Oh, calamidad. Suben los termómetros y miríadas de compatriotas, enajenados, acuden a la llamada del melanoma. Gran desdicha, conectamos con la degeté. “Un número incontable de seats ibiza atascan las autovías de la costa” Devolvemos la conexión. El panorama es desolador. Un estruendo de chancletas anuncia el fin de la decencia y el pundonor. El glorioso edificio de la cultura occidental se derrumba al compás de las pedorretas del bote de protector (factor cincuenta). Los bárbaros han llegado entonando un himno ominoso al que llaman canción del verano.
Antes de que nos volviésemos todos locos, las playas servían para castigar a los criminales más horrendos. No exiliaron a Napoleón en Albacete, sino en Santa Elena, que es todo costa. ¿Dreyfuss? A un islote caribeño, lleno de palmeras rodeado de aguas cristalinas llamado (con buen criterio) la isla del Diablo. Una playa es un desierto sin oasis, un descampado sin una triste sombra; un arenero gigantesco y ardiente frente al desagüe de todos los retretes del mundo. ¡El Edén!
Un día de playa transcurre tal que así: a media mañana, cuando los plusmarquistas del triglicérido han completado su caminata homeopática, un escuadrón de desdichados carga su sombrilla sobre un hombro enrojecido. En la otra mano, dos tumbonas mal agarradas y un cubito con rastrillo. Le sigue un compinche, con una neverita que hace aguas y un niño de la mano. Se internan en la árida llanura hundiéndose a cada paso, sumándose a esa bochornosa procesión de patizambos que los entomólogos llaman veraneantes. La cuerda de presos avanza rumbo a la orilla con la gracilidad de un escuadrón zombi. Toman posiciones y plantan la bandera de Frigo en su particular Reichstag. ¡Sombra! El cuerpo de zapadores recubre el suelo con toallas y despliega los asientos ortopédicos: no queremos rebozarnos en arena, no somos bestias. ¿Sabes dónde no hay tierra y se está cubierto? En tu salón, José María.
Continúa el espectáculo. Llega la hora del enfoscado. Haciendo contorsiones que asombrarían a un exorcista, los intrépidos playeros embadurnan sus pellejos con un mejunje blanquecino que atrae la arena y encapsula el sudor. Mientras se absorbe (posiblemente, una de las palabras más desagradables del castellano), el veraneante se interna bajo la sombrilla con la diligencia de un cangrejo ermitaño. Aprovecha el rato para considerar sus opciones: 1) tumbarse hasta convertirse en el superhéroe soriano (el Torrezno Humano), 2) zambullirse en un cóctel de orina y medusas o 3) entregarse, al amparo del parasol, a actividades (lectura, crucigramas, ingerir algún tipo de alimento) que resolvería más cómodamente en casa.
Observemos, con nuestro catalejo gigantesco, la vida de la fauna local. Por allí una señora oronda se relame abriendo la fiambrera de filetes empanados. A unos metros, unos cincuentones barrigudos comentan, desde las altas cumbres de su alopecia, el físico de unas jovencitas que se desecan bajo un sol de justicia.
Veintisiete sombrillas a estribor, un tipo lucha contra el viento tratando de leer el Marca (no te vas a llevar la Crítica de la razón pura a Chiclana). Se acerca una lata de cerveza a los labios y sorbe un brebaje calenturiento y crujiente. Casi en la orilla, unos grados más al sur, un joven matrimonio mantiene las distancias mientras la criatura, que han tenido para posponer su inevitable divorcio, lanza capazos de arena al aire: gran regocijo de los presentes en cincuenta metros a la redonda. A dos yardas, un fulano melancólico otea el horizonte con las gafas alicatadas de salitre. Lleva una gorra de la Caja Rural.
Caribe made in Getafe
A la hora del aperitivo, un zagal broncíneo y dicharachero aparece con su carrillo de mano. Una pandilla de universitarios le compra unos refrigerios antes de emprender camino al chiringuito: una choza de estabilidad dudosa atiborrada de descamisados que lanzan las raspas al suelo. “¿Ley de Costas? No sé de qué me habla”. En los altavoces, a todo trapo, versiones descafeinadas de música caribeña compuestas por un señor de Getafe que una vez tomó un vasito de ron. “Chill”, lo llaman. Se han invadido países por menos. Pido a mis exploradores que me consigan la carta. ¡Sapristi! ¡Vulnera la Convención de Ginebra! Todo lleva aguacate y el menú parece diseñado por un primo maniacodepresivo de Dabiz Muñoz. Rollito vietnamita de espeto de sardinas con vinagre balsámico balinés. En Mazagón, provincia de Huelva. Propuesta de maridaje: caipiriña de amontillado con grosellas y mango. Virgen santísima. ¿Un boquerón frito? Nanai, de tempura para arriba, bien aceitosa y blanduzca, como les gusta a los guiris. Spanish food, great! More sangría, please.
El sol cae a plomo y el churruscante aroma de las espaldas torrefactadas inunda el ambiente. Los adolescentes saltan al agua y el socorrista se arrepiente no haber obedecido a su padre en lo de búscate un trabajo de verdad. Ay. Algunos pusilánimes comienzan a desertar. Un bañista entra en combustión espontánea al sentarse en su vehículo, que lleva ocho horas aparcado en el paseo marítimo. Otros se lavan penosamente en esas duchas de chorro raquítico racionado con un botón. Ingenuamente, se quitan la arena de las pantorrillas: verdadero optimismo.
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Un nuevo enemigo se cierne sobre los incautos veraneantes. ¿Es un pájaro? ¿Es un avión? No, ¡es una cometa! ¡Y va a partirte la crisma! Niños armados con bólidos llenos de aristas, ¿qué podría salir mal? Una bandada de gaviotas espera ansiosa su ración de cadáveres. Empieza a caer la tarde y muchos se retiran: sin riesgo de quemaduras de tercer grado aquello no tiene gracia. Tímidamente, los moradores más extraños del litoral emergen de las rocas: los pescadores. Pertrechados con media docena de cañas y sin la custodia de ninguno de sus hijos, estos pacíficos mamíferos se aposentan en la orilla y lanzan el sedal. Solos y en silencio, contemplan cómo la oscuridad se apodera del océano. Uno pesca un chipirón y lo consagran como su líder.
Cae la noche y algunos escolares hacen botellón a la luz de la luna. Se contabiliza alguna rasposa experiencia sexual. Abrasiones severas: usen pomada. Las estrellas brillan en el cielo y, mar adentro, una merluza se come un calamar. Llega el alba y el pitidito de las máquinas barrenderas rompe el silencio. Miles de lemmings preparan, nuevamente, su inmolación colectiva.
El veranito es lo más parecido al infierno.
Oh, calamidad. Suben los termómetros y miríadas de compatriotas, enajenados, acuden a la llamada del melanoma. Gran desdicha, conectamos con la degeté. “Un número incontable de seats ibiza atascan las autovías de la costa” Devolvemos la conexión. El panorama es desolador. Un estruendo de chancletas anuncia el fin de la decencia y el pundonor. El glorioso edificio de la cultura occidental se derrumba al compás de las pedorretas del bote de protector (factor cincuenta). Los bárbaros han llegado entonando un himno ominoso al que llaman canción del verano.