Si algo caracteriza al discurso oficial sobre el consentimiento es la constante apelación a la transparencia. Parece ser que defender hoy el consentimiento pasa necesariamente por defender su simplicidad. En el consentimiento, se dice, “no hay líneas borrosas ni terrenos grises”, “está muy claro cuándo alguien consiente o no”, “respetar el consentimiento es muy sencillo” y, por supuesto, legislar sobre esta materia es tan fácil como “hacer que la ley defina el consentimiento”. Algo de sospechoso tiene este empeño por apelar insistentemente a su obviedad. La cuestión, claro, es por qué haría falta insistir tanto en la autoevidencia de algo que es ya indudable y cristalino. ¿Qué revela este modo de defender el consentimiento que consiste en afirmar que no necesita defensa alguna?
La reforma del consentimiento incorporada en la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de garantía integral de la libertad sexual, ha venido envuelta de una enorme polémica. La fusión de los delitos de abuso y agresión abrió la puerta –de forma inesperada para el legislador– a algunas rebajas de condenas, lo que ha desatado un huracán. Una derecha punitiva ha agitado oportunistamente el discurso del peligro tratando de alarmar a la sociedad y construyendo el fantasma de una supuesta excarcelación masiva de delincuentes sexuales. La gestión de esta crisis política ha dado lugar a desacuerdos internos en el propio gobierno de coalición. El resultado ha sido una enmienda de la ley aprobada por el PSOE y asumida forzosamente por Podemos, quien, a su vez, también ha trasladado las culpas señalando a los jueces como los responsables de una mala interpretación de la ley. Con este cruce de acusaciones mutuas el estruendo mediático estaba servido.
Bajo ese ruido ensordecedor, lo que no ha tenido espacio para hacerse oír es el debate que cabe tener sobre qué entendemos por consentir, dónde están los límites del consentimiento o cuáles son sus condiciones. Es eso precisamente lo que queda también obturado por ese insistente discurso oficial que dice que, cuando hablamos de consentimiento, está ya todo totalmente claro. Si el consentimiento es una cosa tan obvia, si no hay ninguna pregunta que hacernos sobre él, el único obstáculo parece ser una judicatura machista que se niega a incorporarlo a la ley. Sostener la sencillez del consentimiento sirve para blindar su univocidad, para negar su posible polisemia, para ocultar que la palabra consentimiento puede encerrar diversos sentidos posibles y proyectos políticos contrapuestos.
La propaganda oficial de la ley del sólo sí es sí ha consistido en repetir que la aprobación de esta reforma supone que, por primera vez, el consentimiento tenga que ser tenido en cuenta. Pero la verdadera discusión no es la de si incorporar o no el consentimiento, que era ya desde hace mucho tiempo el criterio central de nuestra legislación para distinguir la violencia sexual. La cuestión es que hay diferentes maneras de trasladar a la ley el requisito del consentimiento: una es la que entiende que la existencia del consentimiento depende de la posibilidad de expresar una negativa (no es no), otra la que entiende que consentir exige la necesidad de una afirmación (solo sí es sí). La teoría del consentimiento afirmativo es una particular manera de pensar el consentimiento, pero no la primera ni la única que hay. Y, precisamente, con respecto a este nuevo paradigma, heredado del contexto anglosajón y de las doctrinas jurídicas pioneras en EEUU, las feministas llevan décadas teniendo una larga discusión que ha estado plagada de desacuerdos.
Para entender por qué las actuales reformas del consentimiento están proponiendo pasar de un modelo positivo a afirmativo –eso que en el ámbito jurídico se conoce también como yes model– habría que preguntarse por qué en el marco de ese paradigma, el “no es no” debe ser dejado atrás. ¿Qué se juega entre ambos modelos jurídicos? ¿Qué dos nociones sobre el consentimiento están uno y otro defendiendo? ¿Y qué han dicho sobre esta cuestión los distintos feminismos?
Precisamente el disparador de las controversias sobre el sexo que en el contexto norteamericano se conocieron como las Sex Wars fue la siguiente pregunta: ¿En un mundo patriarcal es posible por parte de las mujeres decir que no a las proposiciones sexuales de los hombres? Una de las maneras posibles de responder a esta pregunta la dio el llamado feminismo de la dominación que tiene como principal referente teórico a la jurista Catharine MacKinnon. En el libro Sexual Harassment of Working Women: A Case of Sex Discrimination, el octavo libro legal estadounidense más citado desde 1978, MacKinnon analizaba el problema del consentimiento a partir de contextos laborales donde los hombres ostentaban el poder empresarial y las mujeres ocupaban los puestos subalternos como trabajadoras. ¿Cuando una de las partes tiene el poder y la otra parte carece de él podemos decir que existe libertad para consentir o no una proposición sexual? ¿Pueden las mujeres decir que no a alguien que ocupa un cargo superior y con quien mantienen una relación de dependencia? La conclusión de MacKinnon fue un rotundo no. Y transportó este mismo análisis al conjunto de la sociedad: si en condiciones de desigualdad, el consentimiento está viciado, la imposibilidad de decir que no va más allá del ámbito laboral. La desigualdad de género no existe solo entre jefes y empleadas. Los hombres siempre son más poderosos que las mujeres. Y, por tanto, la asimetría que vicia e invalida el consentimiento no podría ser delimitada a ciertos contextos particulares. En términos generales, no es nunca posible sostener que las mujeres son libres para consentir el sexo en una relación heterosexual. A partir de este análisis sobre el consentimiento, MacKinnon y la WAP (Women Against Pornography) emprenderán una lucha política contra la validez de determinados pactos sexuales. La pornografía, el trabajo sexual o el sadomasoquismo son aparente y formalmente consentidos pero, dado que están hechos en condiciones de desigualdad de poder, deben ser invalidados por la ley.
El feminismo contrario a la pornografía impugnó la figura del consentimiento desde una crítica antiliberal. En realidad, viciadas las condiciones del consentimiento, existen constantes violaciones consentidas. Si las relaciones de desequilibrio de poder anulan las condiciones del consentimiento, entonces en un mundo patriarcal es en último término imposible distinguir el sexo de la violencia. Otra corriente feminista se opuso enérgicamente a hacer naufragar esta distinción, acusando a MacKinnon y las suyas de extender de forma ilimitada el peligro al conjunto del sexo y de abrir una imparable expansión punitiva donde la tarea del Estado era protegernos de la sexualidad misma. Normalmente recordamos que el gran tema protagonista de estas históricas controversias feministas fue la prohibición del porno, pero se olvida a menudo que el siguiente asunto de colisión fue el sadomasoquismo. La única manera de defender que las relaciones bdsm no son un delito es separar lo que el feminismo de MacKinnon había juntado y reivindicar la distinción entre el poder y la violencia. Para el feminismo pro sexo es justamente el consentimiento el que sirve para trazar esa frontera, es decir, el consentimiento sirve para delimitar la violencia sexual, no para extenderla por doquier. El consentimiento, dentro de esta perspectiva, es incompatible con la violencia, pero no ha de ser incompatible con el poder. Y, por tanto, se puede, en condiciones de desigualdad de poder, decir que no o decir que sí al sexo. Es más, se puede tener un sexo consentido que juegue con las relaciones de poder y las erotice. ¿No es exactamente eso el sexo sadomasoquista?
Si una parte del feminismo consideró el bdsm (disciplina, sumisión, sadomasoquismo) un sexo antifeminista es porque ligó la libertad sexual de las mujeres a una sexualidad depurada de poder. Si los hombres desean violentamente las mujeres desean amorosamente; lo que para otra parte del feminismo no era sino una idealista moralización de un deseo femenino bueno que solo conducía a culpabilizar a las mujeres por sus deseos. “Debemos vivir con el peligro de nuestros deseos reales”, decía Amber Hollibaugh, una de las voces del feminismo norteamericano contrario a la prohibición de la pornografía. “El estado actual de las conversaciones feministas ha exigido que las mujeres vivan fuera del poder en el sexo. Al parecer hemos decidido que el poder en el sexo es masculino porque conduce al dominio y a la sumisión, que a su vez se definen como exclusivamente masculinos. Casi toda nuestra teorización sugiere que cualquier excitación causada por el poder que sientan las mujeres es simplemente falsa conciencia. En la vida real, esto obliga a muchas feministas a renunciar al sexo tal y como lo disfrutan y obliga a un grupo aún mayor a pasar a la clandestinidad con los sueños [...].
Silencio, ocultación, miedo, vergüenza: es algo que siempre se ha impuesto a las mujeres [...] ¿Nos lo impondremos ahora a nosotras mismas?” (1).
Una parte del feminismo nunca ha estado dispuesta a separar el deseo del poder. Como afirma claramente Butler, “el poder y la sexualidad son coextensivos, no hay sexualidad sin poder. Diría que el poder es una dimensión muy excitante de la sexualidad” (2). Así pues, no es la existencia del poder en el mundo ni la influencia del poder en la configuración del deseo lo que supone un obstáculo a la libertad de las mujeres en el terreno del sexo. Aun en condiciones de desigualdad, aun contando con un deseo siempre contaminado por el poder, se puedeconservar una manera de distinguir el sexo de la violación. Para el feminismo pro sexo, preservar la noción de consentimiento implica que su invalidación jurídica ha de estar condicionada a la existencia de violencia, no solo de poder o desigualdad. Allí donde se prueba la existencia de fuerza, coacción, intimidación, se vulneran las condiciones del consentimiento y por tanto el derecho ha de presuponer que no se puede decir que no. No obstante, de forma general, el derecho ha de presuponer que las mujeres, aun en condiciones de desigualdad, podemos y sabemos decir que no y que no respetar el no de las mujeres es vulnerar su consentimiento. Si hay una práctica sexual coherente con el marco del “no es no” esta es el sadomasoquismo, un sexo profundamente vinculado a la cultura del consentimiento, es decir, un sexo que, si puede explorar un deseo compatible con el poder, es dejando permanentemente abierta la posibilidad de decir que no.
Así pues, la pregunta es: ¿Podemos decir que no? ¿O debemos dar por perdida esa posibilidad? Para un tipo de feminismo, el que identifica el poder con la violencia, decir que no es imposible. Para otro tipo de feminismo, el que separa la fuerza del poder, decir que no es, al contrario, irrenunciable. Y lo que se juega entre una y otra perspectiva es la conservación del consentimiento como criterio de lo que es un sexo lícito. La pregunta, por tanto, en la actualidad, es la de si de verdad, en esta apuesta actual por abandonar el marco del “no es no”, estamos avanzando hacia el consentimiento o, más bien, lo estamos abandonando.
La voluntad y el deseo: ¿Qué significa decir que sí? Parecería que, una vez asumido que en un mundo patriarcal las mujeres no pueden expresar un no, es mejor esperar un sí. Quizás parezca más garantista que, si antes los hombres debían parar cuando las mujeres dijeran no, ahora deban conseguir que las mujeres digan sí. Ahora bien, ¿qué puede resolver el sí en un contexto de coacción en el que no es posible decir que no? ¿Si no se puede decir que no qué significa decir que sí? Asumido el marco de la dominación, esto es, pensando la sexualidad como un escenario donde la desigualdad es equiparable a la violencia, decir que sí no resolvería nada. ¿Debería acaso el derecho validar los síes dichos bajo amenaza? ¿No sería justamente esa la peor de todas las trampas?
En realidad, cualquier tipo de validez de un sí depende de la posibilidad del no. Cuando no hay espacio para decir que no, el consentimiento está ya puesto en cuestión y, por tanto, ningún sí resuelve nada. De hecho, siendo coherente con su análisis de la dominación, el feminismo que partió de la constatación de la imposibilidad de decir que no llegó a defender la invalidación jurídica del sí de las mujeres al trabajo sexual, al porno o al bdsm. ¿Pero entonces? ¿Qué significa esta predilección por el sí de los nuevos discursos del consentimiento? ¿Por qué apostar sería mejor un paradigma afirmativo del consentimiento? ¿De dónde sale esa confianza en la afirmación tan propia de nuestro presente? ¿No es contradictorio asumir la imposibilidad de decir que no y, después, confiar en la veracidad del sí? Lo es, a no ser que el sí incorpore algo nuevo en la ecuación.
A pesar de que en nuestra conversación no se deja de decir que hoy el consentimiento está en el centro, es mucho más apropiado decir que lo que está permanentemente en la escena es más bien un discurso sobre el deseo. El deseo es el gran protagonista de los actuales discursos de la sexualidad, aparece permanentemente reclamado como eso que debe ser expresado, pactado, comunicado. Y este protagonismo del deseo ha llegado también a los nuevos discursos del consentimiento. Es más, de un tiempo a esta parte, se dice que una relación no deseada –no solamente no consentida– es una forma de violencia sexual y, así, se escucha cada vez más hablar de besos “no deseados” o fotos sexuales “no deseadas” como ejemplos de lo que el derecho debe denominar agresión. El deseo está siendo investido como el auténtico criterio contra la violencia sexual, deviniendo así la verdadera vara de medir para distinguir el sexo de la violencia. Bajo los marcos del feminismo de la dominación, una vez puesta en duda la voluntad, el deseo aparece como una forma de recuperar algún punto válido de anclaje. ¿Cómo saber lo que realmente quieren las mujeres? Dando la palabra a un deseo auténtico genuino y veraz. La noción de “consentimiento entusiasta”, una fórmula asentada en los discursos contemporáneos oficiales –desde la web de la ONU hasta algunas legislaciones que lo incluyen ya–, expresa bien cómo hoy, para considerar que el consentimiento es verdadero, le exigimos que venga acompañado por el deseo. El tránsito hacia el “solo sí es sí” no es un tránsito hacia la afirmación sino una manera de dar con una afirmación deseante.
El segundo gran desacuerdo que enfrenta a los distintos feminismos a la hora de pensar el consentimiento radica precisamente aquí: ¿Queremos pensar coextensivamente el deseo y la voluntad? ¿Para dar por válido el consentimiento hemos de exigir a las mujeres que deseen aquello que consienten? ¿Y qué noción de deseo es esa que nos hace confiar en él como cortafuegos de la violencia? Exigirle al consentimiento que venga acompañado de deseo no es ampliar el consentimiento sino, de hecho, empequeñecerlo, estrecharlo y decretar su insuficiencia. Ahora bien, si no hemos de confiar en el consentimiento y hemos de confiar en el deseo es porque previamente hemos hecho del deseo un modo de civilizar el sexo. Una vez puesto en duda el consentimiento, una vez anulada la voluntad, hemos decidido que podemos confiar en un deseo femenino alejado de todo poder, un deseo purificado que se vuelve así la verdadera vara de medir de la violencia sexual. Vuelve así a aparecer un profundo desacuerdo. Para una parte del feminismo, las mujeres siempre tenemos deseos mesurados y civilizados y, por lo tanto, siempre deseamos lo que consentimos y consentimos a lo que deseamos. Para otra parte del feminismo, el avance de la libertad sexual tiene que ver más bien con desculpabilizar a las mujeres por sus deseos en vez de erigirlas en las guardianas de la moralidad del sexo. Sostener que el deseo o el sexo deseado ha de ser el criterio fundamental con el que distinguimos lo que es una violación de lo que no lo es, es una manera de exigir la santidad de nuestro deseo.
Lo primero que merece ser puesto radicalmente en cuestión es que el consentimiento sea un asunto claro. Quizás, más bien, defender hoy el consentimiento sea empezar por afirmar su oscuridad. Bajo esta presunta obviedad con la que habla hoy el discurso oficial, se está escondiendo una discusión política que ha enfrentado a los feminismos en su manera de entender el sexo. El debate político sobre el consentimiento, el que justamente no ha tenido espacio para dejarse oír, pone en juego la disyuntiva entre proyectos contrapuestos. Si separamos la violencia del poder, si no estamos dispuestos a equipararlos, debemos entonces también separar el consentimiento del deseo. De otro modo, lo estaremos apostando todo a un deseo femenino bueno que no está atravesado por el poder, que no puede fantasear con la dominación, que no puede erotizar la violencia. Si hacemos de toda desigualdad de poder un obstáculo para el consentimiento e investimos al deseo de autenticidad, tendremos que hacerlo a costa de asumir que las mujeres desean siempre de forma correcta, respetuosa, civilizada. Por el contrario, si no estamos dispuestas a asumir que la condición para que las mujeres seamos protegidas de la violencia es que deseemos bien, entonces tenemos que reivindicar la separación del consentimiento y el deseo. Y eso exige como condición que la validez del consentimiento sea posible en una sociedad atravesada de relaciones de poder y que consentir siga teniendo sentido en el marco de una sexualidad donde el poder es inseparable del sexo. Tendremos en este caso que decir que defender el consentimiento es defender la posibilidad de decir que no. Quizás, lo que realmente se esconde en el intento de dejar ese modelo es un modo de volver a moralizar la sexualidad. Quizás, una vez más, regular la sexualidad se está haciendo a costa de la libertad sexual de las mujeres, es decir, invalidando nuestra voluntad y santificando nuestro deseo.
(1) Amber Hollibaugh, El deseo del futuro: la esperanza radical en la pasión y el placer, en Placer y Peligro, Talasa, 1989.
Ver másLa genialidad del principiante
(2) Judith Butler, Hacia una ética de la sexualidad, Vacarme, 2003.
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Clara Serra (Madrid, 1982) es filósofa. Su último libro es El sentido de consentir (Anagrama, 2023).
Si algo caracteriza al discurso oficial sobre el consentimiento es la constante apelación a la transparencia. Parece ser que defender hoy el consentimiento pasa necesariamente por defender su simplicidad. En el consentimiento, se dice, “no hay líneas borrosas ni terrenos grises”, “está muy claro cuándo alguien consiente o no”, “respetar el consentimiento es muy sencillo” y, por supuesto, legislar sobre esta materia es tan fácil como “hacer que la ley defina el consentimiento”. Algo de sospechoso tiene este empeño por apelar insistentemente a su obviedad. La cuestión, claro, es por qué haría falta insistir tanto en la autoevidencia de algo que es ya indudable y cristalino. ¿Qué revela este modo de defender el consentimiento que consiste en afirmar que no necesita defensa alguna?