Es la noche del domingo 24 de mayo y Rita Barberá acaba de reconocer públicamente su derrota. Tras abandonar los focos, busca el amparo caliente de algún abrazo y allí está Serafín Castellano, delegado del Gobierno hasta este viernes tras ser detenido por un supuesto caso de corrupción. El ímpetu de la munícipe levanta las gafas de Castellano de un cabezazo mientras le susurra: “¡Qué hostia, qué hostia!”. Nadie podía imaginar entonces que el epitafio también sería premonición para un Castellano que guardaba turno para quebrarse tras 24 años de discreciones, influjos e irregularidades en el PP valenciano.
De hecho, Castellano tiene ese estilo de los actores de reparto grises y monótonos, pero imprescindibles para que la trama avance. En 1988 llegó a Alianza Popular y en 1991 ya era alcalde de Benissanó (Valencia) y diputado autonómico. En 1999, Eduardo Zaplana le ascendió a caudillo de tropa y le nombró portavoz del grupo parlamentario. Más tarde sería conseller de Justicia y de Sanidad. Ya en plena guerra de trincheras entre Francisco Camps y Zaplana, el soldado fiel amotinó en julio de 2004 a 20 parlamentarios en contra del primero. Pero en noviembre el PP celebró congreso autonómico y reeligió a Francisco Camps como presidente con un 78% de los votos. Entonces Castellano, en su caída del caballo, dio un triple salto mortal para caer a lomos del campismo galopante. Le siguió su hueste y Camps le mantuvo el puesto y le encargó la negociación de la reforma del estatuto de autonomía.
Eran los tiempos en que Castellano presumía de estadista por los pasillos de Les Corts. “Cualquier corbata ya te cuesta un mínimo de 300 euros”, mostraba a las periodistas el trozo de seda italiana como si fuera una sierpe. Sutilidades poco convincentes para alguien curtido en los suburbios del poder como defensor de los bous al carrer y del parany (un tipo de caza tradicional valenciana prohibida por el Tribunal Supremo) y anticatalanista furibundo. Pero fue entre 2007 y 2014 cuando Castellano constituyó su imperio de corral trasero al ocupar la cartera de Gobernación, levantada sobre el solar de la antigua Prisión Modelo, donde Luis García Berlanga rodó Todos a la cárcel. Una cóctel de cinematografía y determinismo también objetivable en La escopeta nacional, otro de los títulos ilustres del director valenciano. De hecho 1.861 euros costó el rifle Browning semiautomático con el que, en teoría, el empresario Vicente Huerta, de la empresa Avialsa, sobornó a Castellano.
Según la investigación en curso, este sería uno de los cohechos de Huerta, además de una docena de cacerías o joyas para la mujer del político. A cambio, el empresario habría recibido desde 2008 la adjudicación de los contratos de extinción de incendios por un valor de 34,1 millones. Unas licitaciones prorrogadas para 2015 y 2016 por 11 millones más. Todo ello a través de pliegos presuntamente manipulados para hacer pasar por nueva la caduca flota aérea de Huerta y mientras la consejería recortaba hasta un 80% las partidas para prevención en las vísperas del incendio que arrasó 56.000 hectáreas durante el verano de 2012.
Contratos menores
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Pero Huerta no es el único empresario con quien Castellano compartió monterías y contrataciones públicas, ya que también benefició a la constructora de su amigo y vecino José Miguel Pérez Taroncher. Según desveló el diario Levante-EMV, el dirigente del PP le adjudicó más de 200 contratos menores que, si pasaban los 50.000 euros, se fraccionaban para otorgarlos de forma graciosa. Un método que le procuró a Taroncher siete millones entre 2000 y 2008. Tan tupidas eran la relaciones que sus esposas compartían un terreno en propiedad donde, además, se detectaron reclamos de parany. Y la mujer del promotor, María Ángeles González, trabajó durante años en el grupo popular como auxiliar administrativa. Todo quedaba en familia.
Pero el escándalo de los contratos menores quedó tapado en 2009 por otro mayor, el de los trajes de Camps. La caída de su protector puso a prueba el darwinismo de Castellano al reciclarse como mano derecha de Alberto Fabra en 2012, quien le nombró secretario general del PP valenciano y después hizo valer su peso en Madrid para su designación como delegado del Gobierno. A cambio, Castellano facilitó su red sumisa de alcaldes y dirigentes locales frente a las crecientes ambiciones de su gran enemigo, el también defenestrado Alfonso Rus.
Finalmente, el secundario imprescindible recibió su último galón el pasado 7 de mayo cuando fue agasajado como miembro de honor de la Orden de Caballeros de la Capa Española. Castellano posaba ufano entre encapotados sin saber que la Fiscalía Anticorrupción le seguía los pasos desde hacía un par de meses. Y tampoco le advirtió su instinto de político curtido en los bajo fondos que la “hostia” al oído de Barberá también iría por él.
Es la noche del domingo 24 de mayo y Rita Barberá acaba de reconocer públicamente su derrota. Tras abandonar los focos, busca el amparo caliente de algún abrazo y allí está Serafín Castellano, delegado del Gobierno hasta este viernes tras ser detenido por un supuesto caso de corrupción. El ímpetu de la munícipe levanta las gafas de Castellano de un cabezazo mientras le susurra: “¡Qué hostia, qué hostia!”. Nadie podía imaginar entonces que el epitafio también sería premonición para un Castellano que guardaba turno para quebrarse tras 24 años de discreciones, influjos e irregularidades en el PP valenciano.