De todas las historias protagonizadas por Buenaventura Durruti, una de las que más me gustan es la que cuenta aquella vez, a comienzos de 1936, en que unos obreros anarquistas de Barcelona fueron a su pisito del barrio de Sants a consultarle algo y se lo encontraron en la cocina, haciendo la cena para él, su compañera, la francesa Émilienne Morin, y la pequeña Colette, la hija de la pareja. La anécdota corrió como la pólvora por los ambientes libertarios españoles, contada unas veces con tintes elogiosos y otras desaprobadores. Los anarquistas eran los más avanzados para su época a la hora de reivindicar la igualdad de derechos y deberes entre hombres y mujeres, pero aun así no pocos de ellos encontraban raro que, compartiendo su vida con Émilienne, el recio y viril Durruti se ocupara de las faenas domésticas. Le preguntaron al respecto más de una vez al propio Durruti y esta es la respuesta que daba: “Cuando mi mujer va a trabajar, yo limpio la casa, hago las camas y preparo la comida. Además, baño a la niña y la visto. Si crees que un anarquista tiene que estar metido en un bar o un café mientras su mujer trabaja, es que no has comprendido nada.”
Durruti nació en León en 1896 –el segundo de los ocho hijos de una familia obrera-, creció en la pobreza, tuvo pocos estudios y comenzó a trabajar a los 14 años como aprendiz de mecánico. Siempre fue un hombre de acción, más de hechos que de palabras, y el único libro que nos ha legado es el de su vida. Este libro, sin embargo, contiene algunas sentencias de muchas luces. Una es la ya citada sobre la igual responsabilidad de hombres y mujeres en las tareas domésticas, otra es: “Los trabajadores saben perfectamente que los ladrones no se levantan a las seis de la mañana. Los verdaderos ladrones, aquellos que se lucran del robo de nuestro trabajo, son esos hijos de puta de los burgueses”.
También nos ha llegado la respuesta que le dio al corresponsal del Toronto Star que, recién comenzada la Guerra Civil, le preguntó sobre el inmenso trabajo de reconstrucción que aguardaba a los trabajadores españoles si conseguían ganarla. Durruti le dijo: “Siempre hemos vivido en la miseria, y nos acomodaremos a ella por algún tiempo. Pero no olvide que somos nosotros, los obreros, los que hacemos marchar las máquinas en las industrias, los que extraemos el carbón y los minerales de las minas, los que construimos ciudades… ¿Por qué no vamos, pues, a reemplazar en mejores condiciones lo destruido? Sabemos que sólo vamos a heredar ruinas, pero no nos dan miedo las ruinas. Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones”. A Durruti ese mundo de libertad, igualdad y fraternidad empezó a crecerle en el corazón desde su infancia, en paralelo a la rebeldía ante lo que padecían la mayoría de los trabajadores españoles. Estamos hablando de tiempos en que los campesinos y los obreros vivían en chabolas o pisos miserables, sin agua corriente ni electricidad, sin otra calefacción que la del brasero, sin otras letrinas y baños que los colectivos. Unos tiempos en que trabajaban 12 o más horas diarias, seis días a la semana, sin el menor derecho a vacaciones. Los trabajadores no contaban entonces con educación y sanidad públicas, ni tampoco con seguro de desempleo y pensiones de jubilación. Más de la mitad de sus hijos morían pronto de desnutrición o enfermedades que podrían haber sido curadas. Sus protestas eran acalladas a sablazos por la Guardia Civil y sus líderes caían abatidos por los pistoleros de la patronal.
Los sindicatos eran su única esperanza. Reivindicaban subidas de salarios y reducción de las jornadas laborales, y también intentaban proporcionarles escuelas, ambulatorios, bibliotecas y centros culturales. En España había dos, perseguidos por las autoridades la mayor parte del tiempo. Uno era la UGT, de raíz marxista; el otro, la CNT, de raíz anarquista. Durruti estaba con los libertarios de la CNT. Prefería Bakunin a Marx, la libertad a la autoridad, la organización desde abajo al dictado de los de arriba, la asamblea al comité central, la autogestión al Estado. En los años 1920 y 1930 cientos de miles de trabajadores compartían en España esos ideales, sobre todo en las fábricas de Cataluña y los campos de Andalucía.
Pero ya dije que el leonés era un hombre de acción. No tardó en llegar a la conclusión de que las huelgas y manifestaciones pacíficas no eran suficientes para hacer avanzar las causas populares. Los banqueros, los terratenientes, los grandes empresarios industriales y el Estado que representaba sus intereses no jugaban limpio. Si había que despedir a toda una plantilla para rebajar los salarios, se despedía. Si había que contratar esquiroles para zancadillear una huelga, se contrataban. Si había que torturar en comisaría, se torturaba. Si había que pegarle un tiro a un anarcosindicalista como Salvador Seguí, el Noi del Sucre, para que se callara de una puta vez, se le pegaba. Si había que falsificar pruebas para fusilar a un pedagogo libertario como Francesc Ferrer i Guardia, se falsificaban. Así estaban las cosas, Goliat contra David.
Los Solidarios, leyendas populares
Instalado en Barcelona desde 1920, Durruti decidió esgrimir la honda de David. Iba a responder con violencia a la violencia de la patronal y el Estado, iba a hacer que el miedo no habitara sólo en los hogares de los pobres. Juan García Oliver, Francisco Ascaso, Ricardo Sanz y él crearon un grupo clandestino llamado Los Solidarios y durante los años 1920 se convirtieron en los revólveres del anarquismo. Atracaban bancos para financiar las actividades sindicales y ajusticiaban a policías torturadores y matones de la patronal. Pero jamás emplearon eso que hoy entendemos como terrorismo: la colocación de bombas que pudieran herir o matar a inocentes o el ametrallamiento de muchedumbres. Su violencia nunca fue indiscriminada, siempre fue selectiva. Los Solidarios terminaron en la cárcel, se escaparon de ella, vivieron en el exilio en Francia, Argentina y Chile, terminaron convirtiéndose en leyendas populares.
En un país que no tuviera tantos problemas con su propia historia como los tiene España, Durruti sería el protagonista de incontables biografías, novelas, películas y series de televisión. Como Espartaco, como Robin Hood, como Bonnie & Clyde, como el apache Gerónimo, como Garibaldi, como el Che Guevara. Durruti es una figura heroica del siglo XX español. Pero, claro, estamos hablando de un héroe de los perdedores de la Guerra Civil, de los doblemente perdedores. De los trabajadores, derrotados entre 1936 y 1939 por el bando de los nobles, los capitalistas, los obispos y los militares. De los anarquistas, aplastados por los totalitarismos de aquella época, el fascista y el estalinista.
Así que muchos españoles no tienen hoy la menor idea de quién fue Durruti. Y dice mucho sobre la mediocridad intelectual de nuestra actual democracia que el mejor libro sobre el leonés haya sido escrito por un alemán, Hans Magnus Enzensberger. Se llama El corto verano de la anarquía (Anagrama, 1977), un título que alude al de 1936, cuando las experiencias libertarias en Cataluña, Aragón y algunos otros lugares de España fascinaron al mundo. Bajo el impulso de la CNT, partidaria de hacer la guerra contra el fascismo al tiempo que iniciaba una revolución social, muchas fábricas y grandes explotaciones agrícolas fueron entonces colectivizadas y gestionadas democráticamente por sus trabajadores. El George Orwell de Homenaje a Cataluña fue uno de los testigos extranjeros de aquella aventura.
Pero me he precipitado un poco. Antes de aquel verano de libertad y colectivismo, se había producido en Barcelona la mayor victoria del anarquismo español. Aquellas jornadas del 19 y 20 de julio, cuando Durruti y sus compañeros derrotaron en duros combates callejeros a los militares que allí intentaban sumarse a la sublevación de los generales Franco, Mola y Queipo del Llano. Quizá uno de los momentos más hermosos de la “triste historia española” –Gil de Biedma dixit- fue el que entonces unió a la CNT-FAI y a la Guardia Civil leal a la República en el victorioso asalto al cuartel de las Atarazanas, donde se habían hecho fuertes los golpistas.
Así nació la Columna Durruti, un grupo de milicianos voluntarios que partiría a combatir a los facciosos en los frentes de Aragón, a la par que animaba a sus campesinos pobres a administrar en común las tierras de los duques y marqueses. Fue un verano intenso, de luz y sangre, de esperanza y traición, pero, como bien dice Enzensberger, fue un verano breve. En el otoño de 1936 las tropas de Franco emprendieron el asalto directo a Madrid, la capital de la II República. Pensaban que Madrid caería en un santiamén y también lo pensaba el Gobierno de Largo Caballero, que huyó en dirección a Valencia, dejándole al general Miaja la ingrata tarea de rendir la plaza. Pero Miaja dijo que no pensaba rendirse, el pueblo de Madrid le secundó al grito de “¡No pasarán!” y se produjo otro milagro.
Una muerte controvertida
A comienzos de noviembre, la Columna Durruti llegó a Madrid procedente de Aragón. En apenas un trimestre, su jefe se había convertido en un buen soldado. Sin renunciar a sus principios libertarios ni a la idea de aunar guerra y revolución social, había aprendido la necesidad de actuar con unidad y disciplina una vez tomada democráticamente una decisión, algo que en la capital también le había ocurrido al albañil anarquista Cipriano Mera. Durruti, el antiguo pistolero, había desarrollado asimismo una visión amplia y lúcida del conflicto español. “Yo no espero ayuda de nadie”, le decía al corresponsal del Toronto Star que le preguntaba sobre un posible socorro internacional a la causa republicana española que nunca llegaría. Y a sus milicianos les explicaba: “Cataluña se defiende ahora en Madrid”.
La última filmación que nos queda de Durruti la hicieron unos reporteros soviéticos el 19 de noviembre de 1936 en las cercanías del frente de la Ciudad Universitaria. Se le ve tranquilo, resuelto y sonriente, con una gorra y una cazadora, ambas de cuero. Poco después resultaría alcanzado por una bala frente al Hospital Clínico, donde se libraban feroces combates contra los legionarios y los mercenarios rifeños de Franco. Trasladado al Hotel Ritz, incautado por los anarquistas para convertirlo en hospital de sangre de sus milicianos, Durruti fallecería en la madrugada del día 20. Según Dan Kurzman (El asedio de Madrid, Planeta, 2006) y otros historiadores, sus últimas palabras fueron antiburocráticas: “Demasiados comités…”.
Han pasado más de ocho décadas y la muerte de Durruti sigue siendo uno de los grandes misterios de la Guerra Civil. Oficialmente, fue alcanzado por el certero disparo de un francotirador faccioso parapetado en el Clínico. Pero esa versión no cuadra con el hecho de que la quemadura de su cazadora fuera la de un balazo a quemarropa. Los comunistas, que odiaban a los anarquistas, difundieron el rumor de que había sido asesinado por uno de sus hombres al que le reprochaba su cobardía. Los anarquistas, que temían a los comunistas, pensaron que había sido víctima de un atentado estalinista.
En 2010 Pedro de Paz publicó una novela titulada El hombre que mató a Durruti, en la que repasa las teorías sobre el suceso. De Paz considera que la más verosímil es la del accidente. Durruti habría sido alcanzado por el disparo de un subfusil Schmeisser MP-28 –un arma a la que los republicanos llamarían naranjero a partir de 1937, cuando empezara a copiarse en Valencia- que habría caído al suelo o habría golpeado contra el estribo en el momento en que Durruti estaba subiendo a su automóvil. Ese naranjero sería el de uno de sus acompañantes, ya que el líder anarquista sólo llevaba una pistola ese día. ¿Por qué no se contó la verdad? De Paz da dos explicaciones plausibles. Una es que se trataba de una muerte estúpida, poco heroica para un jefe miliciano cuya llegada a Madrid había despertado tantas esperanzas. Otra es que no se podía desmoralizar a los partidarios de la República confesándoles que las armas que tenían eran una calamidad. El Schmeisser MP-28 era un subfusil robusto y capaz de dispararle al enemigo un chorro de balas en el asalto o la defensa de una posición. Pero también era muy peligroso. No tenía seguro de transporte y su percutor se disparaba con cualquier cosa una vez montado.
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El general Miaja fue a recogerse ante el cadáver de Durruti cuando aún estaba en el Ritz. Lloró. Luego, colocó su retrato en un lugar prominente de su despacho en el ministerio de la Guerra, en Cibeles. El entierro en Barcelona, el 23 de noviembre, fue el más multitudinario de los celebrados en esa ciudad en todo el siglo XX. Medio millón de personas acompañaron sus restos hasta el cementerio de Montjuic ondeando banderas rojinegras y cantando Hijos del pueblo y A las barricadas. Muchos de aquellos hombres y mujeres no podían reprimir el sentimiento de que con la muerte de Durruti comenzaba el ocaso de la España libertaria y con él el de la España republicana.
*Este artículo está publicado en el número de abril de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí
De todas las historias protagonizadas por Buenaventura Durruti, una de las que más me gustan es la que cuenta aquella vez, a comienzos de 1936, en que unos obreros anarquistas de Barcelona fueron a su pisito del barrio de Sants a consultarle algo y se lo encontraron en la cocina, haciendo la cena para él, su compañera, la francesa Émilienne Morin, y la pequeña Colette, la hija de la pareja. La anécdota corrió como la pólvora por los ambientes libertarios españoles, contada unas veces con tintes elogiosos y otras desaprobadores. Los anarquistas eran los más avanzados para su época a la hora de reivindicar la igualdad de derechos y deberes entre hombres y mujeres, pero aun así no pocos de ellos encontraban raro que, compartiendo su vida con Émilienne, el recio y viril Durruti se ocupara de las faenas domésticas. Le preguntaron al respecto más de una vez al propio Durruti y esta es la respuesta que daba: “Cuando mi mujer va a trabajar, yo limpio la casa, hago las camas y preparo la comida. Además, baño a la niña y la visto. Si crees que un anarquista tiene que estar metido en un bar o un café mientras su mujer trabaja, es que no has comprendido nada.”