Ansiosos, medicados y productivos

3

Remedios Zafra

Carta a la señora X

Usted me dice que algo ajeno le vive entre pecho y estómago. Le falta el aire y se angustia, golpea su corazón y la hunde en un pozo de tristeza rara, como un vacío o una náusea, igual aumenta su ritmo cardíaco que congela su cuerpo. Se siente inestable e inquieta. Solo el ansiolítico le calma.

En el vaivén de sentirse arriba y abajo, los demás la verán arriba porque ha contado las horas necesarias para que las pastillas hagan efecto cuando se requiere contacto visual con otros, pero la mayor parte del tiempo, en su intimidad sabe que estará abajo. La diversidad de pastillas para las vidas-trabajo pueden hoy bajar la inquietud, difuminar la tristeza y regular la inseguridad como el panel de control psíquico de una estabilidad temporal y aparente, como una carcasa pulida que esconde un interior dañado. 

Usted va tan rápido que no tiene tiempo de verbalizarlo con calma. A los amigos se les ve de lejos y se les aplaza con un “a ver si nos vemos” conscientes del nunca se dan las condiciones ideales, los compañeros están enmarcados en la pantalla y orientados como usted a su evaluación productiva, a la familia no se la preocupa con más problemas. Por eso usted y yo, dos desconocidas, nos escribimos sin miedo a decir lo que realmente pensamos. 

Le avergüenza pedir ayuda en la Seguridad Social. Saturados con salvar vidas amenazadas por virus, esta otra amenaza, también invisible, pareciera un lujo, una tara de los privilegiados con vidas vivibles, aunque sean precarias, cosa de frágiles psicoesferas. Sin embargo, usted sabe que ni mucho menos es la única. Lo ve calladamente en sus compañeros de trabajo, en las jóvenes madres saturadas, en los que ya son incapaces de dormir sin Orfidal o de relacionarse sin Lexatin. Adicta o yonqui, como usted prefiera, todo cuanto le pasa, sus miedos y enfermedades son vinculados a la ansiedad por la que se minimizan los males del cuerpo como parte de una hipocondría derivada. Pero le cuesta dejar sus pastillas y esto aumenta su ansiedad.

Me dice que los especialistas que pueden tratarla son muy caros y anda perdida sobre cómo afrontarlo, de momento, las pastillas le bastan porque es lo que todos hacen, aunque cada vez se sienta más enganchada. Sonríe para la foto pero a solas me confiesa que su vida-trabajo la enferma. Le duelen cuello y espalda; en días alternos, el estómago, su angustia crece como su cuerpo se ensancha, duerme mal y se irrita fácilmente. La ansiedad cae como un hilo de menstruación bajo su pantalón. Es transparente y los demás no la ven, pero para usted esa pérdida lo impregna todo. 

Entra en bucle pensando que el desasosiego empeora su salud, y se hunde y flota y llena su vida de tareas para evitar pensar en sí misma, o quizá (discúlpeme, porque la causalidad no está aquí del todo clara) las tareas ya estaban como base de esa ansiedad por la que el aire se le atasca en la garganta. Hace tiempo que el tiempo lo ocupan los plazos de entrega, los mensajes por contestar, la expectativa de cumplir lo prometido, de estar a la altura. Al sistema productivo le viene bien porque usted sigue trabajando y las pastillas le ayudan a aparentar que todo está bajo control. Solo en la intimidad que compartimos usted se deja caer.

Por mucho que el cuerpo mande señales y quiera dirigirse a la cama para descansar, siempre hay una fuerza mayor que empuja para dirigirla a la mesa de trabajo. De hecho, su cuerpo puede estar arropado como el de una enferma, pero su cabeza y manos siguen tecleando. La rutina hipnótica del trabajo llama a seguir haciendo y a considerar el descanso como parte necesaria de un proceso de trabajo. La tecnología lo pone fácil porque es portátil, viene con nosotros.

Usted también habita en ella. Las redes son plaza y herramienta de trabajo. Ser vistos es hoy un capital simbólico que a veces renta. Me sugiere que ahora la de muchos trabajadores sería una vida precaria pero con una ansiedad de famoso, exhibidos en el escaparate digital. Como respuesta, las estrategias de supervivencia a las que empuja el medio estimulan la máscara para evitar que la exposición afecte a capas más profundas. Más allá, donde empieza la carne, se naturalizan los ansiolíticos. 

Aprende a recomponerse gestionando sus altibajos, combinando pastillas y botones. Ambos son respuestas rápidas a ese invento capitalista que es la prisa. La espera ha sido ocupada por una pantalla y la urgencia es el mantra. Todo está disponible a golpe de botón, todo puede ser interpelado, expuesto, compartido y de igual manera lo que le perturba puede ser apagado, desactivado, bloqueado, cerrado a golpe de dedo. Usted no habrá resuelto lo que le inquieta, pero si no lo ve, se calma. 

En una época que desestima el pensamiento lento y esquiva la complejidad y la escucha, hemos naturalizado que la ansiedad no se trate, sino que se medique, no solo para seguir viviendo, sino para trabajar y seguir enfermando, con esa eficacia caduca que da pagar por un tiempo, unas horas de paz, por vivir en un presente presentificado.

¿Se ha fijado que la ansiedad avivada por las economías de mercado favorece una docilización del sujeto a poderes explícitos y que esto acontece reforzando un individualismo necesariamente competitivo? De muchas maneras la sumisión que implica sentirnos domesticados es posible porque se debilitan las formas de solidaridad entre nosotros. Decía Simone Weil que cuando se proyecta presión sobre los trabajadores, alcanzada determinada intensidad, la respuesta no es ya la rebeldía sino la sumisión. Usted mira a los lados, pero todos miran sus pantallas. Se siente sola.

Cuando tiene la tentación de frenar y recuperar un mayor control sobre sus tiempos, nota una presión deducida de “no puedo dejar de hacerlo”. Pasa además que la mayor parte de tareas que conforman su trabajo están atadas con pequeños lazos de colaboración y agrado a alguien en su misma situación de estrés. Negarse a colaborar supone dañar ese vínculo, pero aceptar sin resistencia retroalimenta un sistema precario. Negarse supone además una publicidad negativa allí donde la vida conectada está sometida al escrutinio del escaparate público. 

La impostura entrenada incita a mostrar que todo va bien porque el mercado laboral se nutre de energéticos y entusiastas trabajadores que alimentan la maquinaria productiva. Y fácilmente esa ansiedad deriva en una suerte de autoexplotación, siendo la clave la misma: desviar la atención sobre la responsabilidad de que el trabajador es culpable de su propia servidumbre, así como el patriarcado se construyó por tanto tiempo convirtiendo a las mujeres en aliadas del sistema que las oprimía, es decir, en mantenedoras de su propia subordinación. 

El sistema capitalista y en red del que usted me habla sabe sacar partido a lo contingente, es más lo incentiva. Allí donde todo dura poco se puede estrenar algo nuevo cada día, habitualmente a través de algún producto o servicio que implique comprar, consumir o calentar la máquina. No extraña que categorías como contingencia y precariedad estén implícitas en la mayoría de prácticas laborales contemporáneas, porque lo están en el sustrato que alimenta un estado normalizado de ansiedad y retorno. Esta es una cultura que en lo material tiene su equivalente en la explotación radical de un planeta excedido donde nadie frena y se enriquece al más rico. 

Aquí habitaba usted cuando llegó la pandemia y sentía a cada rato que su trabajo pendía de un hilo, que su cuerpo está sujetado a los otros por las yemas de los dedos, fragilísimas combinaciones de microorganismos y órganos de piel y carne que “temporalmente” han sido despojados del roce mutuo de apretarse entre los brazos y de lamerse el rostro. 

A usted le duele el cuerpo y se le secan los ojos, camina poco, calienta y come comida que lo parece, le nacen intolerancias. Ningún cuerpo, prehistórico como el nuestro, resiste una vida sedentaria frente a la pantalla del siglo XXI. Reclama más atención en la imposibilidad de tocar a los otros y de gestionar la vida con los recursos que tiene o que no tiene, también lo reclaman quienes están a su lado y en algún momento cercano se le subieron a la espalda. Lo hicieron como niños que hemos y no hemos tenido, tan ajenos a los poderes que gobiernan y legislan. Como si ese poder siempre tuviera (y no le importara) a otros más pobres, más mujer y más del sur que limpiaran sus habitaciones mientras cuidan a sus hijos o a sus padres.

Iria Grande: "Para muchos el psiquiatra sigue siendo el loquero"

Ver más

¿No es acaso esta una vida que no queremos? Se imagina si pudiéramos valernos de respuestas desechadas por la época: lentitud, profundidad, negatividad, imaginación ociosa, escucha, solidaridad. Verá que son respuestas que dificultan el ritmo de producción pero favorecen la conciencia y la alianza, dan tiempo y afrontan esas enfermedades del alma que también nos dejan sin aire y nos apagan.

*Para escribir este texto, Remedios Zafra (Zuheros, Córdoba, 1973) se ha inspirado en su libro ‘Frágiles. Cartas sobre la ansiedad y la esperanza en la nueva cultura’, Anagrama, 2021.

*Este artículo está publicado en el número de mayo de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquíaquí

Carta a la señora X

Más sobre este tema
>