Las mañanas de domingo suelen tener un ritmo especial en mi casa. Mi madre, con sus noventa y seis años a cuestas, se levanta y de inmediato se prepara para asistir a misa. Nunca ha sido una creyente beata, pero en los últimos años no se pierde una visita dominical a la iglesia del barrio, pues puede ser su única salida en la semana y allí socializa con muchos de nuestros vecinos. Por ello se viste con esmero, preferiblemente de blanco, se perfuma mucho y, en el portal de la casa, mientras conversa o no con algún visitante ocasional, espera por la amiga en cuyo brazo se apoyará para caminar las dos cuadras que la separan del templo.
Este domingo, sin embargo, se rompería la rutina pues iban a ocurrir dos significativas alteraciones. La primera ya estaba anunciada: la persona que acompañaría a mi madre no sería M., la antigua doctora de la familia con la que había trabado una compacta amistad y, por varios años, había sido, primero, su acompañante y, luego, con más años en las piernas, su apoyo para el trayecto eclesial de cada domingo o festividad muy señalada. Y M. no sería su habitual acompañante, porque unos días antes esa doctora, ya sesentona y jubilada, había salido definitivamente del país rumbo a Estados Unidos y a la búsqueda más o menos incierta de una nueva vida, ante la asumida certeza de que la existente en su país sería una mala vida. La precisión de “definitivamente” que coloqué, por cierto, suele sobrar en el caso de los cubanos, pues lo habitual, y durante una larga época hasta legalmente estipulado, es que el de mis compatriotas fuese un viaje sin retorno porque, quisieran o no, debían acogerse a la figura migratoria creada por el gobierno y llamada, precisamente, “salida definitiva del país”.
Ellos forman parte de la legión de cubanos que, como la doctora M. y otros muchos amigos y conocidos, buscan en la emigración una salida para sus vidas, unos remedios que ya no encuentran en su país y por eso aspiran a subirse a la tabla de salvación para cabalgar sobre la ola migratoria más grande vivida en la historia de la nación
Mientras esperaba a su nueva acompañante mi madre vivió la segunda de las alteraciones de la mañana dominical: de modo imprevisto, sin haberse anunciado, se aparecieron dos antiguos vecinos (una pareja) residentes hace varios años en Estados Unidos. Estos vecinos afectuosos, como en cada visita a la isla –una al año, más o menos–, siempre se dejan caer por nuestra casa y le traen de regalo a mi madre un paquete de café La Llave –el que más le gusta a ella–, tan popular entre los cubanos de Miami, y alguna otra golosina, mejor si de chocolate. A veces hasta le dejan veinte dólares (ahora mismo más del doble de dinero de la pensión que recibe mi madre), para que ella cumpla algún antojo. Casi siempre, en algún momento de la mañana y antes de que las mujeres salgan para la iglesia, yo suelo dejar mis labores y acercarme a los predios de mi madre y comprobar que todo está en orden para la aventura dominical (bastón o mejor paraguas si amenaza lluvia, por ejemplo). Y esta mañana, como me encontré allí con los vecinos visitantes, por supuesto, me senté a conversar un poco con ellos. La charla a la que me sumé tenía que ver, como era previsible, con la partida de la doctora amiga de la familia, una entre los más de un millón de cubanos que, por una u otra vía, hacia uno u otro destino, han salido “definitivamente” de la isla como parte de la abultada ola migratoria que se ha levantado en los últimos tres o cuatro años.
Según estos vecinos emigrados, quienes residen desde hace unos quince años en Miami y ya son flamantes ciudadanos estadounidenses, Donald Trump sí sabía lo que se debía hacer con la inmigración. Porque el que en ese momento todavía era aspirante a la presidencia del país prometía actuar con mano dura para evitar la entrada de tanta gente que estaba desbordándolo todo y, por supuesto, impedir así la llegada de mucho delincuente que se está colando en el país. Mi vecina –ella llevaba la voz cantante, mientras su marido asentía, concedía– es la misma persona que, por si el dato revela algo, fingió una discapacidad gracias a la cual nunca ha trabajado desde que migró a Estados Unidos y, por esa falsa condición limitante, recibe ayudas federales que le permiten, incluso, pagarse billetes de avión para viajar a Cuba bajo el manto de intercambios religiosos. Porque, también, ella asegura que es católica y cree en Dios. Aunque este domingo no asista a misa.
Donald Trump lo ha dicho alto y claro, una y otra vez: los migrantes son uno de los grandes problemas de Estados Unidos y si retoma la presidencia promete a sus votantes que resolverá la situación de manera radical. Blindará la frontera sur, vigilará los aeropuertos, cancelará los programas de parole humanitario y CBP One que benefician a los ciudadanos de varios países, Cuba entre ellos. Expulsará sin contemplaciones a cuanto migrante ilegal se ponga a tiro, incluso a muchos de los que fueron admitidos con esos programas, habilitados por la administración demócrata. Y sus argumentos son cristalinos: esos migrantes están destruyendo el país y muchos incluso son criminales y algunos de ellos, en determinadas partes del país, hasta se comen las mascotas de los vecinos. Y por hacer esa y otras promesas semejantes, gana votos. Los gana incluso entre muchas personas que han emigrado a Estados Unidos en los últimos años o décadas. Los amontona entre cubanos residentes en La Florida que antes o después salieron de la isla, algunos de ellos por vías ilegales: balseros, clientes de coyotes mexicanos, quedados en viajes de visita o trabajo, presuntos perseguidos políticos que en realidad nunca le tiraron ni un hollejo a un chino, como decimos por acá. Ahora sé, por cierto, que también obtiene votos de mis vecinos, quienes olvidan que Trump tiene el récord de ser el presidente de Estados Unidos que más cubanos ha deportado en toda la historia: 3.385.
Para los miles de compatriotas míos que esperan en México la cita digital para presentar su solicitud de entrada en Estados Unidos y los otros miles (varios miles) que en la isla aguardan por la llegada de la visa parole solicitada a través del padrinazgo de algún familiar o amigo, semejante promesa electoral del republicano es una muy mala noticia. Ellos forman parte de la legión de cubanos que, como la doctora M. y otros muchos amigos y conocidos, buscan en la emigración una salida para sus vidas, unos remedios que ya no encuentran en su país y por eso aspiran a subirse a la tabla de salvación para cabalgar sobre la ola migratoria más grande vivida en la historia de la nación. Incluso puede ser una pésima noticia para algunos de esos varios miles que ya están en territorio norteamericano y cuyo estatus migratorio podría ser cancelado y verse sometidos también ellos a las previstas deportaciones masivas que, como pura fanfarria electoral, promete el magnate.
La estampida que hoy vive mi país es de proporciones bíblicas y tendrá (ya tiene) efectos catastróficos. Una situación económica crítica, que llega a los límites de la supervivencia, se ha acentuado en los años que han seguido a la pandemia de la Covid 19 y hoy invade la vida nacional
La estampida que hoy vive mi país es de proporciones bíblicas y tendrá (ya tiene) efectos catastróficos. Una situación económica crítica, que llega a los límites de la supervivencia, se ha acentuado en los años que han seguido a la pandemia de la Covid 19 y hoy invade la vida nacional. La tormenta perfecta se ha formado con la combinación de la incapacidad económica de las estructuras internas con las medidas restrictivas del vetusto pero acrecentado bloqueo o embargo comercial y financiero estadounidense sobre la isla. La ha alimentado la inclusión del país en la lista de países que no hacen lo suficiente en la lucha contra el terrorismo y que, por ejemplo, limita para presuntos turistas europeos la posibilidad de viajar a Cuba pues luego no podrían hacerlo a Estados Unidos con la expedita visa electrónica que les correspondería. La ha incrementado una inflación sin techo, que ha empobrecido a millones de ciudadanos, como a mi madre, que recibe una pensión de 1.800 pesos en un país donde un cartón de treinta huevos cuesta tres mil. La ha empujado, sobre todo, la falta de perspectivas, la volatilización de las esperanzas.
Pero el exilio siempre es traumático, desgarrador. Y, entre los cubanos, a través de la historia y casi siempre, un traslado a otro sitio del mundo no es irse, sino justamente exiliarse y sufrir el desgarramiento de alejarse de lo propio.
A lo largo de mi vida he visto someterse a ese proceso a infinidad de personas. Una parte sustancial de mi familia, incluido mi hermano menor. Compañeros de estudio, amigos del barrio, colegas de profesión. Muchos de los hijos de esos compañeros, amigos y colegas. En las últimas semanas a gente muy entrañable como los que mencioné en un texto reciente: mi ex novia de los años preuniversitarios, un compañero de preescolar, mi auxiliar doméstico para todo, mi odontólogo de los años, el electricista que nos salvaba, el mecánico de mi viejo carro (y el mecánico del automóvil es una cosa de tremenda seriedad en un país como Cuba)… una infinidad de personas, ya lo decía. Y cuando se va definitivamente alguna muy cercana, sus ausencias me dejan vacíos materiales y espirituales, me hacen huecos en la memoria compartida de la que tanto me nutro como escritor. Me van dejando solo.
A lo largo de mi vida he visto someterse a ese proceso a infinidad de personas. Una parte sustancial de mi familia, incluido mi hermano menor. Compañeros de estudio, amigos del barrio, colegas de profesión. Muchos de los hijos de esos compañeros, amigos y colegas.
Para que se tenga una idea de lo que ha estado ocurriendo, pues así es más evidente, anoto algunas cifras. Por ejemplo, entre los años fiscales postpandémicos que van desde 2021 a 2024, han sido más de 750 mil los cubanos llegados a Estados Unidos por diversos puntos fronterizos y gracias a visados de inmigrante. En ese período, más de 14.000 cubanos han intentado llegar en aventuras marítimas y han sido interceptados y devueltos a la isla. Al menos 142 han fallecido o desaparecido en el mar en lo que va de 2024, según los registros de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). A ellos habría que sumar la cifra imprecisa de los que ahora mismo están en México o Centroamérica buscando visa para un sueño, más los que, beneficiados con pasaportes españoles o con visados europeos han salido para no regresar, más los que han ido a parar a Brasil, Uruguay o donde sea.
Como resultado de esa sangría humana, si al finalizar el año 2020 la población efectiva de Cuba se podía calcular en 11.181.595 personas, tres años después esa población apenas sobrepasaba los 10 millones de habitantes, o sea, había decrecido un 10% sobre todo por la partida definitiva de la mayoría de esas personas. Y valga este otro dato: del millón y algo de exiliados, más de 300 mil eran mujeres en edad fértil. La cuenta está clara: el país se ha ido vaciando, ha ido perdiendo jóvenes preparados y en condiciones de poder tener hijos y eso empobrece a cualquier comunidad, en diversos sentidos. Pero, como anotan los demógrafos y estadísticos: la tendencia es que ese proceso no se detendrá de momento. No se ha detenido.
Pero ahora Donald Trump, en sus promesas electorales, aplaudidas por tantos (mentiras y disparates incluidos), se propone cerrar el grifo migratorio. Posiblemente una cantidad de los cubanos que esperan en México la autorización para cruzar la frontera se queden allí varados. Muchos de ellos, para llegar hasta donde están ahora, han vendido todo lo que poseían, incluso sus casas, pues el trayecto por la vía de Nicaragua (país que les permite la entrada sin visado), el más recurrido, suele tener un costo que ronda los diez mil dólares. Por eso están allí los que pueden, y no todos los que quisieran.
En 2017 escribí una crónica para The New York Times en español en la que hablaba sobre la inversión hecha por un cubano, dueño de un viejo automóvil, que había convertido su carro en un descapotable para utilizarlo en el paseo de turistas llegados de Estados Unidos. Y el personaje rogaba porque Trump no limitara las visitas de esosnorteamericanos pues le jodería el negocio. Y Trump se lo jodió.
En las últimas semanas a gente muy entrañable como los que mencioné en un texto reciente: mi ex novia de los años preuniversitarios, un compañero de preescolar, mi auxiliar doméstico para todo, mi odontólogo de los años, el electricista que nos salvaba, el mecánico de mi viejo carro (y el mecánico del automóvil es una cosa de tremenda seriedad en un país como Cuba)… una infinidad de personas, ya lo decía. Y cuando se va definitivamente alguna muy cercana, sus ausencias me dejan vacíos materiales y espirituales, me hacen huecos en la memoria compartida de la que tanto me nutro como escritor. Me van dejando solo.
Ahora, imagino, muchos serán los cubanos (y no cubanos) que recen sin sosiego para que no se les cierre la vía de escape hacia ese futuro incierto pero preferible para ellos. Y saben que dependen de lo que ocurra en unas elecciones en las que, así será, muchos de sus compatriotas que antes emigraron votarán por ese mismo Donald Trump que promete detener la emigración y, por supuesto, la entronización del socialismo en su país. Y entonces, para esos compatriotas que aspiran a otra vida, no solo se joderá un negocio, una inversión: se esfumará un sueño.
Las mañanas de domingo suelen tener un ritmo especial en mi casa. Mi madre, con sus noventa y seis años a cuestas, se levanta y de inmediato se prepara para asistir a misa. Nunca ha sido una creyente beata, pero en los últimos años no se pierde una visita dominical a la iglesia del barrio, pues puede ser su única salida en la semana y allí socializa con muchos de nuestros vecinos. Por ello se viste con esmero, preferiblemente de blanco, se perfuma mucho y, en el portal de la casa, mientras conversa o no con algún visitante ocasional, espera por la amiga en cuyo brazo se apoyará para caminar las dos cuadras que la separan del templo.