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Marruecos: el vecino secuestrado

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Luz Gómez

Todos tenemos un amigo marroquí. O al menos un conocido. Pero no todos tenemos un conocido francés, ni mucho menos uno portugués. Y no será porque no hay más franceses que marroquíes (67,5 millones de franceses y 37 millones de marroquíes), o porque Francia y Portugal no queden tan cerca de España como Marruecos (“pared con pared” todos ellos). Es más, el marroquí al que conocemos suele ser, en primera instancia, eso, un marroquí, no una marroquí. Veamos algunas razones.

Para empezar, podría ser que todos conozcamos a un marroquí porque es el colectivo extranjero más numeroso residente en España. Según el INE, en 2021 residían en España 873.759 marroquíes. Pero esta no parece razón suficiente, porque si del censo de población de origen marroquí pasamos al de rumanos, segundos en población inmigrada (644.473 personas), pronto comprobamos que rumanos apenas conocemos. Así que habrá otra razón. 

Tal vez todos conozcamos algún marroquí porque nos ayuda a materializar la “prueba del extranjero”, trasponiendo la expresión de Abdelfattah Kilito, pues este intelectual marroquí la usa para otros fines. 

Con el extranjero marroquí, cada uno de nosotros tomamos conciencia esclarecedora de nosotros mismos y de nuestro país, establecemos una frontera social y política con lo cercano, con lo que es casi lo mismo pero no del todo, y, de paso, como en tantas otras cosas, damos la espalda a nuestro pasado. Y no se trata tanto del pasado andalusí compartido, de las andanzas de Carlos V por el norte de África o de la acogida de nuestros paisanos sefardíes y moriscos al otro lado del Mediterráneo. Se trata más bien de esa idea, positiva hasta el siglo XX, como ha analizado Carlos Cañete, de que África comenzaba en los Pirineos: Cánovas, Costa o Alarcón, por dar ejemplos en nada sospechosos de “buenismo multicultural”, interpretaron de forma positiva una contigüidad étnico-cultural que, aun con intereses coloniales de por medio, concebía a las sociedades en términos universalistas y progresivos. 

El etnicismo colonialista eurocéntrico, sumado a la manipulación franquista de la cacareada hermandad hispano-marroquí, llevó al abandono progresivo de este paradigma no negativo. Del abandono al olvido hay un pequeño paso, muy conveniente para la España de la Transición, una España conversa a marchas forzadas al europeísmo tras morir el dictador en su cama. En 1986 se lanzó la Operación Paso del Estrecho, una gran performance de la nueva relación de frontera europea, dirigida desde España.

Transgredir esa frontera que además de social y política se ha hecho física y corporal, una frontera de moros y hiyabs, sale caro hoy en día. Para españoles y para marroquíes. Evidentemente, más caro para estos últimos, que son los que mueren en los bajos de un camión o en el fondo del Mediterráneo. O a quienes no contratan por llevar hiyab. En el plano intelectual, tampoco resulta nada fácil dar un salto que supere las antinomias de un racionalismo condicionado. Aunque habría que aclarar que los filósofos marroquíes, como Muhámmad Abid al-Yabri o Taha Abd al-Rahmán, se han dedicado a ello con gran agudeza. En España, la dialéctica de salón sobre el otro secuestra el diálogo con los vecinos del Sur, cosificados para una más fácil disección etnográfica, sociológica o politológica, según el caso: el otro como cosificación retórica. Aunque no se puede ignorar que el secuestro se completa con la ayuda de Marruecos, un país rehén de una casta.

Un entramado cortesano

Hacerse con un poder omnívoro primero, preservarlo después y agrandarlo sería, grosso modo, el objetivo en tres tiempos que ha guiado desde la independencia las políticas del Majzén, que no es otra cosa que el entramado cortesano que gestiona la soberanía nacional, encabezado por los tres monarcas marroquíes: Mohammed V (g. 1956-1961), Hasán II (g. 1961-1999) y Mohammed VI (g. 1999- ). Una soberanía hábilmente usurpada al pueblo marroquí mediante un refinado instrumento ideológico (el rey es Caudillo de los Creyentes) y un superlativo artefacto nacionalista (el Sáhara es parte irrenunciable del suelo marroquí).

Lo singular del despotismo del Majzén es, sobre todo, su forma de proceder. Tanto las élites como el pueblo están sometidos a la omnipotencia real, un atributo, el de la omnipotencia, que el islam solo reconoce a Dios, pero que en Marruecos se traslada también al rey, que se proclama Emir al-Muminín, “Caudillo de los Creyentes”. La monarquía alauí, que se dice descendiente del profeta Mahoma, monopoliza en su beneficio particular la gestión del trío sagrado sexualidad/religión/lucha de clases. A través de las instituciones que controla directa o indirectamente, el rey administra lo lícito y lo ilícito, confundidos con la virtud y la vergüenza: h’chuma! (‘¡qué vergüenza!’) se exclama sin ton ni son para paralizar el impulso de desobediencia familiar, religiosa, social o política. 

Una moral pública de las apariencias, custodiada por un rey que concentra la autoridad religiosa y cuya persona es inviolable (“sagrada” hasta la Constitución de 2011), tiraniza a la sociedad. La rebelión, no obstante, se fragua en los intersticios del propio sistema; donde menos se ve y más se siente, como en el harén desvelado por Fátima Mernissi. Marruecos ha sido un país de continuas movilizaciones sociales y permanente represión a lo largo del último siglo. Recientemente, la coyuntura histórica general ha sido otro elemento decisivo. 

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Desde la primavera de 2011, en sintonía con las demás revueltas árabes en demanda de “pan, libertad y justicia social”, en el país se han sucedido varios levantamientos de carácter transversal y acéfalo (hirak en árabe magrebí). El hirak responde a una intersección de injusticias políticas, económicas y sociales que tiene su reflejo en las estadísticas (tomadas estas con las debidas reservas en un país cuyos niveles de transparencia también han caído en el último lustro): el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas de 2020 sitúa a Marruecos en el puesto 121 de 189, entre Kirguistán y Guyana; por su PIB per cápita está en el puesto 121 de 196 países; la brecha de género viene aumentando desde 2006 (ocupa el puesto 143 de 156 en desigualdad de género); y las desigualdades territoriales son cada vez más profundas (el 7% del territorio produce el 58% del PIB, y el 12% de la población el 40%). 

Pero al Majzén hay que reconocerle que ha sido un hábil artesano en la composición de una argamasa nacionalista que aglutina y acalla a todos los sectores ideológicos (islamistas, izquierdistas, liberales, conservadores, panarabistas, feministas) que podrían cuestionar su hegemonía e impulsar un cambio. El elemento fundamental de esta argamasa es “la prioridad nacional de la recuperación del Sáhara y su conservación”, en frase dolida del historiador Abdallah Laroui. La Marcha Verde de 1975 evidenció hasta qué punto el Majzén sabe manipular los tiempos y las formas que materializan la frontera más allá de la geografía. No hay que olvidar que la puesta en escena del pueblo movilizado estuvo respaldada, casi sin fisuras, por la clase intelectual. La falta de voces críticas ha tenido tintes de silencio cómplice si se considera su papel decisivo en otras reformas, como el estatuto de la mujer en la Mudáwana de 2004 o el reconocimiento de la identidad bereber del país mediante la cooficialidad del tamazig en la nueva Constitución. 

El último episodio orquestado de frontera, el paso masivo de marroquíes a Ceuta en mayo de 2021, a raíz de la hospitalización en España del líder saharaui Brahim Ghali, enfermo de Covid, ha vuelto a mostrar la capacidad del poder marroquí para manipular las angustias populares en clave nacionalista. La reciente respuesta del Gobierno español, en forma de misiva diplomática que reconoce los argumentos marroquíes para el futuro del Sáhara, más bien parece sacada de los tiempos de un Ali Bey a las órdenes de Godoy. Es ingenuo pensar que el Majzén de hoy, como en su día hizo el sultán Mulay Sulaimán, se conforme con las buenas palabras venidas de España y no prosiga a su antojo con su proyecto expansionista que, ahora como entonces, cuenta con el beneplácito de los Estados Unidos

Todos tenemos un amigo marroquí. O al menos un conocido. Pero no todos tenemos un conocido francés, ni mucho menos uno portugués. Y no será porque no hay más franceses que marroquíes (67,5 millones de franceses y 37 millones de marroquíes), o porque Francia y Portugal no queden tan cerca de España como Marruecos (“pared con pared” todos ellos). Es más, el marroquí al que conocemos suele ser, en primera instancia, eso, un marroquí, no una marroquí. Veamos algunas razones.

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