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El mejor país del mundo

El mejor país del mundo

Ignacio Martínez de Pisón

En las primeras conexiones con Eurovisión, los descansos e intermedios se indicaban con un rótulo que decía: Intermezzo-Intervalle-Pause. Supongo que el rótulo no era más que una cartulina que alguien colocaba delante de la cámara en algún estudio del paseo de La Habana o Prado del Rey, pero el hecho de que estuviera escrito en otros idiomas nos hacía creer que, a pesar de todo, alguien en Europa se acordaba de vez en cuando de nuestra existencia. Eran los años sesenta, los de las primeras avalanchas de turistas que venían a disfrutar de ese “sol español” cantado por Luis Aguilé. Ante el nuevo fenómeno del turismo, lo primero que hizo España fue dotarse de un idiolecto propio. En las fachadas de los bancos, un letrero que parecía inspirado en el rótulo de Eurovisión proclamaba: Change-Exchange-Valuta. Y en las paredes de las pensiones del litoral estaba escrito: Rooms-Chambres-Zimmer. Los restaurantes, por su parte, alardeaban de una facilidad para los idiomas que estaba lejos de poder verificarse: On parle français-English spoken. Hasta la lengua catalana, gracias a esos Pollos a l´ast en los que el apóstrofo no siempre estaba donde debía, se hizo un hueco en esa koiné de andar por casa.

El régimen, el mismo régimen que dos décadas antes consideraba sospechoso todo lo que oliera a “extranjerizante” y rebautizaba los cines Doré como Dorado, bendecía ahora la implantación de esa peculiar neolengua veraniega, en la que todas las palabras valían, cualquiera que fuera su procedencia, y todas podían juntarse de forma aleatoria. Eran los años en los que hasta algo tan poco español como el genitivo sajón se incorporaba con naturalidad a lo más castizo de nuestra vida diaria: los bares que siempre se habían llamado Casa Pepe o Casa Manolo ahora se llamaban Pepe's y Manolo's. ¿Qué se hizo de los snack bars de mi infancia? ¿Quedará alguno en algún rincón de España?

Pero ese babélico batiburrillo no transigía con todo. Para las cosas que de verdad importaban estaba el idioma español. Y las cosas que de verdad importaban eran tres: el mar, la playa y el sol. Prueben todas las combinaciones posibles con esas tres palabras y obtendrán una onomástica casi completa de los restaurantes, hoteles y urbanizaciones de la época. ¡Qué mente privilegiada la del que decidió llamar Marisol a esa Pepa Flores que primero sería el símbolo del desarrollismo y luego, recuperado su auténtico nombre, de la Transición! Esa contracción de María de la Soledad que en otras etapas históricas habría aludido al eterno aislacionismo español evocaba entonces las largas jornadas de playa con grandes fuentes de pescaíto frito, el reglamentario porrón de vino con gaseosa y las tres horas para la digestión de los niños.

Vuelvo a Luis Aguilé y a su canción Es el sol español. Pues claro que el sol y la playa y el mar eran españoles: tan españoles que no requerían traducción. Las canciones de la época se encargaban de recordárnoslo todos los años. Si Fórmula V celebraba las vacaciones de verano, Los Diablos hacían lo propio con un rayo de sol, y entretanto Eva María se iba con su bikini de rayas a buscar el sol en la playa y otros soñaban con viajar hasta Mallorca sin necesidad de tomar el barco o el avión... La música de esos años ofrece un atinado retrato sociológico de las aspiraciones y miserias de esa España que pugnaba por dejar atrás lo peor de una posguerra interminable.

También el cine acertó a reflejar los cambios que se estaban operando en la sociedad española. En El verdugo de Berlanga colisionaban dos Españas, la que llevaba desde 1939 encarcelando o agarrotando a sus vecinos y la que entreveía la posibilidad de una soleada dolce vita, no muy distinta de la que por entonces asociábamos con la alegre y próspera Italia. Sólo que, a diferencia de otras etapas de cainismo explícito, ahora esas dos Españas eran una y la misma: el anciano verdugo y el yerno que había de sucederle en el puesto estaban los dos en el mismo lado, y lo único que les separaba era la barrera generacional. La película, por cierto, tiene muchas cosas que decir a los jóvenes que se plantean salir de España porque la situación actual no les permite emanciparse: el personaje de Nino Manfredi se propone emigrar a Alemania y lo que le lleva a cambiar de opinión es la promesa de acceder a una vivienda de protección oficial si acepta convertirse en verdugo. Salvo por las circunstancias felizmente superadas del garrote vil y la pena de muerte, ¿cuántos miles de jóvenes españoles se habrán enfrentado en los últimos años a un dilema similar?

Cocineros de madera

Pepa Flores, 'Marisol', Goya de Honor

Pepa Flores, 'Marisol', Goya de Honor

La palabra mágica de la época era “divisas”. Había que reflotar la hambrienta y desvencijada España del botijo y el azadón, y para conseguirlo hacía falta moneda extranjera. O marchaban los jóvenes a ganar dinero a Alemania o venían los alemanes a gastarse sus marcos en nuestras playas. O humillábamos la cerviz en una cadena de montaje en Múnich o la humillábamos en un chiringuito recogiendo propinas. Lo único que España podía aportar era su juventud. Una demografía que ahora asociaríamos con países del Tercer Mundo obligaba a los jóvenes a elegir entre dos películas. Vente a Alemania, Pepe o El turismo es un gran invento: ésa era la cuestión.

Otra de las imágenes habituales de aquellos años eran los carteles con la figura de un cocinero que, al borde de la carretera, anunciaban la proximidad de un restaurante o de una casa de comidas. Me acuerdo de aquella oronda figura silueteada en madera, con delantal largo y el clásico gorro blanco, creo que con unos bigotitos finos al estilo de Cantinflas, también con una bandeja en una mano y una pizarra en la otra para anunciar el horario o el menú.

Asocio esa imagen a los interminables viajes veraniegos, los niños apretujados en el asiento trasero, las ventanillas abiertas por el calor. Lo asocio asimismo a terrazas con emparrado y manteles de papel y a moscas zumbando alrededor de la ensalada. En las otras mesas solía haber familias españolas y extranjeras. De vez en cuando, en alguna de las mesas ocupadas por españoles, alguien se servía un poco más de vino y proclamaba: “Está claro. España, el mejor país del mundo. Por eso viene gente de todas partes”

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