La vida moderna, tan generosa en engaños como ávidos se muestran quienes la habitan por caer en ellos, ha querido convencernos de que el Centro Comercial es el nuevo templo del ocio. Empeño inútil, pues son muchos los que se resisten a ese embaucamiento. Es el caso de Sabino Carbajosa, siete años guardia jurado en uno de ellos y autor de un libro desmitificador sobre el asunto que, aunque sin valores literarios que reseñar, sí atesora la autenticidad de alguien que ha sido testigo y notario del horror que esconde la falsa placidez de las grandes superficies.
La obra, Divina Tragedia –ya hemos dicho que no la adorna ninguna excelencia ni voluntad alguna de sofisticación–, es claramente un remedo de la Divina Comedia de Dante, lo que Carbajosa propone al lector no es otra cosa que un viaje al infierno, sólo que en lugar de los círculos concéntricos con los que el florentino describía/organizaba el cono invertido que en su imaginación albergaba el Averno, aquí se transforma en un dramático recorrido por la habitual topografía en abanico peculiar de estas galerías comerciales, donde los distintos establecimientos van rodeando en varias plantas un mismo espacio central.
No quedan ahí las similitudes; si en la Divina Comedia es el poeta latino Virgilio quien acude a guiar a Dante en su periplo ultramundano, Carbajosa va a contar con la compañía de otro personaje de ascendencia italiana y emparentado con el universo en el que se desarrolla la acción no solo por su relación con el mundo de la moda sino también por su fantasmal existencia: Emidio Tucci.
Juntos irán visitando en infernales singladuras los distintos espacios en los que expían sus culpas quienes se apartaron de la virtud, como aquellos cuyas almas fueron conquistadas por la lujuria, que en la obra de Carbajosa aparecen apiñados en un espacio que acoge a franquicias de Intimissimi, Women’secret y el departamento de ropa interior masculina de Calvin Klein. Un lugar en el que la visión de bellos cuerpos semidesnudos no logra abstraernos del pavor que provocan los gritos y lamentos provocados por un doble sufrir: el de aquellos que, avivada su impaciencia por el deseo, sufren eternamente esperando inútilmente que su pareja elija un atuendo definitivo y el de quienes en busca de la prenda que resalte suficientemente su desnudez desesperan porque jamás acaban de conseguirlo. Así, en un puro lamento, y ante el apremio de quienes les esperan se oyen voces femeninas transidas de desesperación: “¡Oh, cruel destino, que me regalas estos preciosos senos y haces imposible conseguir un sostén con el push up que los haría perfectos!”, mientras que, de igual modo, los chicos se quejan amargamente y entre sollozos de que la anchura de la pretina del slip no les resalta adecuadamente los oblicuos. Cuando están a punto de abandonar la sala, la mano de una chica detiene el caminar de Tucci y se produce uno de los momentos más dramáticos de esta primera incursión. La joven, que luce un cuerpo escultural cubierto apenas por un escueto bikini de croché pregunta atormentada :“Emidio, ¿me ves gorda?”, a lo que Emidio, inclemente, responde: “Gorda no, pero te vendría bien reafirmar los glúteos con un poco de crossfit, guapa”. Al grito desgarrador de la muchacha se une el de cientos más que como ella se sienten también objeto de la crítica, mientras al fondo un joven que no encuentra ropa interior de su gusto intenta ahorcarse con un cinturón de Versace.
Tucci y Carbajosa prosiguen su viaje y, al igual que Virgilio y Dante en la Divina Comedia, van accediendo a otros recintos en los que contemplan el penoso e inacabable presente de quienes en el pasado no acomodaron sus vidas a los preceptos cristianos. Así ocurre con aquellos que se entregaron a la gula y que, prisioneros en un Cien Montaditos, desfallecen víctimas de un hambre insaciable excitada por la prometida abundancia de una carta que incluye manjares deliciosos acompañados de exóticas salsas, pero que, finalmente, acaba convirtiéndose en un martirio, pues a la lentitud insufrible de la cocina se suma el que elijan lo que elijan de esa centena de variadísimo menú les es servido siempre un número noventa y dos: vegetal de zanahoria, lechuga y tomate. Salvo que pidan un noventa y dos en cuyo caso un camarero les responde con una mefistofélica sonrisa: “Se nos ha acabado”.
En el fúnebre tránsito de los protagonistas por los distintos recovecos de este tártaro de inspiración consumista se produce también el encuentro con aquellos que en vida no conocieron otro amor que el que les inspiró el dinero: los avaros, que sufren su interminable condena buscando una oportunidad al menor precio en el interior de un Mango Outlet. Vana ilusión, cuando la consiguen y el ansia de poseerla les hace pasar rápidamente por caja, comprueban con gran quebranto que, mientras lo abonaban, el artículo ha bajado de precio.
Un body de lentejuelas
No puede extrañarnos que, como en la Divina Comedia, se produzca también el encuentro del visitante con Beatriz, su amada difunta: en el caso de Carbajosa un amor de juventud interrumpido tras su fallecimiento por las complicaciones derivadas de un selfi al borde de un precipicio. Pese a la nueva semejanza, es a partir de este momento cuando la obra más se distancia de su inspiración dantesca. En la relación con la Beatriz de nuestro autor –la ausencia de paladar literario al que nos hemos referido con anterioridad quiere que aquí se la llame Bea– uno adivina un cierto resquemor hacia ella, un malestar larvado fruto sin duda de las normales desavenencias que, indefectiblemente, generan las visitas en pareja a los centros comerciales. De forma que, a partir del encuentro, diríase que el sufrimiento de quienes moran en este infierno pasa a un segundo plano y es la desesperación de Carbajosa la que gana protagonismo.
Lo percibimos cuando Bea, que resulta ser la mejor amiga de Emidio Tucci, muestra a este un body de lentejuelas que acaba de comprar en Bershka. Carbajosa, que sabe del carácter indeciso de Bea y ve venir la tragedia, se apresura en afirmar que la prenda le parece maravillosa, pero a Emidio no le acaba de convencer y, tal como temía Carbajosa, Bea decide devolverlo.
En Bershka, como parte del castigo al que la divina providencia somete a los allí confinados, la música suena a un volumen tal que convierte en proeza cualquier conversación. Aun así, Bea convence a Carbajosa de que sea él el que se encargue de la devolución mientras ella y Emidio se acercan a ver unas licras de leopardo que al italiano le parecen creadas para ella. No nos detendremos en detallar la desesperación de Carbajosa cuando, tras un par de horas haciendo cola, accede a la caja solo para constatar que al haber sido el artículo abonado con la tarjeta de Bea es necesaria la presentación de ésta para hacer efectiva la devolución. Tampoco hace falta insistir en el desánimo en que cae al perder el turno de cola para acudir en busca de Bea hasta que, al fin, tras una nueva espera logra finalmente, con la garganta en carne viva por el esfuerzo para hacerse entender por la cajera, devolver la prenda.
Carbajosa vuelve a encontrarse con Bea y Emidio y comprueba que al grupo se ha unido otro italiano, Massimo Dutti. Se produce entonces el único momento en el que Carbajosa supera a Dante, su infierno nos parece más cruel, más inhumano y atroz que el del italiano. Un inconmensurable horror se extiende ante el lector cuando Emidio y Massimo, que resultan ser pareja y acaban de comprarse un apartamento, piden a Bea y a Carbajosa que los acompañen a Ikea a elegir el mobiliario.
No hay en toda la literatura universal expedición que cause mayor espanto, que provoque tormento mayor en un lector que ese amargo deambular de Carbajosa por Ikea, con parada obligada en todos los departamentos porque como explica Massimo “es que no tenemos nada, nada”. Especialmente penoso es el pasaje en el que, tras veinte minutos de ponderación sobre los pros y contras de un sacacorchos, finalmente deciden no comprarlo porque Emidio recuerda que ha visto en la web de Habitat “uno chulísimo”.
Sin embargo, posiblemente el momento más conmovedor sea aquel en el que la elección de unas cortinas produce una enorme desavenencia entre Emidio y Massimo y Carbajosa, a instancias de Bea, se ve obligado a mediar y convencer a Emidio de las virtudes combinatorias del azul bígaro, un color que diez minutos antes ignoraba que existiera. Ocurre justo antes de pasar por caja, donde Bea sugiere a sus amigos que no hace falta que contraten el montaje y en un bello acto de generosidad vicaria les dice que Carbajosa se encargará de hacerlo.
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Divina Tragedia guarda aún una última sorpresa que abunda en la congoja del protagonista: Carbajosa pide pasar un momento por Leroy Merlin para comprar unos pernos de anclaje que necesita, pero Bea, Emidio y Massimo, incapaces de compasión alguna, se niegan porque, aseguran, “se les ha hecho tardísimo y va a cerrar Primark”.
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Miguel Sánchez-Romero es guionista.
La vida moderna, tan generosa en engaños como ávidos se muestran quienes la habitan por caer en ellos, ha querido convencernos de que el Centro Comercial es el nuevo templo del ocio. Empeño inútil, pues son muchos los que se resisten a ese embaucamiento. Es el caso de Sabino Carbajosa, siete años guardia jurado en uno de ellos y autor de un libro desmitificador sobre el asunto que, aunque sin valores literarios que reseñar, sí atesora la autenticidad de alguien que ha sido testigo y notario del horror que esconde la falsa placidez de las grandes superficies.