La tierra de nadie del periodismo español: la desregulación deja el código deontológico en papel mojado

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Mucha gente no lo sabe, pero en España cualquiera puede ser periodista. Tenga una licenciatura en Comunicación, un título de doctor en Física o un curso de fontanería por correspondencia. Cualquiera puede, por ejemplo, dar de alta un sitio web, autodenominarse periodista y empezar a publicar noticias en nombre de la libertad de expresión. 

Y nadie puede discutírselo, como tampoco negarle el derecho a recibir dinero público o privado a través de publicidad o de cualquiera de los mecanismos más o menos opacos que las instituciones y las empresas utilizan para dar a conocer su trabajo o sus productos (y para financiar los altavoces que más les interesan).

La consecuencia es evidente: como no hay reglas para decidir qué es un periodista y qué no lo es, tampoco hay mecanismos para sancionar a quienes incumplen las normas y los códigos deontológicos en los que debe apoyarse la práctica profesional. 

Lo más parecido que hay en España a un órgano de control es la Comisión de Arbitraje, Quejas y Deontología del Periodismo, participada por la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE). Un organismo que desde 2019 ha emitido una media de ocho resoluciones al año, siempre a petición de parte y con la condición de que el contencioso no esté judicializado, pero que carece de capacidad sancionadora. Entre tanto, el Estado dedica millones de euros cada año a la formación de periodistas y comunicadores audiovisuales en universidades de todo el país, cuyos títulos no tienen ningún valor para ejercer la profesión.

La última vez que en España se abrió el debate para intentar cambiar esta situación fue exactamente hace 20 años a instancias del Foro de Organizaciones de Periodistas, una coalición integrada por agrupaciones de periodistas de Comisiones Obreras y UGT, por la Federación de Sindicatos de Periodistas (FeSP) y por los colegios de periodistas de Galicia (CXPG) y Cataluña (CPC), los únicos que existían en aquel momento.

El objetivo era la aprobación por ley de un Estatuto del Periodista Profesional que, por primera vez en España, hubiese definido qué es un periodista: “Se considera como tal a todo aquel que tiene por ocupación principal y remunerada la obtención, elaboración, tratamiento y difusión por cualquier medio de información de actualidad, en formato literario, gráfico, audiovisual o multimedia, con independencia del tipo de relación contractual que pueda mantener con una o varias empresas, instituciones o asociaciones”. 

Un Consejo de la Información

Aquella propuesta dejaba en manos de un Consejo Estatal de la Información, un órgano muy similar a los que existen en otros países de Europa y que debería ser creado por ley, la capacidad de acreditar esa condición mediante un carné profesional. Y establecía sanciones que iban desde la amonestación pública, en el caso de las violaciones leves del Código Deontológico, hasta la retirada del carné profesional para los periodistas o el pago de cuantiosas multas para los medios en el supuesto de incumplimientos graves.

Aquella propuesta no se quedaba ahí. Definía la composición del Consejo de la Información, ordenaba la creación de Comités de Redacción en los medios y regulaba el secreto profesional y la cláusula de conciencia. Pero nunca se aprobó. Murió con la legislatura, enterrada en un cajón por la acción combinada de las grandes empresas de comunicación y la FAPE, contrarias a la regulación de la profesión.

La FAPE sostenía que dejar en las manos del Consejo de la Información, formado mayoritariamente por periodistas, pero también por juristas y representantes de organizaciones sociales, la llave para ejercer el periodismo era incompatible con una profesión que, según esta organización, es un asunto individual. Porque sólo “es mejorable desde la exigencia personal y profesional de cada uno, y cada uno según su responsabilidad”. Entonces lideraba la FAPE Fernando González-Urbaneja, después al frente de la Comisión de Arbitraje.

También se opusieron los periódicos más representativos de la época (El País, Abc, El Mundo, La Razón y La Vanguardia). Ninguno de ellos estaba dispuesto a renunciar a su capacidad de decidir a quién consideraba periodisra y a quién no. 

Aquel Estatuto no salió adelante. Corría el año 2004 y la toxicidad que ha contaminado la información en España estaba todavía en pañales.

Lo más parecido, y mucho menos ambicioso, que ha llegado desde entonces al Congreso es el proyecto de ley del Secreto Profesional, que el Gobierno envió a la Cámara Baja el año pasado, pero que acabó decayendo con la convocatoria de elecciones del mes de julio.

Aquella iniciativa no articulaba ninguna manera de sancionar el incumplimiento del Código Deontológico, pero sí, al menos, trataba de establecer qué es un periodista. Su artículo 2.b decía: “Se entiende por ‘periodista’ a los y las profesionales que se dedican a comunicar información veraz a la ciudadanía por cualquier medio de comunicación, cuya principal misión sea hacer realidad el derecho a la información que tiene la sociedad”.

Y el 2.c añadía otra definición que hubiese sido muy relevante en estos momentos para distinguir entre medios y pseudomedios: “Se entiende por ‘medio de comunicación’ a todos aquellos canales (prensa, radio, televisión, digital) que difunden informaciones verdaderas y están sustentados en una sociedad editora o persona física propietaria (pública o privada) comprometida con las buenas prácticas y códigos deontológicos que rigen el periodismo”.

¿La legislación es suficiente?

En medio del debate sobre la regulación de la profesión periodística en España, algunos periódicos están alzando la voz con el argumento de que ya existe suficiente legislación para proteger a los ciudadanos de la desinformación y de los bulos. “El Código Civil y el Código Penal regulan desde hace décadas la actuación de los medios de comunicación y los jueces pueden incluso inhabilitar a periodistas para ejercer la profesión”, señalaban esta semana El Confidencial.

Lo que no decía es que la ley lo que castiga son delitos, no el incumplimiento de las normas deontológicas. También abogados y médicos, por citar dos ejemplos de profesiones reguladas, están sujetos al Código Civil y al Código Penal, pero eso no les impide sancionar a los profesionales de la medicina o del derecho que incumplen las normas deontológicas.

Hay, además, muchos ejemplos de que la legislación está muy lejos de resolver el problema. Uno de los más recientes lo protagonizó el Juzgado de lo Penal número 16 de Madrid el pasado 30 de abril. Ese día entendió que el locutor Federico Jiménez Losantos, concesionario además de licencias radiofónicas de titularidad pública y propietario de una emisora de radio y un periódico digital, además de columnista del diario El Mundo, puede mentir e insultar en el ejercicio de su labor de informador y en el ejercicio de su derecho a comunicar información veraz.

El fallo dejó sin castigo que Losantos acusase a un policía de “ocultar la prueba fundamental (de los atentados del 11M) durante tres años”, de “ser una pieza en la trama dedicada a crear pruebas falsas” o de “encubrir las pistas que pudieran llevar al esclarecimiento de la masacre, tapando todo lo que pudiera llevar a ETA e inventándose la pista islámica”, afirmaciones que quedaron absolutamente desmontadas con la sentencia de los atentados del 11M en Madrid.

Juan Carlos Gil, profesor de Periodismo de la Universidad de Sevilla, no tiene dudas. “Una de las cosas que explico en mis clases es que estamos totalmente desprotegidos porque no tenemos un Estatuto Profesional del Periodismo”.

“Flaco favor”

“Que nadie diga realmente quién puede ser profesional, cuál es la responsabilidad que asume y qué pasa si incumple, me parece un flaco favor al periodismo y a la sociedad en general”, porque “el periodismo es una tarea importante en una sociedad democrática”.

La expresión “sin periodismo no hay democracia” está “muy bien”, recuerda, “pero se vacía de contenido si al periodismo puede acceder cualquiera, de cualquier manera y sin control”.

Gil desmonta incluso el argumento más habitual cuando se trata de justificar que el periodismo no goce de la misma regulación que la medicina o el derecho. “Cuando el artículo 21d de la Constitución dice ‘se reconoce el derecho a comunicar o recibir libremente información veraz’, quiere decir que “cuando alguien tiene el derecho a recibir libremente información veraz será porque alguien está obligado a darla”. Del mismo que si “tengo derecho a la salud será porque alguien tiene que ofrecer ese derecho a la salud”.

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Lo que protege la Constitución, explica, es la información veraz y eso “exige inversión en profesionales, inversión en medios y una constancia en el tiempo”. “Que este derecho sea para todo el mundo no quiere decir que todo el mundo lo pueda ejercer profesionalmente”. El mismo artículo 20, recuerda, “habla de la libertad de cátedra y de que todo el mundo puede ejercer la libertad de cátedra, pero primero tendrás que ser profesor para poder ejercerla”.

El debate sobre el acceso a la profesión y el establecimiento de mecanismos de sanción para quienes incumplan el Código Deontológico ha vuelto estos días a la actualidad de la mano de la ofensiva del presidente del Gobierno contra los bulos y quienes se hacen pasar por periodistas para difundirlos. Esta vez también tiene en contra a los grupos más poderosos del sector de la comunicación y a la FAPE. Pero se han multiplicado las voces de quienes están a favor, en particular los colegios profesionales de periodistas de Andalucía, Aragón, Asturias, Cantabria, Castilla y León, Cataluña, Galicia, La Rioja, Murcia, Navarra y País Vasco.

Durante décadas, los medios han zanjado la discusión con una máxima muy del gusto del liberalismo anglosajón: “La mejor ley de prensa es la que no existe”. Ahora, a la vista de la creciente manipulación de los ecosistemas informativos a través de herramientas digitales gobernadas por algoritmos opacos y de la proliferación sin control de la desinformación, hasta la Unión Europea ha aprobado la suya.

Mucha gente no lo sabe, pero en España cualquiera puede ser periodista. Tenga una licenciatura en Comunicación, un título de doctor en Física o un curso de fontanería por correspondencia. Cualquiera puede, por ejemplo, dar de alta un sitio web, autodenominarse periodista y empezar a publicar noticias en nombre de la libertad de expresión. 

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