel”.
Lo que desde el 19 de enero ha separado a Ascensión de esa tapia de la parte civil del cementerio de Guadalajara es una hilera de 12 tumbas. Desde lejos pasan totalmente desapercibidas, pero al acercarse se empieza a intuir que no son como las demás. La mayoría solo tiene una sencilla estructura de ladrillo y cemento cubierta de musgo y algún solitario ramo de claveles encima. En algunas se pueden leer algunos nombres sin ningún vínculo familiar entre sí. Son fosas comunes, herencia de la Guerra Civil y del franquismo. La de Timoteo Mendieta era la número 2, hoy un agujero de más de tres metros de profundidad abierto a instancias de la jueza argentina María Romilda Servini. “Es increíble que hayamos tenido que recurrir a un país extranjero. Aquí nos cerraron todas las puertas”, denuncia Francisco Vargas Mendieta, uno de los hijos de Ascensión. Es la primera vez que se realiza la apertura de una fosa común en España por orden de un magistrado extranjero.
El apellido Mendieta ha sentado un precedente y Ascensión se ha convertido en un símbolo para todas aquellas personas que buscan a sus desaparecidos. Por eso, cada uno de los días que se ha desplazado desde Madrid para contemplar cómo avanzaban las labores de exhumación se le ha acercado alguien para regalarle flores y hasta algún beso, pero, sobre todo, para darle las gracias. “Siento mucho orgullo, mucha alegría y mucha fuerza porque me voy a llevar algo de él”, dice mientras insiste en que quiere que la entierren junto a los restos de su padre, condenado a muerte en un juicio sumarísimo por pertenecer a UGT y “por auxilio a la rebelión”, según consta en los registros de la época. Tenía 41 años. Su quinta fue una de las últimas que llamaron a filas. Dejó el puesto de carnes que tenía en la plaza del pueblo alcarreño de Sacedón y se incorporó al frente de Canillejas, en Madrid. Nunca quiso que su familia le viera en la cárcel; seis meses después de ser detenido, recibieron la noticia de su ejecución.
El proceso para recuperar sus restos ha sido difícil y en muchos momentos frustrante y doloroso, pero las últimas dos semanas han sido especialmente emotivas. “Sé que voy a llorar un montón todavía”, reconoce Francisco. La de su abuelo ha sido una de las exhumaciones más complicadas que ha realizado la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH). “Ha sido difícil, una de las más largas debido a la falta de espacio. El perímetro para trabajar era muy estrecho porque a los dos lados hay otras fosas con asesinados”, explica René Pacheco, el arqueólogo que ha liderado la excavación junto con un grupo de voluntarios, incluido un antropólogo forense llegado expresamente desde Portugal. Además, en la fosa había otros 21 cuerpos de fusilados. Timoteo Mendieta fue de los primeros en ser arrojado, por lo que estaba prácticamente abajo del todo. El registro del cementerio, extremadamente minucioso, ha sido clave para identificarle: “Llama la atención cómo está todo perfectamente anotado: los nombres, la edad, la fecha de enterramiento, el número de fosa y hasta el lugar que ocupan los cuerpos en la saca”, explica Marco González, vicepresidente de la ARMH y nieto también de desaparecido.
Pero no siempre hay fuentes documentales tan fiables para localizar las miles de fosas comunes que se estima que hay desperdigadas por todo el país. En esos casos hay que tirar de memoria, hablar con los vecinos de la zona, con supervivientes de la Guerra Civil o con sus hijos y nietos que han escuchado las historias desde niños, ver lo que recuerdan y, sobre todo, lo que quieren contar después de callar tantos años. Porque el temor a hablar sigue estando ahí, instalado en lo más profundo, como si no hubiera pasado el tiempo. “El miedo aún está enquistado en la sociedad y ese es nuestro mayor obstáculo. No es raro encontrar a una familia que no reclama a su desaparecido no porque no quiera, sino por lo que van a pensar de ella en el pueblo. Es muy triste, pero nos hemos encontrado muchos casos así”, afirma Pacheco. Un silencio impuesto que también se vivió en la familia de Timoteo Mendieta. “Nunca hablábamos de ello, yo nunca he podido decir que habían matado a mi padre porque tenía a mis hijos, iban a un colegio de Falange en San Blas y me daba miedo que dijeran 'a mi abuelo le han matado', sabe Dios lo que podía a pasar”, cuenta Ascensión. “Vivíamos en un régimen de terror –añade su hijo Francisco--. A veces oías cosas, pero no hilabas. La primera vez que vine con mi abuela al cementerio tenía 14 años. La zona civil estaba cerrada. No podíamos entrar, así que arrojábamos las flores desde el otro lado del muro y donde cayesen…”.
Con la llegada de la Transición, se derribó la tapia y les dejaron pasar. Fueron los primeros en poner una lápida en las fosas comunes. Ascensión no ha olvidado que a su madre solo le dejaron “escribir el nombre porque le dijeron que tenía que dejar espacio para los demás, aunque nadie puso nada, solo ella”. Al poco, alguien la destrozó con mazas y le arrojó pintura roja por encima. Tuvieron que ponerla de nuevo. Dos de los siete hijos de Timoteo Mendieta nunca fueron a verla. De nuevo, el miedo. “Hubo hermanos que no querían saber del tema, pero no porque no pensaran en él, de hecho el que sobrevive ha apoyado a mi madre en todo, sino porque significarse en aquella época era muy duro y ya sabemos las consecuencias: primero palizas y luego cárcel”, dice Francisco.
Ascensión reconoce que si ha llegado tan lejos es gracias a sus hijos, porque fueron ellos quienes iniciaron la búsqueda, igual que en muchos de los casos investigados por la ARMH, como explica Pacheco: “La tercera generación es la que ha recogido el testigo y la lucha, porque no tiene miedo y solo quiere saber lo que pasó”. Sonia Castro es uno de ellos. Nieta de represaliados del franquismo, es ella quien inició en su familia la búsqueda de los desaparecidos. “Era un tema tabú, pero según me fui haciendo mayor empecé a hacer preguntas y a interesarme. Me enteré de que existía la asociación y les pedí ayuda. Mi abuelo está en el cementerio de la Almudena en Madrid, pero los restos de mi tío abuelo fueron trasladados al Valle de los Caídos. Queremos localizarle, no queremos que esté junto a sus verdugos. Ahora es mi madre quien me anima a seguir adelante”. Sonia es una de las muchas personas que se han acercado para acompañar a Ascensión. No importa si nunca se han visto antes, les une una historia compartida. Igual que a esas (decenas de) familias que gracias al caso de Timoteo Mendieta han descubierto que tienen a alguien enterrado en una de esas fosas, o las que ya lo sabían y ahora tienen la esperanza de poder recuperar sus restos. Ascensión es plenamente consciente de las puertas que ha abierto: “Hay mucha gente que está viniendo. Se han enterado por nosotros. Tengo mucha alegría”.
En dos semanas, la ARMH ha recibido más de sesenta solicitudes relacionadas con el cementerio de Guadalajara, peticiones de ayuda como la de Rafaela Gayoso Jiménez. Su abuelo está enterrado en la fosa 1, para ella el proceso empieza de cero: “Era el alcalde de Almunia de Tajuña, le fusilaron por pertenecer a UGT. También mataron a un tío abuelo y a mis tías les cortaron el pelo y las arrastraron por el pueblo. Les quitaron todo”. Con cada palabra que pronuncia sus ojos se humedecen, como si lo que cuenta hubiera sucedido ayer, como si lo hubiera vivido en primera persona. Emociones transmitidas de una generación a otra, una reacción normal según Raúl de la Fuente Gutiérrez, psicólogo de la asociación: “Los sentimientos brotan exactamente igual aunque haya pasado tanto tiempo, quizás tengan más carga emocional por todo el proceso de lucha. Tampoco suele haber diferencias entre los hijos y los nietos de los desaparecidos, los primeros lo vivieron en primera persona pero los segundos han crecido con esa historia familiar o la han descubierto de mayores, pero para unos y otros la exhumación supone cerrar ese capítulo”.
Curtido en casos de desaparecidos en los conflictos de Guatemala y Perú, De la Fuente no se separa de las familias durante las excavaciones. Les ayuda a asumir el proceso que están viviendo pero, sobre todo, a ajustar las expectativas. “Hay personas que creen que es fácil porque toda la vida les han dicho que estaban ahí. Pero muchas veces las localizaciones fallan, o su familiar no está, o solo se encuentra algún zapato o el botón de una chaqueta”. En este sentido, el caso de Timoteo Mendieta también ha sido especial. El trabajo de acompañamiento empezó durante el proceso judicial y se prolongará durante el tiempo que tarden las pruebas que realizará un equipo de genetistas argentinos. Es el paso decisivo porque, aunque el análisis arqueológico forense confirma que los restos encontrados en Guadalajara son los del padre de Ascensión, el ADN tiene la última palabra. La ARMH sabe por experiencia que, a veces, el resultado no es el esperado. Francisco cree que su familia está preparada para lo peor: “Sería una gran decepción para mi madre pero, incluso en esa situación, todavía seguiría mereciendo la pena. Nosotros no representamos solo a mi abuelo, sino a todos los desaparecidos. La democracia está coja hasta que no levanten todo lo que hay”.
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El problema es que el tiempo se acaba. “Cuando empezamos nuestro trabajo hace quince años era más fácil encontrar las fosas porque había muchísima gente que te marcaba un lugar exacto. Hoy, muchas de esas personas han muerto y la búsqueda es cada vez más complicada”, advierte Pacheco. A esto se suma la falta de ayudas económicas destinadas a las asociaciones de la Memoria Histórica. La ARMH, por ejemplo, sobrevive gracias a la financiación extranjera, del dinero que recibe de un sindicato noruego y de los 100.000 dólares que le ha aportado el Premio ALBA/Puffin de Derechos Humanos concedido por los Archivos de la Brigada Abraham Lincoln, una organización estadounidense. Su estructura, solo cuatro contratados y el resto voluntarios, recuerda que la Memoria es un movimiento social, compuesto por personas anónimas decididas a rescatar del olvido a las más de 114.000 víctimas que todavía quedan sepultadas en fosas comunes, una cifra que convierte a España en el segundo país del mundo, por detrás de Camboya, con mayor número de desapariciones forzosas sin resolver.
En la tapia todavía se aprecian las marcas de las balas, testigos silenciosos de un pasado enterrado durante más de setenta años. En las últimas dos semanas, Ascensión Mendieta ha pasado muchas horas con la mirada clavada en ese muro. Esperando con una sonrisa en los labios. O, mejor dicho, terminando la espera. Desde los 13 años ha estado imaginándose este momento, pensando en el día que pudiera recuperar los restos de su padre, fusilado en 1939. Ahora, a los noventa y con su deseo cumplido, recuerda con nitidez la última vez que le vio. “Estaba durmiendo la siesta. Había venido de la guerra, pero no llegó a entrar en combate porque su quinta fue una de las últimas que llamaron. Y vino porque Franco había dicho que era una paz honrosa, que quien no se hubiera manchado las manos de sangre se podía marchar. Mi padre llegó a Sacedón y a los cuatro días lo enviaron a la cárcel”.