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El día levantado y principal

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Pilar del Río

Por aquel entonces los teléfonos en las casas modestas solían estar colocados en los pasillos, de modo que José Saramago debió saltar de la cama, tal vez con malos presentimientos, cuando atendió aquella llamada en la madrugada del 25 de abril de 1974. Fue así, sin glamour u otras militancias, como el escritor portugués supo que algo pasaba en su país y ese algo podía ser, por fin, positivo. La amiga que le avisó aprovechó la llamada para repetir la consigna que se transmitía desde la radio: que las personas se quedaran en sus casas, que un nuevo proceso estaba en marcha, que estuvieran atentas a la información que se iría proporcionando. José Saramago, como los demás portugueses, hizo caso omiso de la recomendación y salió a ver lo que pasaba en la calle; por eso fue espectador de movimientos militares insólitos, trasiego de camiones y tanques, luces encendidas en las casas, aviones en vuelos rasantes y agrupamientos cada vez menos discretos de personas con transistores y la extraña seguridad de que la hora había llegado y, esta vez, no como en marzo, era de verdad. Lo fue.

Unos días antes de esa noche principal, José Saramago recibió un aviso –se puede suponer que, si los partidos ilegales estaban infiltrados de confidentes, la policía política también tenía chivatos– y el aviso era claro: su nombre estaba en la lista de personas que iban a ser detenidas en la operación que estaba en marcha, que había hecho caer a varios de sus amigos; o sea, se tenía que hacer invisible de forma inmediata. Entonces, junto a su compañera, la escritora Isabel de Nóbrega, tomó un avión en Lisboa con destino a Madrid, en lo que debía parecer un sereno viaje de recreo. Sin amigos en la capital española, sin muchos medios económicos y sin contactos políticos, José Saramago y su pareja aprovecharon los días para visitar museos, recorrer la Plaza Mayor, perderse en el Madrid de los Austrias y, por supuesto, entrar en librerías, el mayor consuelo de quienes tienen curiosidad. Regresaron pronto a casa porque hasta los exilios se complican cuando se deben mirar los precios de pensiones y restaurantes. Por eso el 25 de Abril le sorprendió durmiendo en Lisboa, recién llegado, aunque dispuesto para sumarse y estar –casi– en varios lugares a la vez: las buenas piernas le ayudaron en los recorridos por la Baixa, el Chiado, el Largo do Carmo, el Terreiro do Paço, calles y plazas caminadas una y otra vez para sentir junto a otras personas y confirmar que el proceso, como le había dicho su amiga, estaba en marcha. Escribiría años más tarde una crónica sobre el 25 de Abril titulada Lección de voluntad:

“Tal vez nuestras almas, una por una, no sean así tan grandes, quizá no merecemos el verso del Poeta, sin embargo, si conservamos en nuestro interior la dimensión de la esperanza con que salimos a la calle el día 25 de Abril, no es que lo difícil se vuelva fácil, eso no, pero miraremos lo fácil y lo difícil como nociones relativas cuyo significado real quedará por definir si las confrontamos con la voluntad. Es la voluntad la que nos salva, si falta nos perderemos. La lección del 25 de Abril es, precisamente, una lección de voluntad. Eso tan poco. Eso que es tanto”.

Voluntad. Los tanques salieron a la calle, los ciudadanos también. A la orden de disparar, un militar se negó “porque había gente enfrente”. Luego, tras las conversaciones necesarias, los tanques volvieron sus cañones hacia el río en clara señal de rendición. El gobierno de la dictadura que Marcelo Caetano perpetuaba, había perdido; la revolución, que todavía no era de claveles, se imponía y la gente lo celebraba como si fuera un casamiento. José Saramago seguía deambulando y viendo en las calles la realización de sueños hasta entonces contenidos, reprimidos por policías políticas y por normas obsoletas que nunca fueron respetuosas. José Saramago no vio a Celeste Caeiro repartiendo claveles, pero también a él le llegaron y cuando el 1º de Mayo los escritores y las escritoras salieron a la calle con una pancarta que era un saludo a la libertad recuperada, sí llevaban los claveles rojos convertidos, en tan pocos días, en el símbolo del tiempo que se empezaba a construir en los trabajos, los barrios, las universidades, el Estado.

Escribir claramente

Hace 50 años José Saramago había publicado una novela, dos libros de poemas y recopilado algunas crónicas. No era periodista, pero había trabajado en distintos medios, coordinando las páginas de cultura o de opinión. Nunca hizo una entrevista, pero comentaba los libros que aparecían en un país donde no se podía escribir con libertad porque la censura era feroz. Por fin escribir claramente, tituló un artículo meses después de Abril. La Revolución le sorprendió con dos trabajos a medias –Manual de pintura y caligrafía y El año de 1993– y en los dos casos sintió que las historias se reorganizaban de acuerdo con la esperanza de la nueva sociedad. Tras el 25 de Abril asumió la dirección adjunta del Diário de Notícias y se ocupó de la parte editorial. No tuvo dudas de en qué orilla estaba y con quiénes. Sus Apuntes políticos son rotundos: la Revolución, ya con mayúsculas, debe servir para acabar con situaciones seculares de injusticia, la vivienda es un derecho, la participación política otro, también los convenios laborales, las vacaciones y, por supuesto, los trabajadores de la tierra no son esclavos. Escribió Levantado del suelo para decir que “del suelo podemos esperar alimento y aceptar sepultura, nunca resignación”. Ese libro termina con esperanza, pese a que José Saramago no era demasiado partidario de ese concepto:

Barceló por dentro

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“Posa Juan Maltiempo su brazo de invisible humo en el hombro de Faustina, que no oye nada, ni siente, pero empieza a cantar, vacilante, un son de baile antiguo, es su parte en el coro, se acuerda del tiempo en que bailaba con su marido Juan, fallecido hace tres años, que en gloria esté, y éste es el errado voto de Faustina, que no puede saberlo. Y mirando desde más lejos, desde la altura del milano, podemos ver a Augusto Pintéu, el que murió con las mulas en una noche de temporal, y tras él, casi agarrándolo, su mujer Cipriana, y también el guardia José Calmedo, venido de otras tierras y vestido de paisano, y otros de quienes no sabemos los nombres, pero conocemos las vidas. Van todos, los vivos y los muertos. Y delante, dando los saltos y las carreras de su condición, va el perro Constante, cómo iba a faltar en este día levantado y principal.

José Saramago no nació para ser escritor, las circunstancias de su vida no fueron propicias para que fuera a la universidad y ese dolor le acompañó siempre. Él sabía que la Revolución de Abril, como la llamaba, nunca decía “de los claveles”, posibilitó oportunidades para las familias, fueran rurales o urbanas. Empezó un nuevo tiempo, sin censura, con la cotidianidad dura, difícil, pero ya sin el Gran Hermano político vigilando. Entonces escribió un poema que acaba con dos versos que son un manifiesto: “Que quien se calla cuanto me callé/ No se podrá morir sin decir todo.” Todo: escribió Memorial del convento o Historia del cerco de Lisboa porque la historia se puede contar de otra manera, se acercó a Camoens en una obra de teatro y nos acercó a Fernando Pessoa en El año de la muerte de Ricardo Reis, describió un mundo de ciegos, tal vez el nuestro, de personas que viendo, no vemos, escribió un Ensayo sobre la lucidez porque los seres humanos no son mercancía ni material descartable, cuestionó ideas fabricadas y dogmatizadas que no sirven para la felicidad de los seres humanos, creó personajes femeninos admirables y hombres que tratan de entender que si no comparten con las mujeres están solos, se enfrentó al Dios de la Biblia en Caín y en el Evangelio según Jesucristo el hijo nacido de mujer se revela contra el dios de los ejércitos y pide a los seres humanos que lo perdonen porque “Dios no sabe lo que hace”, de ahí tanta infelicidad, tanto sacrificio y tanto odio. Cuando la muerte le llegó, José Saramago escribía sobre la fabricación de armas. Decía que si hay fábricas de armas, habrá también, inexorablemente y a su lado, fábricas de conflictos, y decía sentir tambores de guerra por todos lados, no la alegría del Abril portugués que hizo pensar que esto, el mundo, la vida, podría ser de otra manera. La alegría de Abril no le reconfortó en los últimos tiempos, pero la democracia conquistada le permitió ser el escritor y el ser humano que fue, libre y atento, disponible.

Años antes de la Revolución había escrito una crónica donde un hombre encuentra, en una fuente de la Plaza de Rossio de Lisboa, una botella con un papel dentro. Pese a las policías que vigilaban todos los pasos de los ciudadanos, las lecturas que hacían, las músicas que oían, las relaciones establecidas o por establecer, el hombre consigue hacerse con la botella y tras mucho trabajo puede leer la palabra que el papel traía escrita: “Socorro”, solo eso, “Socorro”. Los militares se levantaron contra el gobierno, los ciudadanos construyeron el 25 de Abril de hace 50 años para que todo pudiera contarse de otra manera. “Esos días de exaltación,” decía, “nadie nos los podrá quitar”. Y es cierto, pese a las circunstancias.

Por aquel entonces los teléfonos en las casas modestas solían estar colocados en los pasillos, de modo que José Saramago debió saltar de la cama, tal vez con malos presentimientos, cuando atendió aquella llamada en la madrugada del 25 de abril de 1974. Fue así, sin glamour u otras militancias, como el escritor portugués supo que algo pasaba en su país y ese algo podía ser, por fin, positivo. La amiga que le avisó aprovechó la llamada para repetir la consigna que se transmitía desde la radio: que las personas se quedaran en sus casas, que un nuevo proceso estaba en marcha, que estuvieran atentas a la información que se iría proporcionando. José Saramago, como los demás portugueses, hizo caso omiso de la recomendación y salió a ver lo que pasaba en la calle; por eso fue espectador de movimientos militares insólitos, trasiego de camiones y tanques, luces encendidas en las casas, aviones en vuelos rasantes y agrupamientos cada vez menos discretos de personas con transistores y la extraña seguridad de que la hora había llegado y, esta vez, no como en marzo, era de verdad. Lo fue.

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