Lo indecible en las 'Suites a violoncello solo senza basso'

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Ramón Andrés

Las Suites a violoncello solo senza basso (BWV 1007-1012) de Johann Sebastian Bach bien podemos entenderlas como una meditación, también como una hazaña de la capacidad especulativa del ser humano, en este caso la de un compositor todavía joven en el momento de la escritura de las suites que conforman un prodigioso cuaderno, datado entre 1720 y 1721, cuya copia manuscrita, la única que ha llegado a nosotros, es obra de su segunda esposa Anna Magdalena Bach.

Las obras que proceden del silencio, las que hallan su raíz en lo desconocido, en lo todavía no nombrado, forman parte de un tiempo que no fluye en el tiempo, o, por decirlo así: carecen de él, pertenecen a un lugar siempre previo, no fijado en dimensión alguna. Es aquel espacio no creado del Maestro Eckhart, lo formalmente indecible, si seguimos a Kurt Gödel en su comentario a los Principia mathematica. Este podría ser el punto de partida para explicar la esencia de una escritura musical nueva, radicalmente distinta, llevada a cabo por un músico que, al llegar a Köthen en 1717, contaba apenas treinta y dos años. Quizá fue en esa misma fecha cuando dio comienzo a las Suites a violoncello solo.

Para entonces ya había conocido la adversidad, la dura situación de una vida familiar ensombrecida por la constante presencia de la muerte. Es en 1720 cuando fallece su primera esposa Maria Barbara, a los treinta y seis años. Köthen no es tan sólo luminosidad, sino también tiniebla. Al entrar al servicio del príncipe Leopold de Anthalt-Köthen había dejado atrás un pequeño cargo musical en Weimar, además de dos plazas de organista, primero en Arnstadt, después en Mühlhausen. Regresará a la mencionada Weimar, donde será nombrado maestro de órgano y músico de cámara de los Duques Wilhelm Ernst y Ernst August. Pasado el tiempo, no mucho, tendrá la oportunidad de acceder al puesto de Konzertmeister en dicha ciudad. Hasta entonces, música organística cultivada bajo el erudito y complejo contrapunto del norte alemán, un lenguaje antiguo e innovador al mismo tiempo, rehilado de armonías audaces, insólitas, nacidas de relaciones contrapuntísticas no menos inverosímiles. Un mundo de prismas sonoros, de figuras geométricas que giran en el espacio, de reflejos y refracciones sustentados sobre lo que su contemporáneo Leibniz creía una armonía preestablecida. Es su universo de aquellos años, alentado por la mudanza de un pensamiento en continua transformación, microcosmos que se disgrega como las mónadas leibnizianas, ahora en la música de Dietrich Buxtehude, en la de Johann Kuhnau y Johann Adam Reinken, que muy bien podrían acompañar el movimiento ondulante de las esculturas de Richard Serra.

El violoncelo, en el siglo XVII, es empleado sobre todo como un elemento acompañante, se conforma con ser la sombra de lo que se oye allá arriba, en las regiones altas donde suenan los violines y el canto, los oboes, las flautas. Y, pese a ello, los músicos empiezan a descubrir su valor, presienten que también puede extraerse riqueza de lo que no está arriba. Los más inquietos han empezado a examinar qué puede hacerse con este ejemplar de caja armónica grande, cuya dinámica y carácter le permiten ir con diligencia y naturalidad de los acentos más solitarios y melancólicos a la exaltación, al entusiasmo; le es dado recorrer, como a pocos instrumentos, este pedregoso camino del ánimo en apenas un compás. Es versátil y cambiante como lo es la forma de una nube.

Ideas sin precedentes

Domenico Gabrielli reunió en torno a 1686 unos Ricercate per violoncello solo, una novedad en aquel entonces. De hecho, este maestro boloñés fue el primer virtuoso que instó a fijarse en el violone, que difería en tantas cosas de la viola da gamba. Mundos dispares, ventanas que daban a paisajes diferentes: una, abierta al otoño; otra, a la primavera. Otro devoto del violoncelo, Giovanni Battista Degli Antonii, escribió en torno a 1687 unas Ricercate sopra il violoncello o clavicembalo. Por otra parte, Domenico Galli, no sólo le dedicó un Trattenimento musicale sopra il violoncello a solo en 1691, sino que se entregó, como luthier que era, a fabricarlo y también a ser su intérprete, y lo fue extraordinario. Llegará, asimismo, Giuseppe Maria Jacchini, otro boloñés, discípulo de Gabrielli, que vino a engrandecer a este basso di violino.

Sin embargo, estas tentativas italianas correspondían a la creación de una música ceñida al solo discurso de una concepción melódica, tan propio de un arte barroco cimentado sobre el basso continuo. Es lo que sucede, salvando las distancias, y en correspondencia con su género, en los bellos Concerti per violoncello de Antonio Vivaldi. Pero no, el solitario Bach, al que no sólo le inspira la línea recta y piensa en las formas como móviles que flotan en el aire, está dibujando otro lenguaje, llevado por el deseo de decir o desvelar un mundo todavía ignorado. Mientras está en su estudio de Köthen, mientras pasea por los jardines de palacio, regentado por un príncipe Leopold que se acercaba a los primeros anhelos, no explícitos todavía, de lo que en unas décadas establecerá el pensamiento ilustrado, Bach se detiene a elaborar unas ideas que hoy diríamos de vanguardia, sin precedentes. Además, es la primera vez, y esto es importante, que no está sujeto al servicio de la música eclesiástica. Leopold, bien al contrario, es un espíritu laico, contemporáneo del racionalismo de Christian Wolff. Es afecto al repertorio profano.

Siendo así, es revelador que una parte de su música instrumental y concertante date de aquellos años, inexplicables por lo prodigiosos, transcurridos entre el mencionado 1717 y abril de 1723. Nunca hasta entonces había podido emplearse por entero en la creación de conceptos nuevos, se le había presentado la ocasión, ahora sí, y única sin duda, de inventar según las exigencias de su imaginación sin par. Las partituras para violoncello solo obedecen a esa libertad tan primordial para una inteligencia que no cesa de indagar, que pregunta y vuelve a preguntar, tal es el caso de Bach.

Asombra que de los años de Köthen, una ciudad situada a unos sesenta kilómetros de Magdeburgo, hacia el sur, procedan también las Sei sonate a violino senza basso accompagnato, las Sonatas para viola da gamba y clave, las primeras Sonatas para violín y continuo cuyos primeros ejemplos pueden señalarse en los últimos tiempos al servicio de Anahalt-Köthen, así como diversas obras para traverso, los Conciertos para violín, los Conciertos de Brandemburgo, las Suites inglesas y las Suites francesas, el Libro I de El clave bien temperado, la primera versión de la Fantasía cromática y fuga en re menor. Nos detenemos, sobrecoge seguir con la enumeración de tan milagrosa producción escrita en poco más de un lustro. Es algo inaudito, en su verdadero sentido etimológico, como inauditas son las Suites a violoncello solo senza basso.

Es cierto que el lenguaje de estas suites es menos audaz y refinado que el que podemos encontrar en las obras dedicadas al violín solo, pero debemos tener en cuenta, y esto no es menor, que los antecedentes del violoncelo eran mucho más humildes que los del instrumento soprano de la familia, y que, además, la técnica de este gran basso di violino estaba mucho menos avanzada. Esto no impide, sin embargo, que las suites violoncelísticas bachianas cuenten con un grado de experimentación único en su terreno y que respondan a un ejercicio de depuración máxima y de abstracción sostenida a lo largo de toda la serie del cuaderno. Se diría que ciertas formas devienen sentencias, aforismos metafísicos hechos de música pura.

Se ha conjeturado que estas páginas responden a un intento, si podemos decirlo así, de mezcla o adaptación del estilo de la escritura de la viola da gamba y la propia del violoncelo, quizá como material inspirado por el que fuera un gran violagambista y violoncelista, Christian Ferdinand Abel, apenas tres años mayor que su buen amigo Johann Sebastian, y que había llegado a Köthen en torno a 1715. Allí Bach pudo trabajar también con otro virtuoso de violoncelo, Christian Bernhard Lünecke (a veces Linigke), que se sugiere fue el primero en interpretar las suites. Se ha apuntado que tanto Abel como Lünecke fueron quienes le mostraron las partituras de aquellos maestros boloñeses del XVII. No sabemos si fue así, pero, conociéndolo, podemos estar seguros de que su mente especulativa, obsesiva a veces, dio con la insólita novedad de unas páginas que encierran la poética musical que siempre le fue grata: la densidad polifónica de Alemania, la melodía y la pulsión rítmica italiana, la inspiración y ornamentación de una escuela francesa que siempre le subyugó.

En las Suites a violoncello solo conviven estos mundos, son muy visibles, dispuestos de manera magistral en un firmamento donde las relaciones polifónicas más sorprendentes, junto a la idea lineal de la música, crean una nueva bóveda celeste llena de cambios armónicos, de acordes complejos que entregan el sonido a una verticalidad que tiene algo de abismo. En cada compás se encierra una pregunta, a veces una respuesta, nada es en vano. Claude Debussy dejó escrito que aquello que emociona en la música de Bach no es la melodía, sino su curva. Esto puede asimismo aplicarse a esta suma de conocimiento que suponen las Suites.

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Modernas siempre por su capacidad de neutralizar el tiempo, y no menos por el lenguaje que no deja de proponer cuestiones que seguro gustarían a Wittgenstein, resultan piezas maestras que cuentan con la capacidad de metamorfosearse de continuo en nuestra imaginación, sus mudanzas vienen de muy lejos, pero están aquí, justo aquí, a nuestro lado, oyentes del siglo XXI, autónoma pero “infinitamente necesitada de nosotros”, como Rilke se refería a la música. Duración de una profunda conciencia que pervive en un cuaderno de seis suites capaces de mostrarnos las más opuestas dimensiones de la existencia, nuestro devenir en la complejidad del tiempo y el espacio. Mientras suenan, lo entendemos todo de nosotros.

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*Ramón Andrés (Pamplona, 1955) es ensayista y poeta, autor de ‘Filosofía y consuelo de la música’ (Acantilado).

Las Suites a violoncello solo senza basso (BWV 1007-1012) de Johann Sebastian Bach bien podemos entenderlas como una meditación, también como una hazaña de la capacidad especulativa del ser humano, en este caso la de un compositor todavía joven en el momento de la escritura de las suites que conforman un prodigioso cuaderno, datado entre 1720 y 1721, cuya copia manuscrita, la única que ha llegado a nosotros, es obra de su segunda esposa Anna Magdalena Bach.

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