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El legado de Azaña, 75 años después

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Julián Casanova

El 27 de febrero de 1939, los gobiernos de Gran Bretaña y Francia reconocieron al régimen de Franco. Manuel Azaña, que había cruzado la frontera francesa tres semanas antes, dimitió como presidente de la República. Unos días después, el golpe en Madrid del coronel Segismundo Casado, que, según Azaña, “repetía el golpe de Estado de Franco”, uno para empezar y otro para acabar la guerra, empeoró las cosas.

La guerra, “cautivo y desarmado el ejército rojo”, terminó oficialmente el 1 de abril de 1939. Atrás habían quedado casi mil días de combate, que dejaron cicatrices duraderas en la sociedad española. Los tres presidentes de Gobierno que tuvo la República en guerra murieron en el exilio: José Giral en México, en 1962; Francisco Largo Caballero en París, en 1946, tras haber pasado por el campo de concentración nazi de Orianenburg; y en la misma ciudad murió Juan Negrín, en 1956. Manuel Azaña, el presidente de la República y el político más importante de la España de los años treinta, murió en Montauban, al sur de Francia, el 3 de noviembre de 1940. Ahora se cumplen 75 años.

España comenzó los años treinta con una República y acabó la década sumida en una dictadura. Fueron ocho años de República, cinco en paz y tres en guerra, con Manuel Azaña, político, intelectual, escritor, en el centro de la historia. La caída de la dictadura de Primo de Rivera a finales de enero de 1930, provocó un súbito proceso de politización y un auge del republicanismo. El viejo republicanismo, de tertulias y fragmentado en pequeños grupos, pasó a ser en pocos meses un movimiento de varios partidos políticos, con dirigentes conocidos y nuevas bases sociales. Era la hora de la política en la calle, de la propaganda, de mítines e incitaciones a la acción en defensa de la República, que resumía el sentimiento antimonárquico que invadía a los políticos, los intelectuales y las clases populares por aquellas fechas. Era la hora de Manuel Azaña.

La República llegó con celebraciones populares en la calle y un ambiente festivo donde se combinaban esperanzas revolucionarias con deseos de reforma. El Gobierno provisional lo presidía Niceto Alcalá Zamora, exmonárquico, católico y hombre de orden. Allí había socialistas; republicanos de última hora, como Miguel Maura; de toda la vida, como Alejandro Lerroux; y de izquierda, representados por Manuel Azaña, que ocupó el Ministerio de la Guerra. Ninguno de ellos, salvo Alcalá Zamora, había desempeñado un alto cargo político con la Monarquía. Tampoco era, frente lo que se ha dicho a menudo, un gobierno de intelectuales. Salvo Manuel Azaña, presente en el Gobierno como dirigente de un partido republicano, no estaban allí esos intelectuales que tanto habían contribuido con sus discursos y escritos a darle la estocada a la Monarquía durante 1930. Ni Unamuno, ni Ortega y Gasset, ni Pérez de Ayala o Gregorio Marañón. Estos últimos desaparecieron muy pronto además de la vida pública o acabaron incluso distanciados del régimen republicano.

El camino marcado por ese Gobierno pasaba por convocar elecciones a Cortes y dotar a la República de una Constitución. Elecciones con sufragio universal, masculino y femenino, gobiernos representativos y responsables antes los parlamentos y obediencia a las leyes y a la Constitución eran las señas de identidad de los sistemas democráticos que emergían o se consolidaban entonces en los principales países de Europa occidental y central.

La crisis más grave del debate constitucional la provocó el “asunto religioso”. Se aprobó al final la propuesta de Azaña, en su célebre discurso del 13 de octubre, que moderaba el proyecto original, al restringir el precepto constitucional de disolución de órdenes religiosas sólo a los jesuitas, y ratificaba la prohibición de la enseñanza a las congregaciones religiosas. Alcalá Zamora y Miguel Maura, presidente del Gobierno y ministro de Gobernación, que habían anunciado su voto en contra, dimitieron. El gran triunfador del momento, Manuel Azaña, fue propuesto como nuevo titular del Gobierno. Tomó posesión el 15 de octubre. Poco después, tras más de un trimestre de debates, las Cortes aprobaron finalmente la Constitución el 9 de diciembre de 1931, que definía a España, en el artículo primero, como “una República democrática de trabajadores de toda clase”, declaraba la no confesionalidad del Estado, eliminaba la financiación estatal del clero, introducía el matrimonio civil y el divorcio y prohibía el ejercicio de la enseñanza a las órdenes religiosas.

Aprobada la Constitución, debía elegirse presidente de la República. El Gobierno había pactado que saliera Niceto Alcalá Zamora, en un intento de recuperar a ese sector republicano más conservador que había mostrado su oposición a los artículos sobre la cuestión religiosa.

Reforma militar

El cambio político y de régimen de abril de 1931 llegó cargado de promesas y esperanzas. Ningún aspecto de la vida política y social quedó fuera del alcance de las reformas emprendidas por el Gobierno provisional y por los que presidió Manuel Azaña desde octubre de 1931 a septiembre de 1933. Fueron más de dos años de profusa actividad legislativa en los que se acometió la reorganización del Ejército, la separación de la Iglesia y se tomaron medidas radicales y profundas sobre la distribución de la propiedad agraria, los salarios de las clases trabajadoras, la protección laboral y la educación pública.

El Ejército que se encontró la República en 1931 contaba con una historia repleta de intervenciones en política, ocupaba un lugar privilegiado dentro del Estado y de la sociedad, carecía de armamento moderno y tenía un cuerpo inflado de jefes y oficiales, muchos más de los necesarios. Azaña quería un ejército más moderno y eficaz, más republicano también, y sometido al orden político constitucional. La reforma, que obligaba a los jefes y oficiales a suscribir una promesa de fidelidad a la República, establecía la provisión de destinos por estricta antigüedad y revisaba todos los ascensos por méritos o elección llevados a cabo por la dictadura de Primo de Rivera, fue duramente combatida por un sector de la oficialidad, por los medios políticos conservadores y por los órganos de expresión militares. Azaña se convirtió en la bestia negra de un importante sector del Ejército, muchos de ellos golpistas en julio de 1936.

Establecer la primacía del poder civil exigía asimismo emprender una amplia secularización de la sociedad, lo cual enfrentó a la República con la Iglesia católica, la otra poderosa burocracia, junto con la militar, que ejercía un fuerte control sobre la sociedad española. La puesta en marcha de una serie de decretos y leyes secularizadores sacó a la luz una enconada lucha, de fuerte carga emocional, por los símbolos religiosos.

Con el asunto de la religión, hubo escasas posibilidades de entendimiento. Manuel Azaña repetía una y otra vez que debía cumplirse el “mandato constitucional en todas sus exigencias”. Y el cumplimiento del artículo 26 exigía declarar propiedad del Estado los bienes eclesiásticos y prohibir a las órdenes religiosas participar en actividades industriales y mercantiles y en la enseñanza.

La movilización de los católicos contra los artículos de la Constitución que perjudicaban a la Iglesia se manifestó en una abierta ofensiva contra Manuel Azaña y su Gobierno de coalición republicano-socialista. Los católicos lo calificaron de déspota, de gobernante que no comprendía las esencias y tradiciones de la nación española. Y pusieron en marcha todos los mecanismos, que eran muchos, para derribarlo.

El orden los mantuvo también Azaña contra las insurrecciones anarquistas. Tras la más severa, que dejó en enero de 1933 en Casas Viejas 22 muertos por la represión, el presidente del Gobierno se dirigió a las Cortes. Nadie podía ponerse “en actitud de rebeldía” contra la República. “A mí no me espanta que haya huelgas (...) porque es un derecho reconocido en la ley”. Pero frente a los “desmanes”, la fuerza militar tenía la obligación de intervenir.

En realidad, estuvieran o no por medio insurrecciones anarquistas, Azaña era más un defensor del orden del Estado que de los asuntos sociales. Pese a las declaraciones sobre la urgencia de una reforma agraria, la más esperada de todas las reformas, Manuel Azaña no participó en la elaboración del proyecto presentado por su Gobierno, no intervino en los debates en las Cortes y nunca prestó a ese tema, ni a la situación del campesinado sin tierra del Sur, la atención que dedicó a otros temas que le preocupaban. Esa falta de interés profundo por la reforma agraria, que se extendía a casi todos los republicanos de izquierda, incluido Marcelino Domingo, el ministro de Agricultura, dificultó la aplicación de la Ley de septiembre de 1932. Se temía la resistencia de los propietarios y los efectos de una auténtica transformación social en el campo.

En definitiva, 1933 resultó un año muy complicado para el Gobierno de Azaña. Confluyeron en los meses centrales del año malas noticias sobre la economía y el aumento del paro con la ofensiva de las organizaciones patronales, la irrupción del catolicismo como movimiento político de masas y el acoso del Partido Radical. En septiembre de 1933, como consecuencia de todo ello y de que Azaña perdió la confianza de Alcalá Zamora, los republicanos de izquierda y los socialistas perdieron el poder.

Fuera del Gobierno

La decisión de Alcalá Zamora de retirar la confianza a un Gobierno con mayoría parlamentaria y de dar por concluida la tarea de las Constituyentes abrió un período de inestabilidad política que no había existido hasta ese momento. Fuera del Gobierno, Manuel Azaña, que creó con otros republicanos unos meses después un nuevo partido, Izquierda Republicana, sufrió una encarnizada persecución tras la revolución de Asturias en el mes de octubre de 1934.

Azaña había llegado a Barcelona el 28 de septiembre para asistir a los funerales de Jaume Carner, su exministro de Hacienda y uno de los dirigentes políticos por los que mostró más aprecio y admiración. No tuvo participación alguna en la llamada rebelión de los catalanes iniciada en la tarde del 6 de octubre. Sin embargo, tres días después, el martes 9 de octubre, fue detenido. El entonces presidente del Gobierno, Alejandro Lerroux, que había enviado un telegrama a las autoridades de Barcelona en el que informaba de que el antiguo jefe de Gobierno estaba involucrado en la subversión, declaró a la prensa que se había encontrado en su poder una “documentación muy extensa e interesante” que probaba que había ido a Barcelona a realizar alguna “empresa importante”.

A la espera de juicio, Azaña fue encarcelado en un buque prisión anclado en el puerto de Barcelona, acusado por el fiscal general de la República de delito de rebelión, hasta que fue liberado por decisión del Tribunal Supremo el 28 de diciembre de 1934. Pero sus enemigos políticos no tenían bastante y llevaron a las Cortes varias “actas de acusación” contra él por contrabandista de armas. Fue una torpeza de sus adversarios llevarle al Parlamento, donde Azaña se sentía tan a gusto y acabó aclamado por una multitud cuando salió de las Cortes después del debate del 21 de marzo de 1935.

En los meses anteriores, Manuel Azaña e Indalecio Prieto habían mantenido correspondencia sobre la necesidad de construir una coalición similar a la que había gobernado los dos primeros años de la República. Los comunistas la bautizaron Frente Popular, nombre que nunca aceptó Manuel Azaña, y el pacto oficial de creación se anunció el 15 de enero de 1936.

La coalición del Frente Popular salió victoriosa de las urnas en febrero y eso significó para muchos el segundo acto de una obra iniciada en abril de 1931 e interrumpida en el verano de 1933. Una segunda oportunidad, efectivamente, para Manuel Azaña, de nuevo en el poder.

Niceto Alcalá Zamora, presidente de la República, le llamó para encargarle la formación del Gobierno. Había cosas urgentes que hacer y promesas que cumplir. La Diputación Permanente de las Cortes, convocada por Azaña, aprobó el 21 de febrero la concesión de una amnistía general para todos los encarcelados por delitos “políticos y sociales”, una medida que afectó, según se dijo entonces, a cerca de 30.000 personas.

Presidencia y Guerra Civil

Nadie quería que Alcalá Zamora siguiera en la presidencia de la República. El artículo 81 de la Constitución permitía cesar al presidente de la República si éste había disuelto dos veces las Cortes y Alcalá Zamora fue destituido. Diego Martínez Barrio, presidente de las Cortes, asumió de forma interina la jefatura del Estado y propuso como candidato a Manuel Azaña, quien tenía amplios respaldos. Azaña quería también ese puesto para el que le proponían porque su idea era formar de nuevo un Gobierno de coalición de republicanos y socialistas, presidido por Indalecio Prieto. Las dos presidencias, la de la República y la del Gobierno, serían ocupadas así por dos personas con autoridad y respaldados además por los principales partidos que habían ganado las elecciones de febrero.

El presidente de la República, según la Constitución, se elegía por sufragio indirecto. En las elecciones para compromisarios, celebradas el 26 de abril, la mayoría de la derecha se abstuvo de acudir a los comicios. Dos semanas después, el 10 de mayo, en el Palacio de Cristal del madrileño parque de El Retiro, Manuel Azaña fue elegido por abrumadora mayoría, y los votos en blanco de la CEDA, presidente de la República.

Las cosas no salieron, sin embargo, como Azaña había previsto. El ofrecimiento de Azaña a Prieto para que formara gobierno chocó con la negativa de la UGT y de la izquierda socialista. Ante la imposibilidad de un gobierno de coalición presidido por los socialistas, Azaña recurrió a uno de sus colaboradores más fieles, Santiago Casares Quiroga, que presidió el nuevo Gobierno y asumió también el cargo de ministro de la Guerra. Formado sólo por republicanos de izquierda, incluida la Esquerra de Cataluña, ha pasado a la posteridad como el Gobierno débil que permitió los conflictos y la violencia política, en vez de reprimirlos, y que tampoco supo parar el golpe militar.

Ese golpe de Estado, iniciado por un sector del Ejército de África en la tarde del 17 de julio de 1936, cambió la historia de España. La rebelión militar y la revolución que siguió inauguraron una época sin precedentes de violencia y de deshumanización del contrario.

“Nosotros hacemos la guerra porque nos la hacen”, declaró Manuel Azaña en un famoso discurso en el Ayuntamiento de Valencia el 21 de enero de 1937. Las diferentes visiones de cómo organizar el Estado y la sociedad que tenían los partidos, movimientos y personas que lucharon en el bando republicano contribuyeron notablemente a bloquear una política unida frente al bando de los militares sublevados.

Bajo esas circunstancias, Azaña creyó, prácticamente desde el principio, que la República no podría ganar la guerra y que la única salida posible era una mediación internacional. Por eso, vio con preocupación la llegada de Largo Caballero al Gobierno en septiembre de 1936, protestó y se opuso a la participación de la CNT, vivió de forma grave y angustiosa los sucesos de mayo de 1937 en Barcelona y recurrió, tras ellos, al socialista Juan Negrín, porque consideraba que era el hombre idóneo para forzar la paz con ayuda del exterior. Un político culto, que hablaba idiomas, nada revolucionario.

Negrín iba a ser el hombre de la República en los dos años siguientes, pero no pudo llevar a buen puerto esa política que Azaña ansiaba. Derrota tras derrota, salió a la luz la profunda división entre quienes creían que se podía continuar la guerra, encabezados por Negrín, y los partidarios de negociar una rendición con apoyo franco-británico, un plan en el que Manuel Azaña nunca había dejado de insistir.

Ese plan se frustró definitivamente en el frente internacional con el pacto de Múnich de finales de septiembre de 1938, en virtud del cual Gran Bretaña y Francia entregaron Checoslovaquia a la Alemania nazi de Adolf Hitler. Con la firma de ese pacto, que acababa con Checoslovaquia, entonces la única democracia que se mantenía en pie en Europa central y oriental, las democracias occidentales le dieron el golpe de gracia a la República.

Azaña y Alcalá Zamora, arrinconados en un pasillo del Congreso

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Derrota y exilio en Francia

Azaña cruzó la frontera francesa el 5 de febrero de 1939. Las tropas republicanas se retiraron de forma desorganizada. Según la descripción de Manuel Azaña, “la desbandada cobró una magnitud inmensurable. Una muchedumbre enloquecida atascó la carretera y los caminos, se desparramó por los atajos, en busca de la frontera (...) El tapón humano se alargaba 15 kilómetros por la carretera (...) Algunas mujeres malparieron en las cunetas. Algunos niños perecieron de frío o pisoteados...”

Gran contraste entre ese trágico final y aquellos días de fiesta del amanecer republicano en abril de 1931. Años de cambio y conflicto, cuya interpretación suscita todavía enconadas opiniones más que debates historiográficos. Ocho años en los que Manuel Azaña, como presidente de Gobierno y más tarde del Estado, dejó una excepcional huella con su proyecto reformista, con su visión responsable de la política, borrada después por la larga dictadura del general Franco, por el discurso del orden, de la patria y de la religión, recuperada por los historiadores en la democracia. La España de Azaña, vista 75 años después.

El 27 de febrero de 1939, los gobiernos de Gran Bretaña y Francia reconocieron al régimen de Franco. Manuel Azaña, que había cruzado la frontera francesa tres semanas antes, dimitió como presidente de la República. Unos días después, el golpe en Madrid del coronel Segismundo Casado, que, según Azaña, “repetía el golpe de Estado de Franco”, uno para empezar y otro para acabar la guerra, empeoró las cosas.

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