Amenazas, mentiras y cintas de vídeo: la realidad alternativa del Opus para no enfrentarse a sus demonios

En las instalaciones BRAFA de Barcelona, Escrivá dirige la buena nueva a su público, año 1972.

Gareth Gore

A finales de septiembre, el Opus Dei envió un memorándum confidencial a sus “directores locales”, los de más confianza entre sus denominados miembros numerarios —los hombres y las mujeres que han dedicado la vida al Opus Dei— y quienes tienen a su cargo la supervisión de las delegaciones locales. Memorándums así están lejos de ser poco comunes: las “notas internas” son el medio preferido de la jefatura en Roma para comunicarse con sus directores sobre el terreno. Escritas en clave y descifradas con ayuda de un manual que se guarda bajo llave, son un método eficiente para transmitir órdenes de manera encubierta y segura.

Pero esta última misiva era insólita. Por lo general, las notas abordan cuestiones sumamente prácticas e internas: especifican qué empresas pantalla deben figurar como beneficiarias en los testamentos de los miembros, estipulan el número de niños que debe fijar como objetivo de captación cada centro, o emiten nuevos dictados acerca de la edad a la que se permite a las numerarias dejar de dormir en tablas de madera (los numerarios duermen en colchones). Excepcionalmente, este memorándum trataba sobre algo del mundo exterior, en concreto un nuevo libro que iba a publicarse en unas semanas.

“Por favor, recen por todos los involucrados y por todos los que puedan verse afectados por esto”, decía la nota. Emitida pocos días antes de dos fechas importantes en el calendario del Opus Dei —el aniversario del día en que su fundador, el sacerdote español José María Escrivá, vio supuestamente a Dios; y el aniversario de la canonización del papa Juan Pablo II—, la nota pedía a los directores que le rezaran a san Josemaría y le pidieran su intercesión. “Como el lanzamiento está cerca de las dos fiestas de octubre, podemos inspirarnos en el ejemplo de Nuestro Padre sobre cómo responder a tales situaciones y pedir su intercesión”.

El libro en cuestión, titulado Opus y escrito por mí, no podría haber llegado en peor momento. Con la organización sumida en un enfrentamiento con el papa Francisco en torno a su futuro y pendientes dos investigaciones distintas del Vaticano sobre abusos sistémicos, el Opus Dei ya estaba enfangado en la mayor crisis en sus casi cien años de historia. El libro prometía revelar una letanía de nuevas denuncias contra la organización: delitos y anomalías institucionales, sus furtivos métodos de reclutamiento, la captación de menores, los abusos espirituales y psicológicos, los inmensos encubrimientos, así como sus vínculos financieros y económicos ocultos.

La intercesión, cuando se produjo, quizá no fue exactamente lo que esperaba el Opus Dei. Llegó en forma de una noticia bomba desde Argentina, donde los fiscales federales anunciaron que acusaban formalmente al Opus Dei de crímenes que incluían el tráfico de seres humanos y la explotación laboral tras una investigación de dos años. Sus conclusiones, hechas públicas solo cuatro días antes del lanzamiento de Opus, corroboraban una de las principales tesis del libro. La noticia creó el marco idóneo para un juicio público, con cuatro sacerdotes del Opus Dei codemandados, y dos más, incluido su vicecanciller en Roma, también implicados.

Este giro en el último momento bien podía dar al traste con los planes cuidadosamente trazados por el Opus Dei de cara a la publicación del libro. Durante meses, habían estado preparando una estrategia de amenazas, mentiras y cintas de vídeo para desacreditar mi libro y presentarlo como nada más que una teoría de la conspiración. Habían contratado a uno de los bufetes más caros y renombrados de Estados Unidos para encabezar la ofensiva, con cartas amenazantes dirigidas a mi editor y a mí. Otros habían recibido el encargo de desarrollar una campaña de desinformación. La noticia de Argentina lo cambió todo: los minuciosos planes estaban ahora en peligro.

Volviendo atrás

Mi contacto con el Opus Dei empezó dos años antes, cuando tomé un vuelo a Madrid a fin de documentarme y hacer entrevistas para mi libro. Por entonces, estaba interesado sobre todo en la historia de Luis Valls-Taberner, exbanquero y miembro numerario del Opus Dei que usó —o abusó, dependiendo de la perspectiva de cada cual— su cargo de director del Banco Popular, uno de los más importantes de España, para destinar cientos de millones de euros en beneficio directo del movimiento religioso y financiar su expansión por el mundo. Eso —y la historia de su vida en general— parecía un relato fascinante.

Luis murió en 2006, pero me las ingenié para localizar a su hermano menor Javier, que trabajó con él en el banco durante cuarenta años. Este hizo comentarios exquisitos sobre algunos miembros de alto rango del Opus Dei en España, a quienes acusó de haber manipulado la enfermedad y la muerte de su hermano para intentar hacerse con el control del banco. Me advirtió de que no me fiara de ninguno. Así pues, cuando me reuní con ellos para preguntarles por estas acusaciones, estaba en guardia. Pero enseguida me dio la impresión de que mis sospechas eran infundadas. Esos hombres parecían amables, sinceros, y encantados de que un periodista extranjero se interesara por don Luis.

Pero una cosa sí me pareció rara. Casi todas las conversaciones empezaban del mismo modo: el miembro del Opus Dei me explicaba cómo todos los integrantes de la organización actuaban con absoluta libertad y que cualquier cosa que hicieran —ya fuera en los negocios, la política o más en general— era por iniciativa propia y no tenía nada que ver con el Opus Dei. Tras la cuarta o quinta vez que oí el discurso, empecé a preguntarme si les habían apuntado lo que debían decir. Lo raro era que todos hacían la declaración sin que viniera a cuento, antes de que yo hubiera planteado ninguna pregunta de verdad.

Volví a Londres y me puse en contacto con Jack Valero, portavoz oficial del Opus Dei, además de uno de los “directores locales” a cargo de supervisar su red de miembros en el Reino Unido. Sería mi contacto durante los dos años siguientes. Acordamos un encuentro en la sede del Opus Dei en Reino Unido, en Notting Hill, uno de los barrios más caros de la ciudad. No pude por menos de sonreír cuando Valero —de manera absolutamente espontánea— inició la conversación con el mismo discurso sobre cómo todos los integrantes de la organización actuaban con absoluta libertad. Otra vez no, pensé.

El encuentro fue bien. Saltaba a la vista que Valero recelaba mucho de mí, y en especial de mi interés por el Opus Dei. Deduje de sus preguntas que sus superiores en Roma le habían pedido que me sondeara. Aun así, al igual que sus colegas en Madrid, parecía encantado de contestar mis preguntas, y accedió a transmitir mi solicitud de consultar los archivos del Opus Dei, a los que no tienen acceso personas independientes. En la calle, cuando nos despedíamos, le pregunté por el edificio de al lado, donde se estaba llevando a cabo un inmenso proyecto de construcción. “Ah, eso no tiene nada que ver con nosotros”, respondió con una soltura sospechosa.

Solo después de llegar a casa caí en la cuenta de que me habían dado la idea equivocada. Consulté los registros catastrales y descubrí que el edificio de al lado era, de hecho, propiedad del Opus Dei, solo que de la sección femenina, no de la masculina. Valero había ofrecido como respuesta una interpretación muy específica de mi pregunta. El edificio de al lado no tenía nada que ver con nosotros, si nosotros se refería a la sección masculina. Pero a todas luces no era eso lo que había preguntado, sino si tenía algo que ver con el Opus Dei. ¿Por qué intentaba despistarme con respecto a un detalle tan nimio? ¿Debía cuestionarme algo más de lo que me había dicho?

Nuestras interacciones se hicieron más frecuentes con el paso de los meses. Valero se ofreció a ayudarme a concertar algunas reuniones cuando fui a Estados Unidos, para demostrar lo transparente que era el Opus Dei, y cómo no tenían nada que ocultar. Enseguida surtió el efecto contrario. Varios miembros destacados, incluido el sacerdote con más renombre de Washington, un hombre próximo a muchos republicanos poderosos, rehusaron verme. No “se fiaba” de mí, según me explicó Valero. ¿Por qué tenía que fiarse de mí un sacerdote solo para acceder a un encuentro? Las escuelas del Opus Dei también rehusaron mis solicitudes de visitarlas. Pues vaya con la transparencia.

Unos meses después, anuncié que iba a ir a Argentina. Quería reunirme con un grupo de mujeres que afirmaban haber sufrido coacciones para que se unieran al Opus Dei de jóvenes y luego básicamente se habían convertido en esclavas que trabajaban catorce horas al día sin percibir ningún pago en absoluto [véase la siguiente crónica]. Su caso había desencadenado la investigación federal sobre el tráfico de seres humanos y la explotación laboral. Valero respondió con el anuncio de que su superior le había pedido que me acompañara. “No quiere que se repita lo que ocurrió en Estados Unidos, que fue bochornoso, por no decir otra cosa”, explicó.

No me hacía falta carabina y ya tenía varias entrevistas concertadas, pero le dije a Valero que, si de veras quería ayudarme, podía organizarlo para que visitara la residencia que era el centro del escándalo. Docenas de mujeres seguían viviendo y trabajando allí como asistentes numerarias; en realidad, como sirvientas. El Opus Dei aseguraba que esas mujeres eran felices y que sus vidas no guardaban relación con las alegaciones que habían hecho residentes anteriores.También existía un vínculo evidente con Luis Valls-Taberner: la residencia la había pagado dinero del Banco Popular. Permítanme ir de visita y verlo con mis propios ojos, dije.

Durante los cinco primeros días de mi viaje a Argentina, me moví por mi cuenta. También quedé con Valero a tomar un café y le recordé mi solicitud. El sexto día, volví a sacarla a colación. Me dijo que estaba en ello. Al día siguiente, me llegó un correo en el que se me informaba de que las mujeres de la residencia habían considerado la solicitud, pero la habían rechazado; que la decisión era suya. Cuando me personé allí y les pregunté por su decisión de no permitirme hacer la visita, las dos mujeres que me atendían se miraron extrañadas. ¿Me habían tomado el pelo?

En el aeropuerto de Ezeiza al día siguiente, mientras Valero y yo esperábamos a embarcar en el vuelo de catorce horas de regreso a Londres (fue mera coincidencia que fuéramos en el mismo avión), di rienda suelta a mi frustración por no haber podido visitar la residencia. Había recorrido medio mundo no solo para prestar oídos a los testimonios de las mujeres que alegaban abusos, sino también para ver —con mis propios ojos— cómo era en realidad la vida de las asistentes numerarias hoy en día. También expresé mi frustración por que la “oficina de información” del Opus Dei se negara a facilitarme una lista completa de sus escuelas y programas juveniles. Valero no tenía mucho que decir.

Casi todas las conversaciones empezaban del mismo modo: el miembro del Opus Dei me explicaba cómo todos los integrantes de la organización actuaban con absoluta libertad y que cualquier cosa que hicieran era por iniciativa propia y no tenía nada que ver con el Opus Dei. Tras la cuarta o quinta vez que oí el discurso, empecé a preguntarme si les habían apuntado lo que debían decir

Estaba empezando a quedarme claro que la fachada pública del Opus Dei —que era transparente por completo y no tenía nada que ocultar— era falsa. Después de un año de vérmelas con la organización, era a todas luces evidente que cada vez que planteaba una pregunta delicada, solicitaba información específica o quería hablar con cualquiera implicado en alguna controversia, el Opus Dei me ponía algún impedimento. Después de darle a la organización el beneficio de la duda, estaba claro que iba a tener que poner en tela de juicio todo lo que me dijeran, y todo lo que hicieran.

Interviene Francisco

Unas semanas después del viaje a Argentina, cayó una bomba en Roma. En agosto de 2023, el papa Francisco promulgó un decreto sorpresa que hacía pedazos la fraternal relación del Opus Dei con el Vaticano, despojando a la organización de su capacidad para funcionar al margen de la jerarquía formal de la Iglesia y obligándola a reescribir su constitución. Mis fuentes me dijeron que era un castigo por las transgresiones del Opus Dei: además del caso de Argentina, el Vaticano había recibido otra denuncia de exmiembros del Opus Dei por todo el mundo que alegaban graves abusos físicos, psicológicos y espirituales.

Concerté una cita con Valero para que me diera la versión del asunto del Opus Dei. Al principio, intentó darme largas sobre la base de que sería “poco ético” informar a un periodista sobre conversaciones en curso con el Vaticano. Le recordé que no había tenido inconveniente en hablar de negociaciones igualmente confidenciales entre el Opus Dei y las mujeres de Argentina, facilitándome incluso jugosos detalles sobre la cantidad de dinero que supuestamente habían pedido estas. Señalé la evidente contradicción, y lo que indicaba acerca de cómo veía la propia organización a sus miembros. Dio el brazo a torcer y accedió a hablar.

Ofreció una explicación sencilla. No se trataba de los abusos de la organización, ni siquiera de las quejas que habían hecho llegar al Vaticano, sino de un hombre concreto que había emprendido una vendetta contra el Opus Dei. Identificó a un cardenal italiano de nombre Gianfranco Ghirlanda, aduciendo que era él quién de algún modo convenció al Papa de que fuera a por el Opus Dei.

—Lo que sabía desde bien pronto es que el tal Ghirlanda, quien se oponía de manera acérrima a que el Opus Dei fuera una prelatura, era el abogado canónico preferido del Papa —aseguró—. Lo sabía, lo sabíamos.

—¿Cómo lo sabía? —pregunté.

—Bueno, porque era… de dominio público.

—Ah, ¿de verdad? ¿Podría señalarme algún dato concreto?

—No lo sé, es lo que tenía entendido —repuso.

La conversación continuó así durante un rato; Valero ofrecía toda suerte de teorías para explicar lo ocurrido. Pero cada vez que yo sondeaba una teoría, se venía abajo. Me estaba proponiendo teorías conspirativas que, de hecho, no parecían tener el menor fundamento. Pero, ¿por qué?

—Así que Ghirlanda es poderoso, y convence al Papa… —dijo bosquejando una cronología de los hechos.

Entonces decidí llamarle la atención.

—A ver, a ver —le interrumpí—. Perdone, pero esto es bastante importante. Debo tener mucho cuidado con lo que escriba. Tengo que cerciorarme de que haya pruebas. Tengo que basarme en hechos. Esa afirmación que acaba de hacer: dice usted que Ghirlanda convence al Papa. Eso no lo sabemos, ¿verdad?

—No, no lo sabemos —reconoció.

—Entonces, no lo podemos decir.

—No —convino Valero—. No lo puede decir.

—Pero usted tampoco lo puede decir, si no lo sabe; a menos que lo sepa

pero no pueda decirlo, ¿no?

—No lo sé, no tengo pruebas —admitió.

—Bien —respondí—. Creo que es importante que, en tanto que portavoz, no diga usted esas cosas, porque es una alegación muy grave.

—Es grave si es algo malo, pero no es nada malo.

En mis veinte años como periodista, era quizá la conversación más extraordinaria que tenía con un portavoz oficial. Estaba planteando teorías de la conspiración sin prueba alguna y luego les restaba toda importancia, porque no estaba diciendo nada malo. Me recordó algo que leí en uno de los textos fundacionales del Opus Dei, Camino, escrito por su fundador. En el libro, Escrivá habla del concepto de la santa intransigencia, la santa coacción y la santa desvergüenza, lanzando el mensaje de que el fin justifica los medios. ¿También atañía semejante filosofía a mentir?

—Tengo que poder confiar en que lo que dice es absolutamente cierto y se basa en pruebas —expliqué—. Así pues, creo que solo debemos decir cosas

que sepamos, ¿no?

La conversación derivó entonces hacia otras alegaciones que habían surgido contra el Opus Dei: de abusos, captación de niños y miembros drogados sin su consentimiento. Habían aparecido docenas de testimonios en un sitio web en español llamado OpusLibros.org. Había historias horrendas, y no solo de asistentas numerarias. También de miembros numerarios. Se habían publicado docenas de notas internas —enviadas a directores locales como Valero— que demostraban cómo quienes habían ordenado los abusos eran los cabecillas del grupo en Roma, solo para que el Opus Dei demandara al sitio web por infracción de la propiedad intelectual y le obligara a retirarlas.

—Tengo curiosidad por OpusLibros —pregunté—. ¿Qué opinión le merece lo que lee allí? ¿No le hace sentir…?

—No leo gran cosa —dijo, lo que era una confesión extraordinaria. Se trataba de un representante de alto rango que reconocía estar al tanto de alegaciones pero prefería no leerlas—. ¿Y sabe por qué? Bueno, creo que sus experiencias son válidas, porque son válidas las experiencias de todo el mundo. Y me entristece mucho cuando leo algo de alguien que es desdichado o está enfadado. Mi reacción es: “Ay, me gustaría hablar con ellos, tomar una cerveza y escucharlos… o incluso pedir disculpas”. Pero es tan incesante que solo puedo tomarlo en pequeñas dosis. Porque si no, es como eso de los dementores… ¿sabe los dementores de Harry Potter?

Se considera que los dementores son las criaturas más espeluznantes de los libros de J.K. Rowling. Se alimentan de felicidad humana y generan abrumadores sentimientos de desesperación. Pero su poder —y no sé si Valero era plenamente consciente de ello cuando recurrió a la metáfora— no proviene de su capacidad para generar desesperación, sino más bien de una habilidad para obligar a los seres humanos a recordar traumas pasados que vivieron en realidad. Como explica el personaje del profesor Lupin: “Los dementores te afectan más que a los demás porque en tu pasado hay horrores que los demás no tienen”.

Valero no parecía consciente de la ironía, ¿o sí lo era? ¿Cabía la posibilidad de que las revelaciones que leía online le resultaran tan incómodas precisamente porque las reconocía? ¿Despertaban en su interior la perturbadora consciencia de que la organización a la que había consagrado su vida bien podía ser culpable de abusar de sus miembros? ¿Era una manera de no afrontar las acusaciones porque podían suscitar preguntas sobre su propia situación como miembro del Opus Dei y el papel que habían desempeñado en los abusos “directores locales” como él? ¿Quería evitar abordar el problema?

—Los dementores vienen y hacen que se te caiga el alma a los pies —me explicó sin rodeos—. Te deprimen hasta los tuétanos. Por eso tengo la sensación de que si leo OpusLibros durante más de media hora es como si viniera un dementor y se llevara todo el aire de la habitación. No puedo respirar. Me da por pensar: “Tengo que disculparme con como se llame que escribió esto…”, y entonces leo otra cosa. Y para cuando leo el tercer o cuarto relato, pienso: “Venga, ya vale por hoy, es hora de ponerme a ver Mary Poppins”.

El incidente de Mary Poppins bien se podría haber descartado como la lucha interna de un hombre por reconciliar su condición de socio de una organización que había causado sufrimientos a tantos de sus colegas, de no ser por lo que ocurrió a continuación. En febrero, mi editorial Simon & Schuster hizo público un dosier sobre el libro destinado a los vendedores. El libro no estaba terminado todavía y aún tardaría ocho meses en salir a la venta. Pero los comentarios publicitarios dejaban claro que el libro acusaría al Opus Dei de tráfico de seres humanos, abusos generalizados y graves anomalías institucionales, temas que yo había tratado por extenso con muchos de sus altos representantes.

La respuesta del Opus Dei fue reveladora. Cualquier institución normal habría reaccionado a alegaciones semejantes con el compromiso claro e inequívoco de emprender una investigación inmediata, de tomarse muy en serio las acusaciones, y de cooperar con las autoridades para llegar al fondo del asunto. En cambio, el Opus Dei decidió cortar toda comunicación conmigo. Unas semanas después, emitió un comunicado en el que decía que las alegaciones eran “falsas por completo”. Ni siquiera se habían molestado en preguntar qué se alegaba específicamente. Al igual que Valero, apelaban a la defensa de Mary Poppins y enterraban la cabeza en la arena.

Esta disonancia cognitiva de carácter colectivo está muy arraigada en el Opus Dei. Desde la repetición del discurso acerca de que los miembros tienen libertad absoluta, hasta acusar a un único cardenal italiano de conspiración para hacer caer la organización, pasando por el comentario de Valero sobre que no era capaz de leer más testimonios de víctimas, y el desmentido general de la organización de graves acusaciones sin molestarse en solicitar detalles al respecto, todo va dirigido a la creación de una realidad alternativa que permite al Opus Dei no afrontar sus propios demonios y los abusos cometidos entre sus filas.

Es fácil ver por qué. El Opus Dei se aprovecha de sus credenciales como ala oficial de la Iglesia Católica para hacer caer entre sus garras a víctimas confiadas, incluidos niños. Pero, en el fondo, el Opus Dei es una organización profundamente poco cristiana. Sus objetivos principales son la riqueza, el poder y la organización misma. Los alcanza sometiendo a sus miembros a inmensos niveles de sufrimiento, y luego lavándose las manos de cualquier responsabilidad. Reconocer sus propios defectos institucionalizados sería reconocer también la ausencia de valores cristianos. Pondría en peligro la historia que les vende a quienes quiere captar, y que se vende a sí misma.

En los meses previos a la publicación de mi libro quedó patente hasta qué punto estaba dispuesto a llegar el Opus Dei para no afrontar sus propios demonios. Durante los meses de verano, sus abogados nos bombardearon a mi editor y a mí con una carta de amenaza tras otra. Al ver que eso no daba resultado, el Opus Dei emitió un comunicado en el que me acusaba de diseminar “mentiras descaradas”, sin especificar acerca de qué eran esas mentiras. Querían intimidarnos a mi editor y a mí por una parte, alentando por otra una realidad alternativa.

El elemento de las cintas de video de la campaña fue quizá el más surrealista: el ejemplo más flagrante de esta disonancia cognitiva. Se le encargó a un numerario la tarea de desviar la atención del público de las graves alegaciones del libro, orquestando una campaña de desinformación y creando una narrativa falsa en torno al mismo: se presentaba el libro como un ataque contra Luis Valls-Taberner, en vez de una investigación que desenmascaraba los abusos del Opus Dei. Lo hicieron por medio de una costosa campaña multimedia y una serie de vídeos que me acusaban de inventar hechos y ser “un periodista a sueldo”.

Valero también alentó esta versión en una columna. “No sé quién ha financiado este libro”, escribió al tiempo que promocionaba artículos que me acusaban falsamente de estar vinculado con el Ku Klux Klan. Otra evidente disonancia cognitiva: la única explicación posible de esta investigación es que alguien tiene un interés oculto. Cuando se publicó el libro, instaron a los miembros de la Obra a dejar reseñas negativas. Muchos revelaron la disonancia cognitiva endémica entre sus filas. “El genuino esfuerzo por llevar una vida cristiana se basa en la fe, la esperanza y la caridad, no en la codicia y el poder”, aseguró uno de ellos, sin asomo de ironía.

Críticos profesionales han adoptado un punto de vista distinto en la prensa. El Washington Post lo consideró “una acusación sobria y basada en hechos…, un testimonio sucinto e irrefutable de una organización cada vez más extendida cuyos actos están a menudo totalmente reñidos con los objetivos que asegura perseguir”. El Financial Times lo describió como un libro “narrado con intensidad y documentado de manera excelente”. El Irish Times dijo de él que era “un libro profundamente perturbador e importante que debería interesar a cualquiera que crea en la santa trinidad de la democracia moderna: la franqueza, la transparencia y la responsabilidad”. A todas luces, lo consideran un escándalo relevante.

Cualquier institución normal habría reaccionado a alegaciones como las que contenía mi libro con el compromiso claro e inequívoco de emprender una investigación inmediata, de tomar se muy en serio las acusaciones, y de cooperar con las autoridades para llegar al fondo del asunto. En cambio, el Opus Dei decidió cortar toda comunicación conmigo

El Opus paralizado

El Opus Dei todavía no ha reconocido que sea necesario investigar ninguna de estas alegaciones. Semejante actitud es profundamente ofensiva para sus víctimas, así como un abandono absoluto de los deberes del Opus Dei para con los hombres, mujeres y niños que están a su cuidado diario. Hurgando en las heridas, Fernando Ocáriz, prelado del Opus Dei, concedió recientemente una entrevista en la que manifestó una “gran alegría” después de haber llegado a acuerdos con antiguos miembros. La noticia sorprendió a las más de cien víctimas con las que hablé, quienes todavía esperan que se reconozca de alguna manera los abusos que padecieron.

El Opus Dei tiene sus motivos para alentar esta disonancia cognitiva. A cierto nivel, ha de guardar las apariencias para evitar un éxodo masivo. Pero también hay razones prácticas: una investigación sincera y abierta sobre los abusos seguramente propiciaría muchísimas más denuncias. Es lo que ocurrió en Argentina cuando se creó una “comisión de escucha”. En vez de zanjar las denuncias existentes, el proceso animó a más víctimas a dar la cara. Una investigación a carta cabal podría tener como resultado miles de millones en demandas de compensación, y forzar el reconocimiento público de las contradicciones inherentes en el seno de esta organización.

De momento, la política sigue siendo la disonancia cognitiva. Se trata de una organización que no se rige por objetivos caritativos, sino por una implacable y maquiavélica sed de poder, y la disposición a llegar hasta donde sea necesario para protegerse, con el más absoluto desprecio por la verdad o la ética.

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