Milei, Bukele, Noboa... el iliberalismo espera a Trump con los brazos abiertos al sur de Río Grande

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Javier Lafuente

Merece la pena echarle un poco de imaginación e imaginar la escena. Es miércoles, 9 de noviembre de 2016. Han pasado pocas horas desde que Donald Trump, contra todo pronóstico, ganó las elecciones en Estados Unidos llevando el discurso antisistema y xenófobo al epicentro de la democracia mundial. Lo que parecía imposible, esto es, que la ola populista global se instalara al menos por cuatro años en la Casa Blanca, sería un hecho en pocos meses. Los mensajes de felicitación caían a cuentagotas. Su rival, Hillary Clinton, llamada a ser la primera mujer presidenta de la gran potencia mundial, ni siquiera dio el tradicional discurso de aceptación de la derrota; felicitó a Trump por teléfono. El mundo contenía el aliento, conmocionado por lo que acababa de ocurrir… Mientras todos los clichés, como estos últimos, se repetían a todas horas, un detalle pasó inadvertido. Y no por eso, o quizás por eso, por ser un detalle bien simbólico, merece la pena recordarlo. Entre tanta marabunta de reacciones, Donald Trump recibió –¿cómo se lo comunicaron?, ¿qué cara pondría?– un mensaje de felicitación cuando menos inesperado por su rapidez de su némesis, desde una isla que ha marcado la política norteamericana en el último medio siglo. “En ocasión de su elección como presidente de los Estados Unidos de América le traslado felicitaciones”, escribió a Trump el todavía presidente de Cuba, Raúl Castro.

Ese mensaje, en perspectiva, es ilustrativo de algo que, ocho años después y con la posibilidad de que Trump pueda alcanzar la Casa Blanca de nuevo, se dio durante su mandato: aunque resulte insólito, el expresidente de Estados Unidos no tuvo relaciones especialmente tensas con América Latina. Con dos excepciones, o excepción y media según cómo se mire. En Venezuela, donde Trump se convirtió en la vanguardia de los mandatarios que intentaron hacer ver al mundo que Juan Guaidó debía ser el presidente interino de Venezuela, con la creación y financiación de un Gobierno paralelo que terminó por ser uno de los mayores fracasos de la geopolítica contemporánea. Con México, el vecino del sur, la relación fue tensa, sí, sobre todo en materia migratoria, pero a la vez cordial, en tanto que Andrés Manuel López Obrador sabe bregar con la dialéctica impuesta por Trump, muy similar en algunos momentos a la que el mandatario mexicano ha desplegado durante su sexenio.

La figura de Trump, no obstante, trasciende los efectos que pudiese o no tener su Administración en América Latina. En su libro ¿La rebelión se volvió de derecha? el periodista e historiador argentino Pablo Stefanoni recuerda el debate que se generó con Joker, la película de Todd Phillips, que llegó a los cines en 2019, con Trump ya consolidado en la Casa Blanca y con un segundo mandato en la mira. No pocos desde la izquierda leyeron la película como una crítica a los multimillonarios y un cuestionamiento del sistema desde la izquierda. Sin embargo, hubo gente como Joseph Watson, uno de los propagadores del discurso xenófobo y ultraderechista en redes, que vio en el personaje de Joaquin Phoenix a un hombre (blanco) cabreado que impulsa a movilizarse contra el sistema. Una lectura muy similar a la que el efecto Trump trajo consigo en todo el mundo y que se propagó al sur del Río Bravo.

“La victoria de Trump, más que un efecto directo sobre una u otra fuerza política, contribuyó a potenciar un clima disruptivo que ya se veía en Estados Unidos, y que comenzaba a llegar a América Latina. Un tipo de reacción antiprogresista muy vinculada a las nuevas dinámicas en las redes sociales”, ahonda Stefanoni cuando se le pregunta por los efectos del trumpismo en América Latina. El periodista argentino recuerda que muchos seguidores de las llamadas nuevas derechas radicales se identificaban ya con Trump antes de que este llegara al poder. “El trumpismo funcionó bien como una estética y un tipo de lenguaje, el troleo. Trump en la Casa Blanca descolocó bastante a las centroderechas o derechas liberales-conservadoras más tradicionales y más ligadas al optimismo noventista sobre la globalización... También Trump dio un lugar a figuras bastante marginales, como Steven Bannon –al menos en sus inicios– que sin exagerar jugó un papel en la difusión de un discurso de extrema derecha de nuevo tipo, más antisistema y más provocador. Sin Trump en el poder, la expansión de estas derechas radicales rebeldes habría sido más débil. Una nueva generación se politizó en esta sensibilidad en la que Trump aparecía como el gran villano del progresismo. En el nivel geopolítico, creo que fue más confuso y errático, pero como figura concentró el clima de época”.

La expansión de esas nuevas derechas se ve de forma sustancial en América Latina. La región ha vivido dos décadas de siglo subidas a un péndulo que no deja de moverse. A la marea rosa de la primera década, la del socialismo del siglo XXI de Hugo Chávez; la de los precios de las materias primas que propulsaron al Brasil de Lula; la del kirchnerismo en una Argentina que rugía peronismo, le siguió una ola, olita por su duración, de gobiernos conservadores, en una derecha que se podría considerar sin mucho margen de error como tradicional. Es con la llegada de la nueva marea rosa –la del regreso de Lula, la de Boric en Chile o Petro en Colombia, la de López Obrador en México–, pero sobre todo con la irrupción del trumpismo cuando han emergido con fuerza los discursos de esa nueva derecha radical, con Javier Milei como una especie de reencarnación trumpista a la argentina. Y hay que hablar de emerger, porque ahí estaban, de una u otra manera: porque Bolsonaro había pululado como un bufón en el Congreso durante años antes de ser presidente de Brasil; porque la derecha a la derecha del uribismo ha marcado la política colombiana de este siglo. Porque, en fin, a nadie le sorprendió que María Corina Machado en Venezuela, bajo el yugo del autoritarismo de Maduro, simpatizara con esos discursos de la antipolítica. Porque, como recuerda Stefanoni, “los jóvenes mileístas en 2019, cuando Milei no se había lanzado aún a la política, eran trumpistas, tenían la cara de Trump en sus celulares y encontraban en él un nuevo cruzado contra el comunismo y por la libertad”.

Tutor de modos iliberales

Los temores a la contaminación que generaría en América Latina un éxito de Trump son tangibles. Una segunda Administración suya encontraría un aliado natural en Milei, pero por descontado en Nayib Bukele en El Salvador o Daniel Noboa en Ecuador. No obstante, no necesariamente hay que mirar a los que están en el poder. El hecho mismo de existir e influir como tutor de modos iliberales sin disfraz se podría considerar ya un éxito. “El retorno de Trump sería un triunfo simbólico para la extrema derecha en América Latina. Si bien es verdad que no comparten el mismo modelo económico, la derecha regional se identifica con Trump y considera que un eventual triunfo les daría un mayor respaldo en sus respectivos países”, asegura la politóloga argentina Luciana Cadahia. “Con Trump el discurso de beneficiar a los más ricos, achicar el rol del Estado y dejar atrás las consignas de justicia social y ambiental se verían fortalecidas. En países como Argentina, asumen que un triunfo de Trump garantizará un nuevo acceso a los créditos del FMI”, ahonda, a la par que advierte: “La expansión del crimen organizado y el narcotráfico se vería más beneficiada en los territorios.”

Es evidente también que José Antonio Kast, en Chile, se vería reforzado por un retorno de Trump a la Casa Blanca en víspera de las elecciones en Chile. Pero más allá de quienes buscan llegar al poder, Manuel Canelas, politólogo, exministro de Comunicación de Bolivia en el último Gobierno de Evo Morales, apunta al impulso que ganarían todos aquellos discursos antiizquierda en América Latina, o lo que es lo mismo, los proyectos conservadores que han demostrado vigor fuera de un gobierno. “Hay un pueblo que se siente interpelado por esos discursos”, advierte Canelas ante las opiniones que simplifican este auge de una nueva derecha radical a una hábil escaramuza marquetinera o a un buen manejo de redes en una campaña. Es a partir de evitar esta simplificación donde Canelas halla la forma de revertir al trumpismo y a este nuevo extremismo. “Hay que huir del manual clásico de que las cosas salieron bien hace diez años y hay que actualizarse de manera laica, no solo con el credo ideológico determinado. La manera de responder es entender qué demanda, qué deseo, qué aspiración tiene la sociedad, no regañar a los pueblos, a tus sectores sociales”. Frente a este fallo latente en buena parte de la izquierda de América Latina –y, como todo en este texto, extrapolable a otras partes del mundo– los proyectos reaccionarios, recuerda Canelas, lo que mejor entienden es el ruido y la molestia por lo no logrado: “Por eso tienen tan encendida esa clave, porque aprietan la tecla del odio: no es que no se logró lo que te prometieron, sino que te engañaron, te mintieron, te estafaron y no es que yo te vaya a ofrecer algo mejor, pero sí te ofrezco un canal para tu rabia. Esos proyectos hacen más daño a la convivencia, pero funcionan, sobre todo en el corto plazo. Eso es lo que la izquierda tiene que intentar desactivar”.

La izquierda en América Latina consiguió reducir la desigualdad, un mayor proceso de urbanización, la generación de más sectores medios, que ha contribuido a una mejora de las sociedades, “lo que en realidad llamamos clase media”, añade Canelas. Sin embargo, muchos gobiernos progresistas mantienen una relación complicada con aquellas sociedades que ayudaron a construir, esa gente que vive de una manera nueva, por pequeño que sea el cambio y que no puede desear ni sentir lo mismo que hace diez años. “No se puede exigir lealtad a un proyecto cada vez que se va a las urnas, sino que se tienen que renovar los contenidos del contrato de manera constante. Si no, cuando llega ese momento de firmar el nuevo contrato en los mismos términos, la gente pide otras condiciones y eso hay que entenderlo. Hay que entender mejor las consecuencias de tus políticas”, profundiza el exministro boliviano.

Si, como en el inicio de este texto, se echara mano de la imaginación y se proyecta una nueva victoria de Trump, la respuesta a cómo hacer frente a un trumpismo 2.0 en la región latinoamericana viene cargada de más interrogantes que certezas. Como apunta Rafael Rojas, el historiador cubano del Colegio de México, “no se ven señales de una política contraria a Trump desde la izquierda latinoamericana porque de donde podría venir esa estrategia, que es del polo bolivariano, observamos una capacidad cada vez más limitada de convocatoria por el respaldo al fraude electoral en Venezuela y el apoyo incondicional a Nicolás Maduro y Daniel Ortega. Trump puede aprovechar a su favor la división entre las izquierdas latinoamericanas”. La última afirmación de Rojas trae consigo un condicional, eso sí: “Si le interesara una política hacia la región, pero esto último tampoco se ve en el horizonte”, añade.

“El continente americano se dirime entre dos escenarios de futuro”, proyecta, por su parte, Luciana Cadahia: “La consolidación de un pacto democrático popular entre las distintas repúblicas o la instauración de un modelo posdemocrático anclado en el despojo de los recursos naturales, la consolidación del crimen organizado y la expansión de la conflictividad social. O se construye un pacto continental basado en el respeto a la soberanía de cada país, la ampliación de la paz, la democracia y los derechos humanos o, por el contrario, avanzará un nuevo pacto oligárquico basado en una dudosa idea de libertad destinada a destruir los cimientos democráticos, territoriales y republicanos de la región”, resume la politóloga argentina.

Todo lo que Trump cambió

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Uno de los lugares que puede aportar alguna idea de cómo frenar la expansión de esta iliberalidad trumpista es el lugar donde menor penetración han tenido sus predicamentos, paradójicamente, el país más cercano: México. Quizás también donde un gobierno progresista tiene su proyecto más consolidado. Bien sea por la duración, por la omnipresente y poderosa fuerza de López Obrador, que ha propiciado una aplastante victoria de su sucesora, Claudia Sheinbaum, las expresiones de la oposición y de la derecha mexicana están aún lejos –ya ocho años después de la victoria de Trump– de las del villano del norte. Parafraseando el título de la mejor radiografía sobre la relación entre México y Estados Unidos que 40 años después de publicada aún sigue vigente –el Vecinos distantes de Alan Riding–, el país con el que se comparte no solo la frontera más grande y porosa, sino vínculos históricos por hacer un resumen simplista, es el lugar en el que menos influencia ha tenido y no ha supuesto un problema para el proyecto de izquierda. “La izquierda más efectiva es la mexicana”, apunta Pablo Stefanoni, no sin matizar que López Obrador “se llevaba bastante bien con Trump e incluso puede parecer conservador en diversos temas, aunque luego ese mismo espacio dé lugar a alguien como Claudia Sheinbaum”. La primera presidenta de México inaugurará, en cierta manera, un nuevo ecosistema político en el continente americano. Su relación con Estados Unidos será histórica, en la medida en que compartirá mandato con la primera mujer en presidir el gigante mundial, o porque hará frente al buleador en jefe en caso de repetir triunfo.

“Lo único que la izquierda o el progresismo puede intentar hacer es frenar a los reaccionarios de sus propios países”, resume Stefanoni, ante las particularidades de una reacción unitaria ante el trumpismo 2.0 en América Latina. Al ejemplo de la excepción mexicana se suma la alianza del lulismo con el centro izquierda en Brasil, una fórmula que no sería aplicable de la misma manera en la Argentina de Milei ni en el Chile de Boric. La región, recuerda el periodista argentino, vive una crisis del populismo de izquierda –lo que no implica su desaparición, porque el correísmo podría regresar al poder en Ecuador–, que es clara en términos de proyecto político, y ha emergido una nueva izquierda (Chile, Colombia) que enfrenta muchas dificultades. “Lo que pasa en Venezuela o Nicaragua es un elemento perturbador para la izquierda regional y desprestigia cualquier cosa que rime con socialismo”. Y concluye: “El progresismo, de manera general, debe recomponer su credibilidad en diversas áreas, como la economía, pero también en términos ético-morales. Y ello servirá para frenar la trumpización o la expansión de esta neorreacción”.

*Javier Lafuente es subdirector de ‘El País’ en América.

Merece la pena echarle un poco de imaginación e imaginar la escena. Es miércoles, 9 de noviembre de 2016. Han pasado pocas horas desde que Donald Trump, contra todo pronóstico, ganó las elecciones en Estados Unidos llevando el discurso antisistema y xenófobo al epicentro de la democracia mundial. Lo que parecía imposible, esto es, que la ola populista global se instalara al menos por cuatro años en la Casa Blanca, sería un hecho en pocos meses. Los mensajes de felicitación caían a cuentagotas. Su rival, Hillary Clinton, llamada a ser la primera mujer presidenta de la gran potencia mundial, ni siquiera dio el tradicional discurso de aceptación de la derrota; felicitó a Trump por teléfono. El mundo contenía el aliento, conmocionado por lo que acababa de ocurrir… Mientras todos los clichés, como estos últimos, se repetían a todas horas, un detalle pasó inadvertido. Y no por eso, o quizás por eso, por ser un detalle bien simbólico, merece la pena recordarlo. Entre tanta marabunta de reacciones, Donald Trump recibió –¿cómo se lo comunicaron?, ¿qué cara pondría?– un mensaje de felicitación cuando menos inesperado por su rapidez de su némesis, desde una isla que ha marcado la política norteamericana en el último medio siglo. “En ocasión de su elección como presidente de los Estados Unidos de América le traslado felicitaciones”, escribió a Trump el todavía presidente de Cuba, Raúl Castro.

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