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La televisión hundida en el subsuelo (resiste)

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Eva Güimil

La televisión ha muerto”. La primera vez que escuché esa frase su sentido era dolorosamente literal. Mi padre la pronunció mientras señalaba la pantalla de una robusta Inter que se mantenía impasible en su oscuridad, a pesar de sus repetidos intentos por sacarla del coma encendiendo y apagando el transformador, el primer periférico de nuestras vidas. El enorme hueco, físico y emocional, que dejó aquella primera tele lo llenó una Philips K-30 “preparada para el futuro”, según su lema; con ella llegaron el color que nos permitió disfrutar el cromatismo de los vestidos de las azafatas del Un, dos, tres y el mando a distancia, un ingenio cuyo funcionamiento contemplábamos extasiados, aunque tan sólo servía para pasar de TVE al UHF. Cada nuevo modelo aportaba avances extraordinarios al electrodoméstico más querido de la casa, el que ejercía de pegamento de las familias y ponía hora, informativos mediante, a las comidas principales; era el sol que miraba el sabio y el dedo al que atendía el necio.

Las siguientes veces que tuve noticia de su supuesta muerte fue en contextos menos literales, más grandilocuentes, apocalípticos y afortunadamente equivocados. Los aparatos de televisión han perdido su carácter totémico, su lugar en la casa fue apartándose del centro; la imagen de la familia al completo sentada frente a ella al modo de Los Simpson, los Bundy o los Alcántara resulta anacrónica, ha desaparecido de muchos hogares y en otros se ha visto sustituida por proyectores. “Ver la tele” ya no significa lo mismo que hace cuarenta años porque podemos pronunciarlo mientras visualizamos sus contenidos en el móvil, la tablet o el ordenador, y las Smart TV ya no son una mera pantalla, sino un centro de ocio. En esos vaivenes hay quien detecta estertores de muerte, aunque apenas sean unas décimas de fiebre. En 2007, la Cumbre de Líderes de Medios Europeos incluyó una sección titulada La muerte de la televisión lineal: ¿exagerada, inminente o simplemente prematura?. En enero de este año Kantar Media ofreció por primera vez datos de consumo audiovisual multiplataforma y la realidad es apabullante: la televisión lineal ocupó el 83,8% del consumo frente al 16,2% del vídeo bajo demanda. La respuesta correcta a la pregunta que se planteó en aquella cumbre es: “simplemente prematura”.

El audiovisual es un sector medroso que ve peligros por doquier, excepto donde están realmente. A principios de 2000 trabajé en una revista destinada a los videoclubs, lo que en perspectiva es como haber vivido en la ladera del Vesubio en el año 79, un entorno plácido sobre el que se cernía sin que lo sospechásemos una amenaza brutal. La posibilidad de acceder por primera vez al contenido que deseábamos, sin vivir sometidos a la dictadura de los programadores televisivos, se consideró el primer gran enemigo de la televisión lineal. Era un mercado que parecía carecer de techo, los negocios familiares convivían con las franquicias y el dinero corría a raudales; todo contribuía a su éxito. Llegó a haber 8.000 videoclubs en España. En aquella revista, junto a los estrenos de las distribuidoras, empezaron a colarse noticias sobre una empresa californiana de alquiler de DVD que de forma pionera los enviaba a casa en un sobre franqueado que permitía devolverlos cómodamente. Al sector le brillaron los ojos ante tal audacia, aquello abría una nueva vía de negocio. La compañía se llamaba Netflix. El magma del Vesubio empezaba a calentarse. Hoy Netflix cuenta con más de 260 millones de suscriptores. El binge watching, los atracones de series de los que fue pionera y que ni siquiera sabíamos que necesitábamos, han cambiado la manera de consumir televisión y la plataforma se ha colado hasta en los intereses de Tinder, al lado de “tour gastronómico” y “salir a bailar”, porque “ver Netflix” se considera más que consumir minutos televisivos: define un estilo de vida, o al menos eso consideran los solteros que lo seleccionan. Hoy apenas quedan trescientos videoclubs en España, el fenómeno que iba a acabar con la televisión lineal murió a manos de la televisión a la carta. Y entonces la televisión a la carta se convirtió en el principal enemigo de la televisión lineal a la que todo el mundo parece sospechosamente ansioso por asesinar.

Netflix llegó a España en 2015, y hoy ya hay más de 200 plataformas disponibles, muchas gratuitas, en las que podemos acceder a casi un millón de programas. Según datos de Kantar Media, en 2022 había al menos una plataforma en 12,4 millones de hogares españoles. Las plataformas consiguieron demostrar en tiempo récord que era posible normalizar el pago por contenidos, que a pesar de haber abrazado con entusiasmo la piratería, estábamos dispuestos a pagar por estrenos de calidad —o por ver reposiciones de Aquí no hay quien viva y Mentes criminales—, la lista de series más vistas siempre depara sorpresas. La mayor parte del pastel se la reparten Netflix, Amazon Prime, Max, Disney+, Apple TV, Filmin, SkyShowtime y Movistar+, demasiados comensales para una tarta que no da más de sí; al menos eso es lo que dejan traslucir fusiones como la de Warner Bros y Discovery HBO Max y la que se avecina entre Max, Disney+ y Hulu. Las fusiones son un síntoma obvio de que aunque el número de suscriptores se incrementa, el Vesubio empieza a humear. Un escenario que difícilmente imaginaba Reed Hastings, CEO de Netflix, cuando en 2015 arremetió contra la televisión tal como la conocíamos. “En 2030 la televisión tradicional probablemente habrá muerto”, profetizó. “Es como un caballo. Ya sabes, los caballos estaban bien... hasta que llegaron los coches”. A falta de seis años para que caiga el último grano de arena en el reloj de la profecía de Reed Hastings, CEO de Netflix, la televisión no sólo ha sobrevivido a las plataformas, sino que les marca el camino a seguir.

Para evitar la fuga de suscriptores que implican sus cada vez más habituales subidas de precio, las plataformas llevan tiempo lanzando versiones más baratas que incluyen publicidad, un movimiento que en 2022 llevó a Atresmedia a celebrar el Día de la Televisión con una lona en Madrid en la que podía leerse “Este es un mensaje de Atresmedia Televisión para todos los que aseguraban que no emitirían nunca publicidad: ¡Bienvenidos a la tele!”. A las primeras de cambio, las plataformas renunciaban a uno de sus principales atractivos, la emisión sin molestas interrupciones publicitarias. Las fronteras también se van diluyendo en cuanto a los contenidos, se siguen produciendo series majestuosas gracias a presupuestos con los que sólo puede soñar Hollywood, véanse Los anillos de poder o The last of us, pero casi todas las plataformas tienen ya entre sus contenidos realities, uno de los productos más denostados de la televisión lineal. Cuando nos enamoramos de ficciones sofisticadas como House of cards y Orange is the new black, no imaginamos que Netflix acabaría albergando Soy Georgina y convirtiéndose en refugio de los desahuciados colaboradores de Sálvame.

Si había una diferencia clara entre el nuevo modelo de consumo televisivo que proponían las plataformas en sus inicios frente a la televisión tradicional era su capacidad para permitirnos disfrutar de sus emisiones en cualquier momento, al ritmo que deseásemos y sin recurrir a grabaciones que nunca se sincronizaban correctamente. Hace apenas un año, el por entonces director de contenidos de RTVE, José Pablo López, se preguntaba en El País Semanal si un joven de hoy se sentaría a esperar que llegasen las diez de la mañana para ver La bola de cristal, uno de los programas más emblemáticos de los ochenta. “Obviamente, no”, se respondía. “Si adoptamos un contenido así, habría que distribuirlo en digital”. El 4 de marzo de 2023, en otro de esos movimientos que siguen desdibujando los márgenes entre las plataformas y la televisión lineal, Netflix emitió por primera vez un contenido en directo, el estreno de un especial del cómico Chris Rock, anunciado además con una cuenta atrás como si ya no fuésemos capaces de recordar que los programas tienen una hora de emisión concreta. A finales de 2023, Amazon Prime le demostró a López que un joven sí se sentaría a ver el programa de Lolo Rico porque muchos miles de jóvenes esperaban que llegasen las diez de la noche para ver Operación Triunfo, una de las apuestas más arriesgadas de la compañía de Jeff Bezos. No era el primer talent que estrenaba una plataforma. Los talent show y los realities son géneros baratos, fáciles de producir y muy atractivos para los más jóvenes, ese segmento tan ansiado por los anunciantes. Tal vez si propuestas tan interesantes como Traitors no lograron más relevancia y ni soñaron con acercarse a las cifras que lograría OT es porque fueron fieles a las reglas que les habían hecho creerse la alternativa a la televisión lineal: ofrecer todo el contenido de golpe para que cada uno elija cuándo lo consume. Obviaban que la mejor parte de la telerrealidad es convertirla en una experiencia colectiva, algo que se pierde si temes spoilear o verte spoileado. Una emoción indisociable del deporte, otro de los contenidos más exitosos de la televisión lineal —los diez espacios más vistos en 2023 fueron competiciones deportivas— que han fagocitado las plataformas. Y no sólo las centradas en el deporte. AppleTV+ emite partidos de la MLB de béisbol profesional. Amazon Prime ha desembarcado en la Premier League y en la NFL, Disney+ acaba de adquirir los derechos de la Europa League y la Conference League para los mercados de Dinamarca y Suecia y Max emitirá 3.600 horas de los Juegos Olímpicos de París. Netflix no se ha limitado a comprar; ha innovado y creado la Copa Netflix donde compiten entre sí golfistas del PGA Tour y pilotos de Fórmula 1. De nuevo las plataformas mirándose en el espejo de la moribunda televisión tradicional.

Los gurús que anuncian la muerte de la televisión (en 2019, The New York Times llegó a decir que en el futuro la palabra televisión dejaría de existir y se quedaría “sin referencias. Tan sola e inútil como la palabra betamax o la palabra casete”) señalan como su mayor amenaza los hábitos de visionado de la población más joven. Sin embargo, personalidades tan influyentes entre ese segmento como TheGrefg o Ibai Llanos, con capacidad para lograr financiación para cualquier ocurrencia —recordemos el Mundial de globos de Ibai— han optado por replicar clásicos de la televisión tradicional como el Un, dos, tres de Chicho Ibáñez Serrador y las campanadas de fin de año para las que Ibai reunió a Ramón García y Anne Igartiburu, dos emblemas de TVE. De hecho, la devoción del streamer por el Grand Prix presentado por el vasco ha desembocado en el exitosísimo retorno del formato a TVE trece años después de su cancelación. Si se analizan las audiencias de su regreso es fácil detectar un factor emocional: los mismos niños que lo habían visto dos décadas antes con sus padres se sentaron ahora frente a la televisión con sus propios hijos. Decíamos que las familias unidas frente al televisor son una imagen en sepia, pero el único medio que tiene capacidad para seguir manteniendo viva esa estampa, al menos por ahora, es la televisión tradicional. Sus hijas bastardas, las pequeñas pantallas que tanto contribuyen a la fragmentación de audiencias, terriblemente atractivas, son incapaces de generar ese “calor de hogar” que aporta la vieja tele, sea desde una aparatosa pantalla de tubo o desde la más sofisticada OLED. En el ansia por ver muerta a la televisión, parece latir un cierto deseo de venganza. La radio lineal está expuesta a múltiples amenazas y también ha perdido peso entre los oyentes más jóvenes, pero no es tan fácil encontrar decenas de artículos que le ofrezcan la extremaunción. Tal vez porque la televisión siempre ha cargado con el sambenito de “caja tonta”, a pesar de ser una fuente inagotable de conocimiento; sólo hay que saber usarla bien. Nadie afirma ufano “yo no escucho la radio”, pero lanzar un despectivo “yo no veo la tele” aporta una (falsa) pátina de superioridad intelectual. Tal vez esos prejuicios son los que hacen ver tan cercana su defunción. Es cierto que los datos sobre su consumo disminuyen, pero los datos son tan fríos como interpretables y la televisión es una perra vieja y sabia. Si hace dos días YouTube era su mayor amenaza, las nuevas televisiones lo incorporan de serie para que no tengas que serles infiel con el móvil. A veces, en la escasa entidad de sus supuestos liquidadores se nota la sobreactuación de los gurús. He leído un buen puñado de artículos que avanzaban que sería el Metaverso quien le proporcionaría la estocada final, pero parece que todavía somos demasiado táctiles y sociales y será la palabra Metaverso la que pronto resultará tan obsoleta como Betacam y casette, si es que alguien la recuerda dentro de unos años. La televisión ya no es el aparato que definía el punto de fuga de la mirada familiar, no es el tótem laico en torno al que se reunían las familias, ahora cuelga ingrávida en las paredes y se camufla entre la decoración, ha perdido protagonismo, sí, pero tiene mucha vida por delante. Esa televisión tradicional que tantos agoreros se empeñan en matar goza de buena salud.

Eva Güimil es crítica de televisión.

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