Los grandes señores no comparten información

Violenta protesta  estudiantil por la muerte de un compañero en Chilpacingo (Estado de Guerrero, México) en marzo de 2024.

José Antonio Guardiola

Tarde de domingo en el ocaso del verano mexicano. En un grupo de guasap compartido con periodistas del Estado de Guerrero alguien sube una fotografía de una cabeza, separada de su cuerpo y descansada sobre el techo de un todo terreno. Un reportero revela que se trata del alcalde de Chilpancingo, la capital del Estado. El rostro está desfigurado, con los pómulos hinchados. La fotografía no reproduce fielmente el recuerdo que tengo de la cara de Alejandro Arcos, a quien conocí y llegué a apreciar solo unos meses antes, a finales de mayo de 2024.

¿A quién llamo para confirmar oficialmente que se trata del alcalde? La anterior alcaldesa se tuvo que alejar de los focos de la política al publicarse fotos en las que comparte almuerzo y amena charla con el líder del grupo criminal Los Ardillos, los principales sospechosos del homicidio de Arcos. La descarto. A la gobernadora de Guerrero los compañeros le recriminan su pasividad ante la crítica situación de seguridad que viven. Días después no fue capaz de acudir al funeral por Arcos. La descarto. 

Recurro a un cura, de esos que entienden su compromiso con la comunidad más allá del altar y los padrenuestros, una persona dispuesta a “bajar a los infiernos con tal de rescatar un alma”. La frase no es mía, me la propinó él mismo hace meses cuando le pregunté qué lleva a un sacerdote a negociar un acuerdo de paz entre dos grupos narcos rivales. El sacerdote me da la respuesta que buscaba, aunque no deseaba. Sí, se trata de Alejandro Arcos.

Se podría pensar que el paisaje idílico para un reportero es ese lugar en que los poderosos no obstaculizan el trabajo, en el que nadie se apropia el privilegio de conceder acreditaciones, o de permitir el cruce de fronteras o controles policiales. 

Cuando no hay fuentes oficiales

En noviembre de 2001, dos meses después del ataque a las torres gemelas de Nueva York, disfruté por unos días en Afganistán de ese Shangri La del reportero. Después de un día de viaje loco por las curvas que serpentean el Khyber Pass llegué desde Peshawar (Pakistán), escoltado por un puñado de mujaidines, a la ciudad afgana de Jalalabad, desde la que aún se les podía seguir el rastro a los talibanes y sus aliados de Al Qaeda, encabezados por Osama bin Laden.

Durante días, nadie controlaba a nadie. Con el equipo de Televisión Española entré en laboratorios de armas químicas (bastante cutres, por cierto), en prisiones hacinadas de guerrilleros islamistas radicales y malencarados, en campos de entrenamiento… Incluso accedí a la mansión amurallada (bastante cutre, también) en la que había vivido hasta unos días u horas antes el perseguido Osama bin Laden. Disfruté de este oficio como nunca. No había tropas internacionales ni agentes de la CIA y los mujaidines nos ignoraban porque les cegaban sus luchas intestinas. 

Hasta un día en el que lamenté la inexistencia de lo que llamamos fuentes oficiales.

El 19 de noviembre partió de Jalalabad una caravana de coches destartalados con decenas de reporteros en busca de nuevas aventuras en Kabul, la capital. Unas horas después regresaron a Jalalabad todos menos cuatro. Entre los que no volvieron, mi apreciado Julio Fuentes. Pasaron las horas y seguíamos sin noticias de Julio. ¿Cómo confirmar su muerte? Curiosamente, la misma pregunta que me he hecho 24 años después en México por el asesinato del alcalde de Chilpancingo.

Para estos casos, el reporterismo solo deja una opción: informar de la muerte de Julio en el momento en que reconozca su cadáver. Ni un minuto antes. Y así fue.

Las fuentes oficiales, denostadas y con razón en numerosas ocasiones, son parte intrínseca del corpus del periodismo. Cuando la democracia estaba habitada por seres humanos ventajistas, pero nunca mentirosos, la fuente oficial era el santo y seña de que una información no iba muy desencaminada. 

El poder no es malo por naturaleza, lo ensucia quien lo ejerce y es cierto que cada vez se embarra más. Debemos distinguir, por tanto, entre el poderoso que pretende que prevalezca su versión, pero no la falsea, de quien tritura y manosea la verdad, en ocasiones con evidentes agravios a la inteligencia humana. A 3.000 kilómetros al noreste de la ciudad en la que escribo estas líneas habita desde el 20 de enero pasado el maestro de este engaño global.

Por esta usurpación torticera del relato que han hecho unos y otros, de supuestas izquierdas y presuntas derechas, es por lo que creo llegado el momento de renunciar a uno de los principios que me han acompañado desde los tiempos de la facultad. Nunca le reconocí apellidos al periodismo. Por qué alabar el periodismo bueno, cuando todo periodismo debe ser bueno. Por qué denostar el periodismo malo si eso no es periodismo. Hoy, entre tanta confusión, debemos salvar el buen nombre de este oficio, aunque sea adjetivando su ejercicio.

Es momento de distinguir entre el periodista que trabaja con una honesta subjetividad (la vida empuja a todo ser humano a contemplar la realidad con una mirada propia y por lo tanto subjetiva) de quien lo hace para satisfacer intereses bastardos.

Si el poder, los poderosos y sus voceros, se encastilla en la ignorancia de no distinguir entre la honestidad y la indecencia; si teme a los periodistas por igual, sin importar su apellido, le hará un pésimo favor a la democracia hasta el punto de ponerla en riesgo de inanición. Detecto, entre tanto mediactivista o youtuber de pacotilla, un enrocamiento general ante el pacto histórico que ha marcado la relación entre los periodistas y las fuentes oficiales: te cuento mi verdad, pero no te engaño.

Al menos en el mundo en el que me muevo, cada vez se comparte menos información de contexto, de la que ayuda a explicar a las audiencias lo más intrínseco de una noticia. Ese vacío de información solo beneficia a quienes calumnian y mienten porque quienes están –estamos– para contradecir con información rigurosa sentimos el vacío de las fuentes oficiales y de los siempre enriquecedores off the record.

Si los gobiernos que aún no han caído en la trampa del populismo cortoplacista no abren las puertas de su conocimiento a los periodistas que solo aspiran a ser los transistores de una sociedad bien informada, habrá ganado la mentira y habrá caído parte del muro que protege a las democracias de las calumnias.

Señores poderosos: compartan información para combatir la desinformación.

He sufrido el desprecio al periodismo independiente en Venezuela y en Zimbabue; en Israel y en Nicaragua. De Guinea Ecuatorial me expulsaron por contar lo que veía y de Irán me invitaron a tomar un avión de regreso por intentar ver lo que no pude contar. La Serbia de Slobodan Milosevic me impidió entrar porque mis ojos eran demasiado curiosos y hay decenas de países en los que me han negado el visado de entrada solo por si acaso, pero me niego a imaginar que Estados Unidos pueda estar algún día en esta lista. 

En la vorágine de órdenes ejecutivas que firmó Donald Trump en sus primeros días en la Casa Blanca había una titulada Restaurar la libertad de expresión y terminar con la censura federal. Bello nombre para un texto que, según el analista de Reporteros Sin Fronteras en Norteamérica, Clayton Weimers, elimina todo esfuerzo para combatir la desinformación y la propagación de noticias falsas. No extraña cuando el que suscribe la orden se querella contra un medio local simplemente por publicar encuestas que no le son favorables.

Se ha desengrasado esa mecánica que nos obligaba a citar, incluso entre amigos, la fuente de cualquier comentario o noticia. Para gran parte de la sociedad todo vale con tal de que haya aparecido en una pantalla. A este desarme intelectual no se llega en un día.

Moría el siglo XX cuando un comandante del Ejército de Liberación de Kosovo (UÇK) me citó en una cabaña de las montañas que separan Kosovo de Macedonia para explicarme, té mediante, las razones por las que luchaban. 

Despertaba el siglo XXI cuando un aguerrido señor de la guerra del norte de Afganistán me citó en la terminal del aeropuerto de Mazar-i-Sharif, donde tenía su base, para repasar su estrategia y los motivos por los que combatía. La cita fue algo menos placentera que la de Kosovo. Este señor de la guerra tayiko extendió en una mesa estrecha decenas de platos de comida grasienta y dulzona mientras bebía un refresco gaseoso que pasados los minutos comenzó a hacerle efecto en forma de eructos que se estrellaban contra mi nariz. Cada vez que se me ocurría una fórmula elegante de hacerle notar la incorrección de su comportamiento echaba un vistazo al kalashnikov que reposaba sobre sus rodillas y dejaba el atrevimiento para el siguiente eructo. Y así toda la comida.

Hubo un tiempo en que los belicosos, los poderosos, se esforzaban por seducirnos para que, al menos, entendiéramos la razón de su lucha. Ese tiempo murió en la guerra de Irak, cuando los islamistas radicales descubrieron que era mucho más efectivo grabar sus ejecuciones, producirlas con cánticos y efectos visuales y subirlas a Internet para que en las redacciones repicáramos, con mayor o menor criterio, esas barbaridades. Algún listillo del ISIS debió pensar: para qué vamos a seducir a los periodistas si es mejor ejecutarlos. 

Así empezó a agonizar nuestro rol de intermediario entre el hecho noticioso y la sociedad. El periodista (bueno) es un personaje incómodo, desagradable, impertinente… Para quienes creen en democracias orwellianas es mucho mejor poseer una red social global sin verificación ni contextualización, capaz de ganar elecciones a golpe de mensaje. Elon Musk lo sabe mejor que nadie y Mark Zuckerberg se ha revelado como alumno aventajado.

Seguimiento crítico e independiente

Desde hace un puñado de meses se detectan síntomas en Estados Unidos que invitan a pensar que se resquebraja la arquitectura que sostuvo la dignidad del (buen) periodismo durante el primer mandato de Donald Trump. Llamó la atención que The Washington Post (medio propiedad de Jeff Bezos, uno de los nuevos mejores amigos del magnate) no recomendara el voto por ningún candidato, rompiendo así una tradición de decenios. El propio exdirector, Martin Baron, lo calificó de cobardía. Sorprendió también la salida de Univisión del presentador estrella Jorge Ramos, reportero despreciado por Trump. E indignó la despedida de CNN de Jim Acosta, otro que tuvo un rifirrafe con Trump, con un mensaje demoledor en sus redes sociales: “El programa de hoy fue mi último en CNN. Mi mensaje de cierre: nunca es un buen momento para doblegarse ante un tirano… No cedas ante las mentiras. No cedas ante el miedo. Aférrate a la verdad… y a la esperanza”. Quizá por todo esto, Estados Unidos ha caído al puesto 55, de un total de 180, en el ranking anual de Reporteros Sin Fronteras sobre la libertad de prensa en el mundo.

Trump amenaza con enderezar a los periodistas y los primeros en su lista son los que trabajan en las prestigiosas cadenas públicas de radio (NPR) y televisión (PBS). Lo hace porque es muy consciente de que para la sociedad que él quiere esculpir es peligroso contar con un medio que disponga de su código ético, de su libro de estilo y de su equipo de verificación. En el mundo occidental, los medios públicos deben ser el mascarón de proa de la lucha por un periodismo que garantice el debate abierto, la diversidad de opiniones sin caer en el periodismo declarativo, el enriquecimiento intelectual por encima del borreguismo… En definitiva, una herramienta para afianzar la democracia.

En RTVE tenemos un manual de estilo que habría que rejuvenecer, pero que es cristalino a la hora de definir la información política: “El deber de informar sobre la actividad política implica también su seguimiento crítico e independiente. La exigencia de calidad y veracidad obliga a los profesionales de RTVE a resaltar los elementos contradictorios y/o polémicos de la actualidad, denunciar las deficiencias de los servicios públicos y de sus administradores, profundizar en los casos de corrupción cuando los hubiera y contribuir al afianzamiento de una cultura democrática y participativa”. Este texto nos obliga a los informadores e invito a denunciar ante la defensora de la audiencia si en RTVE se ignora esta declaración de intenciones.

Vivo en un país donde el expresidente ha mostrado en pantalla gigante lo que supuestamente ganaban algunos periodistas. Vivo en un país en el que cada semana el mandatario reía los insultos que profería una empleada a algunos periodistas en las Mañaneras, una suerte de conferencias de prensa matinales. Vivo en un país donde Andrés Manuel López Obrador ha llegado a publicitar el número de teléfono de una corresponsal por estar en desacuerdo con lo que publica. Sobre el noble oficio de reportero en este país no caben bromas ni insultos. 

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Durante el sexenio de López Obrador han caído asesinados 47 periodistas, según la prestigiosa Artículo 19. Afortunadamente, todo eso ha cambiado con Claudia Sheinbaum, aunque sigo sin entender cómo fue capaz de referirse al brutal asesinato de Alejandro Arcos como un “lamentable suceso”. Actitudes agresivas contra los periodistas como las de Trump o López Obrador solo engordan a aquellos que quieren laminar la libertad de prensa.

Vivo ahora, según RSF, en el tercer país más peligroso del mundo para periodistas, después de Palestina y Pakistán, y estremece mantener estos debates sobre la ética profesional, sobre el recto uso de las fuentes oficiales o sobre los riesgos a los que se enfrenta el oficio con compañeros amenazados. Amenazados no por la censura de su jefe o por la presión de empresas o gobiernos. Amenazados de verdad. Amigos de Guerrero o Baja California a los que el narco o el crimen organizado les ha enviado mensajes inequívocos. Los mismos que en su día recibió el alcalde de Chilpancingo, Alejandro Arcos.

*José Antonio Guardiola es reportero. Corresponsal de TVE en México y director del Máster de Reporterismo Internacional (RTVEin/UAH).

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